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17. Margot

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Antes de marcharse con aquel chico en el coche, Tanya nos confesó que había empezado a tomar la píldora anticonceptiva. ¡Era imposible! Solo las mujeres casadas podían tomarla.

—Me la da mi hermana. A ella se la recetó el médico después de su segundo hijo. Su marido no quiere una familia numerosa, pero mi hermana quiere una niña y no se la toma, así que lo hago yo.

Eso le permitía mantener relaciones con cualquiera sin miedo a las consecuencias.

El alcohol, la marihuana y la conversación sobre sexo libre sin riesgo de embarazo animó la noche. Los chicos, que hasta el momento se habían mantenido en un aparte, se acercaron a la hoguera, eligieron a sus presas y comenzó el cortejo. Hacía un calor sofocante y las más atrevidas empezaron a deshacerse de algunas prendas. Iban dispuestas a meterse en la laguna de Washington Park, con o sin ropa, pero acompañadas, desde luego.

Roxanne y Alison fueron las siguientes en desaparecer. Me quedé hablando con Bethany hasta que Marcus Saffor, el quarterback del equipo del instituto de Dotty, le metió la lengua hasta la garganta mientras me miraba a mí fijamente. A ella le hizo mucha gracia el manoseo por debajo del vestido, incluso permitió que él le sobara un pecho hasta dejarlo a la vista de los demás, pero a mí me pareció espantoso.

No había bebido mucho y tampoco había probado las galletas que circulaban de mano en mano. Llevaban algo que hacía reír a todo el que las probaba y yo ya estaba bastante aturdida con el humo de los canutos. Después de la experiencia de Dotty en casa de David Porter, había decidido ser yo la que controlara la situación y no al revés.

Pero el ambiente era excitante y ver a mis amigas besarse de esa forma me alteraba el pulso. Me escocía la piel en sitios muy concretos: los muslos, el cuello, los pechos…

—¡Cincuenta pavos a que no te follas a la virgen! —le gritó un chico a otro, los dos bastante borrachos.

—Tendrás que dejarme el coche. No creo que le guste que la miren. ¡Las llaves! —Le tendió la mano y el otro le puso el llavero en la palma—. Vuelvo dentro de una hora.

La virgen era yo. El chico, Eugene, «aliento de cebolla», que se abalanzó sobre mí como si fuera su regalo de cumpleaños. Le di con la rodilla en todas sus partes en cuanto me puso las manos en los hombros para besarme.

—¡No seas así, Margot! —me gritó Bethany sin parar de reír—. ¡Es una fiesta!

Pero yo no me lo estaba pasando bien y quería irme. El problema era que iba a dormir a casa de Alison y ella estaba retozando a lo grande en la orilla de la laguna.

Recogí mis cosas y eché a andar hacia las luces de la feria. Las risas de mis amigas me hicieron daño en los oídos y lo último que oí fue algo así como que los perritos calientes no eran mi snack favorito.

Lloré de rabia y de frustración. ¿Por qué no podía ser como ellas? ¿Por qué no podía disfrutar del momento sin más? El sexo no era malo; la madre de Dotty siempre nos decía que nuestros cuerpos estaban hechos para el placer, para el sexo y para disfrutarlos, pero yo no me podía imaginar haciendo lo que hacían Roxanne, Alison o Bethany. Me daba tanta vergüenza…

Eché de menos a Dotty y lloré más. A pesar de las ideas liberales de sus padres, ella me entendía y no hubiera dejado que se rieran de mí. Tampoco me hubiera dejado marchar sola, me habría acompañado y las dos habríamos acabado la noche desternilladas de risa.

Pasé de largo la feria y decidí que llegaría a casa por mis propios medios: a pie. Solo eran un par de millas. Si andaba deprisa, aún podía llegar a una hora razonable y darles a mis padres una explicación creíble. Podría decirles que Alison se había puesto enferma y no era conveniente que me quedara en su casa. O a lo mejor llegaba demasiado tarde como para despertarlos, y no me quedaba más alternativa que colarme en casa de Dotty y esperar a que se hiciera de día para regresar a la mía. La ventana de su cuarto tenía el cierre roto.

—Será un paseo, Margot —me dije para infundirme ánimos.

En realidad, una vez que dejara atrás el jardín botánico, solo tendría que andar en línea recta por Chatham Road. El tramo del parque era el más oscuro y el que más miedo me daba, pero en cuanto llegara a la zona residencial me sentiría más segura.

De pronto, oí el frenazo de un coche muy cerca de mí y me encogí, preparada para el golpe. Un atropello sería el broche final para una noche horrible. Me lo merecía, me merecía todo lo malo que me pudiera pasar. Le había mentido a mi madre, había bebido alcohol, había bailado alrededor de una hoguera a sabiendas de lo que pasaría antes o después. E iba sola, en mitad de la noche, por una carretera que ni siquiera tenía arcén. Me dolían los pies y Eugene me había roto el tirante del vestido, un vestido precioso que ahora estaba manchado por las lágrimas negras que me resbalaban por las mejillas.

—Pero… ¡¿es que pretendes matarme de un disgusto?! —me gritó una voz conocida y muy cabreada. Eso me hizo llorar más. Sobre todo, de alivio—. ¡Maldita sea, niña! ¡Para de andar!

Paré de andar, pero no de llorar. Ya me daba lo mismo si JC me veía así. Para él solo era eso, una niña, una niña tonta que se metía en líos. Daba igual las veces que cocinara para él, daba igual lo que sintiera mi corazón o lo que sintiera el suyo: lo único que él veía en mí era una mocosa de dieciséis años parlanchina que no terminaba de salir del cascarón.

—¿Qué te ha pasado? ¿Qué… qué haces aquí sola? ¿Estás bien? Margot, ¿te encuentras bien? ¿Qué ha pasado?

Me estremecí con un sollozo y me dejé abrazar por JC. ¡Me estaba abrazando! Me estrechó mientras yo me deshacía en lágrimas absurdas. Sus manos estaban muy calientes, todo él irradiaba un calor muy agradable que se me fue colando por debajo de la ropa hasta cubrirme el cuerpo de una fina película de sudor. Apenas había luz, apenas había tráfico y una suave balada de rock sonaba en el coche y llenaba el aire de promesas.

«¿Cómo sería besarlo en este instante?», pensé con los cinco sentidos clamando por él. Solo tenía que girar un poco la cabeza. JC había apoyado el mentón en mi hombro y su respiración pausada me hacía cosquillas en la oreja.

—¿Mejor? —susurró sin moverse. Noté el abrazo con más intensidad y asentí en respuesta—. ¿Vas a contarme por qué vas sola por la carretera y por qué lloras?

No, no iba a decírselo. ¿Para qué? ¿Qué sentido tenía revivir algo tan desagradable cuando estar entre sus brazos era un millón de veces mejor?

Se dio cuenta rápido de que no iba a responderle y me miró de frente.

—Está bien, no tienes que contármelo. —Deslizó los pulgares por mis mejillas para llevarse un par de lágrimas furtivas y me sonrió—. Su chófer particular la llevará a casa, señorita Addams.

Se cuadró como un militar y fingió quitarse la gorra para cederme el paso.

Negué con un movimiento de cabeza y me aclaré la garganta.

—No puedo ir a casa. Mi madre cree que estoy en casa de Alison.

—¿Y dónde está Alison? Da igual, no quiero saberlo. Pero sí quiero saber dónde tenías pensado pasar la noche.

—Iba… Yo iba a colarme en casa de Dotty —dije avergonzada.

—Joder, Margot, no puedes entrar en las casas de los demás como si nada.

—Como si nada, no. Iba a colarme por la ventana.

—¡Claro! Eso es mucho mejor —ironizó—. ¿Y si te ven y avisan a la policía?

—Me da igual.

—Pero ¡a mí no! —Se alejó un par de pasos, como si necesitara espacio para poner en orden sus pensamientos. Después de un minuto eterno, regresó y sus dedos buscaron los míos. Se entrelazaron con naturalidad, como si estuvieran hechos para encajar los unos con los otros—. Ven, vamos al coche. No sé qué voy a hacer contigo.

Deja que entre el sol

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