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5. Margot
ОглавлениеEl despido de la señorita Carpenter, nuestra profesora de Educación Física, a una semana de terminar el curso, causó tal revuelo en el instituto que no se habló de otra cosa en toda la semana. Sus ideales no iban en consonancia con el colegio católico en el que yo estudiaba; había normas no escritas entre el profesorado, y ella se las había saltado todas por el simple hecho de hablar sin pelos en la lengua con las alumnas.
Fue una noticia terrible. Era la mejor persona que había conocido en mis dieciséis años.
—Se lo tiene merecido —dijo mi madre mientras disponía las láminas de lasaña en una bandeja—. Me han dicho que las niñas de primer curso la vieron en las duchas del vestuario ¡desnuda! ¡Qué vergüenza!
—¡Oh, sí, qué vergüenza! —ironicé. Picoteé unos trocitos de queso que había en un plato, pero mi madre lo apartó con un gruñido—. Debería ducharse vestida. ¡Qué desfachatez!
—¡Margot! Te prohíbo que me hables en ese tono. El sarcasmo no es propio de una señorita. —Emitió un suspiro de exasperación y se llevó la mano a la frente—. No sé por qué me esfuerzo en hacerte comprender. ¡Eres una niña!
—No soy una niña, madre. Y la señorita Carpenter era…
—¡Da igual! No quiero seguir hablando de esa mujer. El claustro ha hecho bien en cesarla. No era una buena influencia. —Quise protestar, pero no me dejó—. ¡No, Margot! Ni una palabra más. Me has provocado jaqueca. Prepara la comida, voy a echarme un rato.
Así terminaban todas las conversaciones con mi madre, con jaqueca, con censura, con prohibiciones que solo conseguían que me interesara más por los temas que ella evitaba. ¿Por qué no podía ser como la madre de Dotty? Con la señora Baker se podía hablar de todo, incluso de sexo.
También se podía hablar de todo con la señorita Carpenter. De hecho, era algo que algunas alumnas hacíamos con frecuencia.
—Tenéis que pelear por lo que deseáis en la vida, chicas. Sed persistentes —nos dijo—, sea cual sea el objetivo, no dejéis de perseguir vuestros sueños.
Su consejo me caló hondo. Pelear por lo que quería era mejor que esperar sentada. Si no hacía algo, un día me levantaría de la cama y me habría convertido en mi madre.
Ese pensamiento me sobresaltó. Cualquier chica desearía ser como Margaret Addams. Era una mujer guapa, distinguida y se había casado con un hombre atractivo con un buen sueldo. Vivía en un barrio muy próspero y se jactaba de ser una buena esposa, una buena madre y una ciudadana comprometida con las necesidades de los más desfavorecidos. Era la forma elegante que tenía mamá de definirse a sí misma delante de sus amistades. Y sí, era buena esposa, tan buena como cabía esperar. Y sí, también era solidaria: donaba toda la ropa vieja a los pobres. Pero buena madre… Una buena madre no se arrepentía de haber tenido una hija avispada.
No, definitivamente, yo no sería nunca como ella.
Condimenté de más la lasaña perdida en mis aspiraciones de futuro. Quería ir a la universidad, estudiar Historia del Arte, trabajar en un museo, ser independiente, viajar, ver mundo… ¡Todo lo que horrorizaba a mi madre! Ella rezaba para que encontrara a un hombre de buena posición social que me metiera un poco de sensatez en la cabeza. Casarme, tener hijos, ser la esposa ideal… No era un mal plan, pero corrían tiempos de cambio. La década de los sesenta había impulsado muchos cambios en la sociedad, los setenta habían empezado con fuerza y yo ya me sentía parte de esa corriente de libertad que me arrastraba fuera del convencionalismo de mi familia.
Metí la lasaña en el horno y recogí la cocina mientras soñaba despierta, como pasaba la mayoría de las veces. Unos minutos después, el olor del queso fundido y del sofrito me despertaron el apetito y rebañé la sartén con un dedo para probar los restos de carne y tomate.
—Creo que me he pasado con la sal. —Volví a probarla y asentí de acuerdo conmigo misma.
Me acordé del bombero de inmediato. Al chico de los ojos del color del verano le gustaba lo salado. ¿Qué opinaría de mi comida?
«Ve a descubrirlo. Sé tú misma. Sé valiente. Sé libre, Margot».
Esperé a que la lasaña estuviera bien horneada y aproveché que mamá dormía para acercarme al parque con un buen trozo. No sabía qué iba a decir, Dotty era la que siempre llevaba la iniciativa en nuestras locuras, pero me sentí muy viva al aventurarme sola en aquella experiencia. Y muy asustada cuando me vi a las puertas del parque de bomberos.
«Dar marcha atrás es de cobardes, Margot».
No había nadie a la vista cuando entré, y mi idea de llevarle la comida a un chico con el que no había intercambiado ni dos frases empezaba a parecerme una completa tontería. Sin embargo, la curiosidad me empujó hasta las imágenes expuestas en la entrada; me entretuve demasiado y, cuando quise salir de allí, ya era tarde. El camión atravesó el portón y me impidió la retirada.
—¡Mirad quién ha vuelto! —exclamó uno de los bomberos—. Es la chica de los bizcochitos de chocolate. ¿Qué nos has traído hoy, bonita?
Bromearon sobre mi atuendo de colegiala, pues no me había quitado el uniforme, y se rieron de mis trenzas y de mi sonrojo. Pero no se acercaron a mí, tenían que dejarlo todo preparado por si surgía otra emergencia, y eso me dio la oportunidad de observarlos. Eran grandes y fornidos, con maneras toscas y un sentido del humor que no entendí, pero me parecieron simpáticos.
Todos sonrieron al verme. Todos menos uno.
—¡JC, espabila! Hay cuatro mangueras para enrollar —le ordenaron de malas formas.
«Se llama JC», me dije. ¿Qué nombre esconderían esas iniciales?
A él no le sentó muy bien el toque de atención. Bajó del camión y dio un portazo tan fuerte que me tembló la lasaña en las manos.
—¿Qué haces tú aquí? ¿No deberías estar en el colegio?
—Te he traído algo de comer. Es salado.
—¿Qué? —preguntó sin comprender.
—Que te he traído la comida —dije un poco más alto—. Dijiste que te gustaba más lo salado, así que…
—¿Me has traído la comida?
—Sí, lasaña. La he hecho yo —declaré, orgullosa, y le tendí la fuente de cristal—. Hay para dos, por si quieres que te acompañe.
Las risas de sus compañeros lo pusieron de peor humor.
—Vete a jugar a las casitas a otro sitio, ¿quieres?
Se me borró la sonrisa, me ardieron las mejillas y bajé la mirada. Estaba muy avergonzada. Podría haber salido corriendo, pero mis pies decidieron quedarse allí plantados y aumentar la humillación. Apreté los labios para que no me temblara el mentón y respiré de manera entrecortada. Yo solo quería llevarle algo de comer…
—No te preocupes, bonita, si él no se lo come, lo haremos los demás —intervino el que parecía más viejo—. Trae aquí, veamos qué es lo que huele tan bien.
Alargó la mano para coger la lasaña, pero JC se le adelantó. Emitió un gruñido de advertencia hacia su compañero y me arrancó la fuente de las manos.
—Ahora, fuera de aquí.
¿Por qué me hablaba así después de aceptar mi comida? Era muy descortés. Le fruncí el ceño y le dediqué una de mis miradas airadas. No podía ser tan grosero.
—Decir «gracias» sería lo apropiado.
Abrió los ojos, sorprendido por mi reproche, y, a continuación, los entrecerró y se acercó mucho. Demasiado. El corazón empezó a latirme más y más fuerte, las manos me sudaban, las rodillas me temblaban… Se detuvo tan cerca que pude percibir el olor de su sudor mezclado con el aroma acre que llevaba impregnado en la camiseta.
—Me da igual lo que tú creas. Fuera. De. Aquí. Ya. —Señaló el portón con ímpetu—. Este no es lugar para una niña.
—No soy una niña.
—No es una niña, novato. ¡Es toda una mujercita! —voceó otro bombero con un tono de burla muy desconsiderado—. Y te ha traído la comida. Deberías recompensarla.
—Le compraré una piruleta la próxima vez que vaya a la feria —pronunció despacio sin apartar los ojos de los míos.
«¿Cómo? ¿Una piruleta?».
Sentí que me ponía aún más colorada al tiempo que me crecía una furia incontenible en el pecho. Se estaba burlando de mí, y su comentario había desatado las carcajadas del resto de los bomberos presentes.
Ese chico era un insolente y no se merecía ni mi lasaña ni un solo segundo más de mi tiempo. Apreté los dientes e intenté alcanzar el recipiente de cristal, pero fue más rápido que yo y esquivó mis intenciones con un movimiento ágil. Lo volví a intentar con más empeño, pero solo conseguí convertirme en el espectáculo del día.
Al final, me di por vencida y salí corriendo. Sus risas me acompañaron hasta cruzar la acera y más allá de la tienda de ultramarinos de la familia Odrey. Antes de doblar la calle, miré hacia atrás y lo vi. Permanecía de pie en la puerta del parque, muy quieto, serio, con esos misteriosos ojos azules puestos en mí.
Pese a la distancia que nos separaba, nos mantuvimos la mirada unos segundos.
Después de cómo me había tratado, ¿qué hacía ahí plantado?
Me aparté una trenza del hombro con un ademán y enderecé la espalda.
«Dignidad, ante todo, Margot», me recordé, decidida.
Y luego… Luego le saqué la lengua.
Y él… Él sonrió.