Читать книгу Contra la política criminal de tolerancia cero - María Isabel Pérez Machío - Страница 104
I. UNA CONSTITUCIÓN SIN EFECTOS RETROACTIVOS Y UN ORDENAMIENTO SIN CONSTITUCIÓN
ОглавлениеEl Estado construido por Franco y los sublevados fue evolucionando desde formas típicas de caudillaje militar a las de una monarquía antiparlamentaria, mientras que se dotaba al aparato de poder de instituciones y de regulación legal. Pero, al margen el debate sobre la calificación que merece tal sistema de gobierno, la dictadura mantuvo unos rasgos a lo largo de toda su historia que definen el modelo. El poder estuvo concentrado en el jefe del Estado, que reunía todas las funciones legislativas y de gobierno, “el sistema institucional del Estado español –decía el artículo II de la Ley Orgánica del Estado– responde a los principios de unidad de poder y coordinación de funciones”, y se configuraba como un poder constituyente ordinario1. Las leyes de creación de los órganos de gobierno y de la administración de 30 de enero de 1938 y de 8 de agosto de 1939 atribuían al jefe del Estado “la suprema potestad de dictar normas jurídicas de carácter general”, cuyas disposiciones y resoluciones podían adoptar la forma de leyes2. Estas “leyes de prerrogativas” estuvieron en vigor durante toda la dictadura. Como ejemplo, recordemos la forma de producción de la Ley Orgánica del Estado, la séptima Ley Fundamental del franquismo. Elaborado el texto por una ponencia de notables del régimen, desde Carrero a Fraga, pasando por Iturmendi, Solís, Muñoz Grande y Oriol, fue promulgado por el jefe del Estado ante el Pleno de las Cortes mediante su lectura, sin deliberación ni intervención alguna de la “cámara legislativa”. Sometida a referéndum fue aprobada por más del 95,86% de los votos, con una participación del 88,19 % del censo. Una consulta amañada sin control alguno del recuento, en el que sobraron dos millones de votos3. Así legislaba la dictadura. Por otro lado, no había separación de poderes, ni independencia de los jueces y las decisiones de gobierno y de administración eran actos no sometidos al derecho. La justicia preferente era la que administraban la jurisdicción militar y los tribunales de excepción. La policía era política y tampoco estaba constreñida por la ley. Los derechos eran objeto de declaraciones retóricas y eran inexistentes por su inefectividad.
Se ha dicho que expresaban un “constitucionalismo cosmético”4. La dictadura era un Estado con ley, pero no un Estado de derecho, mejor un Estado con derecho administrativo –título que merecía por las dos leyes estandartes de la alta juridicidad de la dictadura, la reguladora de la jurisdicción contencioso-administrativa, de 1956, y la de Régimen jurídico de la Administración del Estado, de 1957– pero sin derechos humanos ni límites al poder. Era una legalidad en sentido débil o formal, pues la norma general se limitaba a establecer la potestad de actuar de los órganos del Estado, distribuía las competencias y establecía el procedimiento para dictar actos con eficacia jurídica. Pero no limitaba los poderes públicos, ni la ley era dictada por un parlamento elegido por el pueblo, ni se reconocían los derechos y libertades fundamentales, y no existía separación de poderes ni jueces independientes. Bien diferente su diseño institucional, y no digamos sus prácticas, a la noción de estricta legalidad propia del estado constitucional, que significa establecimiento de límites, prohibiciones y obligaciones con el fin de someter a todos los poderes públicos, incluso al legislador, a leyes generales y abstractas que reconocen y tutelan los derechos fundamentales, confiándose el control, tanto de la subordinación del poder al derecho como de la protección de los derechos, a jueces separados e independientes5.
Las diferencias son tan notables que exigirían de los juristas una mayor sensibilidad para trazar una frontera entre la legalidad que resulta de la Constitución de 1978 y la que le precede, propia de un estado de cosas inasumible. Lo que debería llevar a afirmar sin problemas la nulidad por derogación constitucional de todo acto legislativo, judicial o de gobierno anterior que vulnere los derechos fundamentales. Como sabemos, no ha sido así. De ahí la primera sorpresa ante la dificultad de los juristas para acotar el ordenamiento jurídico político del franquismo –un régimen de hecho, un Estado policía, cuya legitimidad se sustentaba en una rebelión militar contra la legalidad democrática– del Estado constitucional de derecho. La principal consecuencia de esa consciente confusión ha sido precisamente la impunidad de los crímenes de la dictadura, que ha propiciado la irretroactividad de los derechos fundamentales y de la normatividad de la Constitución, sacrificada en el altar de la seguridad jurídica y del “imperio de la ley” –que no regía en la dictadura– dejando al margen la vigencia y expansión de los derechos y de sus garantías. Una extraña sensibilidad que acepta como definitivo lo que solo era mera apariencia de legalidad y que no tiene en cuenta que la dictadura se desenvolvió con lo que Ballbé denominó una dualidad de ordenamientos jurídicos o un sistema de doble nivel6. De un lado, si se quiere emplear una metáfora espacial más apropiada, en la planta de arriba del cuartel en que convirtieron a España después de la reorganización de la nación que acometieron con éxito, había un ordenamiento ordinario con un catálogo de leyes con declaraciones formales de respeto a los derechos, porque siempre contenían en su propia definición la negación del derecho, es decir incluso en su consideración aislada eran ley sin derechos. Los españoles podrán reunirse y asociarse libremente para fines lícitos y de acuerdo con lo establecido en las leyes, decía el artículo 10 del Fuero de los Españoles –la tercera Ley Fundamental de la dictadura–, siendo la única actividad asociativa lícita la que controlaba el Movimiento Nacional; los españoles podrán expresar libremente sus ideas, seguía el artículo 12, mientras no atenten a los principios fundamentales del Estado. Las leyes y los principios eran incompatibles con los derechos y libertades fundamentales y su ejercicio era perseguido de acuerdo con esa legalidad porque era constitutivo de delito, de asociación o de reunión ilícitas, propaganda ilegal, sedición y otros. No había derecho de sufragio, al margen de los “referéndum de la nación” manipulados. No había separación ni divorcio en el matrimonio canónico, único reconocido. La sindicación de los trabajadores era obligatoria en el Sindicato Vertical, la huelga y la libre sindicación eran otros tantos delitos, aquella de sedición. Cuando dejó de ser necesario el salvoconducto para circular, la obtención del pasaporte se condicionaba a la inexistencia de antecedentes penales. La detención por delito conllevaba el despido procedente por ausencia injustificada del puesto de trabajo. Se persiguieron las lenguas minoritarias, el catalán, el euskera y el gallego. La mujer tenía una posición subalterna en la familia, estaba incapacitada y subordinada a la autoridad del marido o a la del padre, el aborto era delito; la libertad sexual no existía y en reclusión se encontraban seres humanos por su mera orientación sexual7. Un cuadro completo de negación y vulneración sistemática de los derechos humanos, aunque faltan muchos datos para dibujar el perfil preciso del Estado de la dictadura y de su “ordenamiento constitucional abierto”.
De otro lado, en la planta inferior la dictadura contaba con un ordenamiento marcial compuesto por todo un conjunto de técnicas del derecho militar, propias del estado de guerra, que no fue expresamente derogado hasta 1948, según estudió Ballbé. El orden público y la represión política siempre estuvieron gestionados por el Ejército, del que formaban parte la Guardia Civil y la Policía Armada. Aunque se pretendiera aparentar que la relación entre ambos niveles de legalidad era fruto del equilibrio entre la excepción y la regla, propio de todo ordenamiento, la excepción fue la norma de la dictadura y la declaración de los numerosos estados de excepción una medida política empleada para atemorizar a la población. El estado de excepción –once fueron declarados entre febrero de 1956 y abril de 1975– conllevaba la suspensión de ciertos derechos, como la inviolabilidad del domicilio, asociación, expresión y habeas corpus, que de hecho carecían de efectividad incluso dentro del estrecho contenido que la ley les reconocía por ausencia de garantías frente a la arbitrariedad. La dirección del orden público se desenvolvía con técnicas militares, en el contexto de la preponderancia de la justicia militar, con una policía política sometida a dicha disciplina e integrada formalmente en la institución castrense. Comparecen todos los rasgos del Estado policía o de facto, sin constitución. Recordemos que la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano de 1789, fruto de la revolución francesa, afirmaba que no tiene Constitución toda sociedad en la cual la garantía de estos derechos no está asegurada, ni determinada la separación de poderes.