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Prólogo

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Apasiona tanto como desconcierta seguir el rumbo de la jurisprudencia (civil, administrativa) relativa a la responsabilidad objetiva o por riesgo. Muchas veces da la sensación de que se trata de una representación hecha para contentar a un auditorio, pero cuya realidad es la contraria a la que expresa.

Millones de páginas escritas por fundadores y secuaces del Law & Economics explican y reexplican la razón y las ventajas de la strict liability. Hay actividades peligrosas socialmente beneficiosas o socializadas hasta un punto que no pueden ser sin más prohibidas. Estas actividades producen daños típicos y estos daños se pueden reducir sólo hasta un punto aplicando la diligencia debida. Más allá de este punto, o no es posible o no es rentable seguir empleando una diligencia creciente. Los daños se producen típicamente y se siguen produciendo. Como el Derecho de daños tiene como objetivo reducir en lo posible el coste total social de estos daños, la responsabilidad objetiva adquiere su razón de ser, porque, no pudiéndose conseguir la deterrence mediante la exigencia de una diligencia debida, se consigue hasta un límite disminuyendo el número de daños merced a la imposición de un coste al operador, que en el límite servirá para que decrezca el volumen de actividad y, por ende, de daños.

Cuando nos manejamos en este país con la responsabilidad por riesgo, y a poco que profundicemos, advertimos que el sistema expuesto es contrafáctico. Dejando de momento fuera los animales, las piscinas y los geriátricos –que están ahí-ahí– la única responsabilidad objetiva que cuenta es la de los servicios médicos del art. 148 LCU y, más general, la sedicente responsabilidad objetiva de la Administración por el “funcionamiento normal” de los servicios públicos en la Ley 40/2015, y preferentemente los sanitarios. No sólo se trata de una actividad socialmente útil, sino que comunitariamente hay consenso en que su oferta y praxis debe ser incrementada sin límites. En España no se puede decir a un centro sanitario público o privado: respondes objetivamente de las infecciones nosocomiales que ocurren en el quirófano, porque de esa manera vamos consiguiendo que se reduzca la práctica de la medicina hospitalaria, gracias a los crecientes costes de responsabilidad. Queremos más servicios sanitarios (y mejores) y queremos todos los daños típicos que esta expansión genera, siempre que lo paguen otros. Como el argumento procedente no se puede siquiera sugerir, la jurisprudencia militante de la moderna teoría de la responsabilidad por riesgo incurre una y otra vez en una farsa argumental que seguramente opera en el subconsciente de los jueces y de la que no son sabedores, a saber: en el ámbito de los servicios públicos o colectivamente esenciales, ninguna otra argumentación se sostiene sin escándalo salvo aquella que imputa el daño a la existencia probada o presumida de una culpa efectiva. Merced a eso, la fractura del discurso queda restaurado: si hubieras actuado bien, no se te impondría esta indemnización; no te quejes de que te estás comiendo tú todos los costes del sistema social, porque no pasaría eso si pusieras un poquito más de cuidado, y eso siempre está en tu mano alcanzarlo. Naturalmente, no se hacen consideraciones de costes ni se cuestiona si el daño evitable con esa diligencia material es más o menos costoso en términos sociales que el daño de la diligencia incremental. Merced a que esta consideración de costes nunca se hace, se puede seguir condenando a responsabilidad por falta de diligencia en casos en que era socialmente ineficiente invertir un euro más de diligencia, que no habría tenido utilidad marginal para la cosa en cuestión: reducir las infecciones inevitables por elementos patógenos naturalmente presentes en un quirófano. Y eso es lo que hizo la renombrada STS 1ª. 446/2019. Mucha historia, pero al final digo que te condeno por culpa.

Tomemos distancia del sector de los servicios médicos. Nos vamos a Cerdanyola del Vallés y a la sentencia mediáticamente impresionante de URALITA (STS 1ª. 141/021). Larga y educativa sentencia, bien escrita, bien estructurada. El esfuerzo del magistrado ponente (encomiable) era excesivo, porque todos sabíamos que URALITA iba a ser condenada en ese pleito colectivo de personas de varia condición que habían contraído el cáncer pulmonar al que conduce la exposición duradera a la asbestosis. Da igual lo que se dijera y cómo se dijera. La empresa no debería haber recurrido en casación, porque todo el pescado estaba ya vendido. La sentencia es interesante por diversas razones, que he expuesto en una pequeña nota publicada en la plataforma de CESCO. Lo que ahora importa, empero, es determinar qué tipo de responsabilidad rige el caso. La sentencia hace una completísima exposición y resumen de la entera doctrina jurisprudencial relativa a la responsabilidad por riesgo. Evidentemente, ya presentíamos que la empresa iba a ser condenada por riesgo, no por culpa. Pero nos ocurre como con los daños nosocomiales, y a partir de un momento empiezan a cargarse las tintas sobre la incuria, imprevisión, de la empresa titular. Todo podía haberse previsto o/y evitado con un poco más de diligencia. Y una vez más el tránsito del riesgo a la culpa era argumentativamente necesario. ¿Por qué? Porque si nos situamos y no salimos de la responsabilidad por riesgo, o debería haberse prohibido la producción de Uralita (extremo que nadie con sentido común puede proponer en términos retrospectivos) o debería haberse impuesto el coste de una strict liability con objeto de que disminuyera el volumen de la actividad contaminante. Una reducción de la producción y comercialización de uralita era, empero, socialmente inaceptable. Porque en el fondo, un poco más de diligencia equivale a cerrar. Todos los que reclamaron responsabilidad eran obreros, ex obreros, familiares de obreros muertos, insiders en fin del grave mal. Con seguridad, habían emigrado de la España profunda al Vallés en los años del hambre, buscando un futuro para ellos y los suyos. Ninguno hubiese hoy renunciado retrospectivamente a ese puesto de trabajo que acabó matándolo. Ellos eran parte del riesgo, lo que comporta que de alguna manera económicamente traducible habían sido ya compensados por la internalización de ese daño. Imaginemos que la empresa hace valer una compensatio lucri cum danno, que hubiera sido una estrategia razonable. Terrible. En cambio, el argumento de la culpa emplea el discurso socialmente aceptable. Los trajiste de la España profunda y los dejaste morir por tu codicia, por tu malicioso silencio, por tu incuria.

Total, que en la España actual, y salvedad de sectores marginales en los que la cosa se reduce a condenar a un desgraciado de poco impacto, la responsabilidad objetiva o por riesgo no puede combatir con la responsabilidad por culpa. La responsabilidad por riesgo es un argumento dominado. Bien lo saben los magistrados de la Sala 3ª., que desde años han descabalgado sin pudor la supuesta responsabilidad objetiva por funcionamiento normal de los servicios, y han huido al cómodo y socialmente aceptable expediente de la infracción de la lex artis. Razón de ello: ya, ya, en los tiempos del insigne maestro GARCÍA DE ENTERRÍA eran pocos y baratos los servicios públicos y era mucha la miseria social y económica; se podía decir lo que dijo el maestro al respecto. Pero en una sociedad pretendidamente del bienestar, con el volumen y coste actual de los servicios públicos, que pesan sobre los deficitarios presupuestos de las Administraciones públicas, un sobrecoste, se dice, por todos los daños ínsitos al modelo de procura colectiva, sería poco menos que convertir a la Administración en el garante universal del bienestar y de la incolumidad de las personas. Al respecto, siempre me gusta recordar la fundamentación bizarra empleada por la STSJ 237/2017, Madrid, Contencioso administrativo, para negar a la señora una indemnización del daño sufrido por el sacrificio de su perro, acometida por los servicios públicos, por el riesgo de que pudiera contaminar a los humanos el entonces temido Ébola. Como los servicios públicos actuaron correctamente al sacrificar el perro, siguiendo protocolos sanitarios vigentes, la dueña se encontraba en una situación de deber jurídico de soportar. Según la Ley 40/2015, cuando este deber se impone, no se responde, pues no existe antijuricidad. ¿Pero qué es lo que tenía que soportar la señora? Claramente, que le mataran el perro, pero no que pudieran hacerlo sin pagar por ello. El argumento de la Sala en este punto (en general yo también creo que la demanda debía ser desestimada, pero esto es otra cosa) conduce a resultados tan perversos, si se extrema, como que, puesto que un funcionamiento normal de los servicios públicos irroga en el ciudadano un deber de soportar la existencia y funcionamiento de tales servicios, también le adosa el coste individual de los mismos, y no debe ser indemnizado por los daños de funcionamiento no anormal. ¿Qué no pasa esto que acuso? ¿Qué exagero? Déjeme usted que le cuenta la historia de la responsabilidad administrativa y el COVID…

O mejor no. Que todavía tengo que hablar de este libro que prólogo, y que dedica sesudas páginas al último extremo mencionado, porque hemos tenido la suerte que este libro que presento haya sido producido en tiempos del COVID-19.

María Zaballos Zurilla es otra de las buenas juristas que han producido las aulas y el magisterio en la UCLM. En este caso, con la singularidad de haber desarrollado una formación dual, en el área de Derecho Administrativa como becaria de investigación mía y haber realizado una tesis doctoral sobre responsabilidad sanitaria de la Administración bajo mi dirección y la del catedrático de Derecho Administrativo José Antonio Moreno Molina (¡que también fue alumno mío en la primera promoción de la Facultad de Derecho de Albacete!). Ha sido María y es, además, una colaboradora eficacísima en CESCO, a la que he encargado complejos temas de Derecho Público de los consumidores. Es hija, por fin, de una discípula mía también catedrática, dicho esto para que nadie se moleste en averiguar que en estas lides soy abuelo.

Si está bien pensado y bien escrito, como es este caso, nunca está de más otro libro sobre responsabilidad civil sanitaria de la Administración Pública. En términos generales, éste es el mejor entre los que hay en el mercado, sin necesidad de otra prueba sino la constancia de que trata de todos los extremos de la materia y está actualizado al tiempo del COVID, con todo lo que ello supone. El lector que desee encontrar literatura, moderna o antigua, jurisprudencia, moderna y antigua, tiene aquí un tesoro.

Quiero destacar como especialmente recomendables los siguientes apartados de esta obra. El tratamiento de la antijuricidad del daño (la causa de todos los problemas constructivos) es amplio, agudo, con un grado de penetración mayor (perdónenme los colegas) que lo que es habitual leer en publicistas. Muy sugerente también el discurso sobre la pérdida de oportunidad y la infracción de la lex artis, y el tratamiento de consentimiento informado en la caracterización del funcionamiento anormal. Está todo lo que hay en materia de daños nosocomiales, y el apartado relativo al Derecho sanitario en la legislación de consumo es muy bueno. Aunque no comparto su (amplio y detalladísimo) tratamiento de daños causados por el COVID 19, reconozco que me ha hecho pensar y me ha ilustrado. Lo relativo a la contaminación acústica parece “metido con calzador” en el contexto de la obra, así como la lesión de la salud por daños medioambientales. Pero en algún sitio tenía que contarse, y yo lo he aprendido por primera vez leyendo esta obra. No comparto su doctrina del daño por funcionamiento normal, pero no es una crítica, sino algo que me pasa con el resto de la doctrina, a la que de alguna manera debe prestar tributo María, porque es con ellos, y no conmigo, con quienes va a hacer carrera.

Lector, además, se lee bien.

Ángel Carrasco Perera

Responsabilidad por daños a la salud: actos sanitarios y contaminación acústica

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