Читать книгу Contra la política criminal de tolerancia cero - María Isabel Pérez Machío - Страница 98
II. HACIA UN CAMBIO DE PARADIGMA EN EL CONCEPTO DE SEGURIDAD
ОглавлениеA las incertidumbres propias de las transformaciones hasta aquí expuestas, hay que añadirle el hecho de transitar, en lo que a la seguridad respecta, por las arenas movedizas de las definiciones imprecisas y cambiantes. El concepto clásico de seguridad permanece anclado en la idea de la seguridad del estado, lo que nos remite a la imagen del Estado protegiéndose de sus propios ciudadanos, y en especial de aquellos que pretenden transformarlo desde fuera o directamente derrocarlo. Estamos ante la clásica lucha entre violencia fundadora y violencia conservadora de derecho (BENJAMIN 1991); entre quienes, tras instaurar un Estado (cosa que sólo se logra derrocando el preexistente mediante una determinada cantidad de violencia) pretenden preservarlo (a toda costa) frente a aquellos que, actuando como quienes instauraron el estado vigente, pretenden derrocarlo, también mediante una determinada cantidad de violencia como veremos más adelante.
Dicha seguridad tiene por sujeto al propio Estado, y relega al ciudadano a una función secundaria de comparsa, o primaria de enemigo; lo que se refleja por ejemplo en los códigos penales tradicionales, cuya razón de ser es el mantenimiento de la autoridad estatal frente a quien la niega mientras que la víctima en sí apenas está contemplada. Recordemos la penalmente famosa dialéctica hegeliana, basada la negación por parte del derecho de la previa negación de la norma efectuada por el delincuente y cuya síntesis la constituye “la eliminación del delito –que de otro modo sería válido– y la restauración del derecho” (HEGEL 1999 §99:185). El castigo es consecuencia de haber negado el poder del Estado para imponer la norma, el derecho. Es justamente esta semilla la que ha permitido, asimilando Estado y derecho, el desarrollo del derecho penal del enemigo (JAKOBS y CANCIO 2006), consecuencia lógica de considerar al delincuente como el que se opone al Estado.
Este mecanismo de autodefensa estatal provoca una demanda de seguridad ante nuevas angustias y ante viejos temores exacerbados por la realidad y todavía más por los medios de comunicación que se hacen eco de oscuros intereses de perversas estrategias de control a través del miedo (SIMON 2007). No obstante, y desde hace unos años, todo este entorno empieza a estar muy cuestionado por el desarrollo de una conciencia sobre los derechos humanos y la seguridad, en buena medida provocada por la percepción de la insostenibilidad a escala planetaria de un determinado sistema de vida y de un modelo de producción capitalista extractivo y destructor.
El problema que plantea este nuevo enfoque de la seguridad es el de su estiramiento conceptual, es decir el incremento desmesurado de los objetos a los que la palabra se aplica (SARTORI 1994:39). Si el proceso de ampliación simplificación acaba convirtiendo la seguridad en una respuesta al miedo de sufrir un daño o una merma, entonces seguridad es todo, y se culmina un proceso de banalización que inhabilita al propio concepto.
Este es el riesgo que corre el concepto de seguridad humana, introducido en el Informe sobre el desarrollo Humano elaborado por el Programa de Naciones Unidas para el desarrollo (PNUD 1994:22 y ss., LEAL 2005, KRAUSE 2005, PÉREZ DE ARMIÑO 2006, FONT y ORTEGA 2012). Pero a pesar del riesgo, vale la pena asumir y desarrollar tal concepto, en la medida en que supone un cambio de paradigma, que sitúa a la persona como centro y sujeto principal de interés de la seguridad, desplazando al Estado de dicha posición y vinculando seguridad con desarrollo humano y respeto a los derechos humanos. Diversos son los análisis que en la actualidad se están llevando a cabo entorno al concepto de seguridad humana, y su desplazamiento axial del Estado al ser humano y la universalización de los derechos que defiende, la hace más apta a los planteamientos de la globalización.
Pero la reapropiación de la seguridad por parte de la ciudadanía, que conlleva la exigencia de coproducción de políticas de seguridad, entraña también el peligro de desresponsabilizar hasta cierto punto a un Estado que, hasta ahora, había impedido el acceso del ciudadano a las políticas de seguridad, asumiendo el monopolio de las mismas, y creando al mismo tiempo un altísimo grado de frustración ciudadana al defraudar las expectativas y no dar respuesta por si solo a las nuevas necesidades de seguridad que se abrían paso. Ello es debido a que el concepto estatal de seguridad se centra de manera casi exclusiva en el orden público, y solo de manera subsidiaria, en el servicio efectivo a las necesidades de la ciudadanía (servicios que por otra parte carecen de prestigio alguno entre las fuerzas de seguridad, cuyos ascensos y medallas son mayoritariamente consecuencia de la investigación criminal o la desarticulación de grupos o tramas consideradas peligrosas para el Estado).
En ese marco, la única corresponsabilización que se permite al ciudadano es la protección de sus bienes mediante la contratación de seguridad privada (rejas, alarmas…) o la adopción de medidas autorrestrictivas (no salir de noche, no frecuentar determinados barrios etc.). La manipulación y el control de los umbrales de seguridad (la zona de confort en que una sociedad se siente segura a pesar de dar cobijo a determinados niveles de lo que podría considerar inseguridad) por parte de intereses económicos y políticos, ha dado pie al crecimiento del floreciente negocio de la seguridad privada y a la posibilidad de instrumentalización política de los miedos, especialmente a través de los distintos populismos que han ido apareciendo durante las últimas décadas.
Se trata en síntesis de inocular y mantener la cantidad de miedo necesaria y la sensación de desamparo y desconfianza institucional suficientes en una sociedad para que esta lleve al límite su dependencia y su demanda de seguridad pública y privada, pero sin llegar a la ruptura total del “orden” establecido, cuyos efectos serian disgregadores, contraproducentes, y tal vez el germen del deseo de un orden nuevo o distinto. Estamos pues ante una manipulación calculada y a gran escala, que supera con mucho la idea de gobernar a través del crimen en el sentido ya citado de Simon, y nos tendríamos que situar ante la idea de gobernar a través de la amenaza, de la coacción, del negocio calculados para conseguir el sometimiento colectivo (RECASENS 2014).
Ello nos lleva a una reformulación del orden establecido basado en las citadas premisas, pero la existencia/creación de un orden no es más que la imposición de un determinado concepto de orden como orden único o al menos, como orden prevalente. Tomar una parte por el todo, constituye en este caso una sinécdoque, cuyo objetivo es la reducir complejidad. Instituye un subjetivismo problemático, especialmente cuando no constituye algo mayoritariamente querido, y por lo tanto resulta poco democrático. Es en este punto que cabe situar el empeño del estado por eludir el control y las garantías del sistema penal, para llevar el tema del orden público al ámbito administrativo (SELMINI 2020) y promulgar unas normas que tratan de trazar las directrices de un orden determinado (MUÑAGORRI y CASARES 2009) cuya plasmación la constituyen las leyes conocidas como “de seguridad ciudadana” o “leyes mordaza” (HUERGA y BUSQUETS IZQUIERDO y ALARCÓN 2019).
Esta construcción de un orden y de un relato nos sitúa en un determinismo reductor y excluyente de la complejidad, que genera una fortaleza, un reducto pretendidamente inexpugnable para preservar el poder amparado en el Estado y sus instituciones, tal y como se han ido configurando a lo largo de las distintas etapas de conformación de Estado moderno. Se trata de un determinismo que se reduce a un solo Estado, una sola cultura, un solo orden. España constituye un buen ejemplo de lo dicho, por su concepto unitario de Estado heredado de la dictadura y reforzado por la fuerte persistencia del totalitarismo franquista en el llamado estado profundo del que forman parte estructural la institución judicial y la policial, entre otras, y que informa sustancialmente el sistema de justicia criminal en sus niveles estratégicos.