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15. Margot

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Me dijo que no quería que le llevara más la comida, pero no me dio ninguna explicación. El miércoles cuando fui al parque no estaba, pero había dejado una nota para mí. ¡Una nota!

«No puedes venir más. Espero que lo entiendas».

¡Pues no! No lo entendía. ¿Había hecho algo mal? ¿Su reacción se debía a mi pregunta sobre seducirme? No, no podía ser eso. JC me miraba igual que se miraban los padres de Dotty antes de desaparecer entre risitas. Eso tenía que significar algo, ¿no?

—Margot, tus amigas están en el jardín esperando —anunció mi madre.

Después de cuatro días encerrada en casa dándole vueltas a la maldita nota de JC, había decidido salir a dar una vuelta con algunas chicas del instituto. Me las había encontrado en el súper y habían propuesto ir a la feria de Washington Park.

Las ferias eran los lugares más espectaculares y maravillosos del mundo. Los olores, los colores, las luces, el ambiente, todo era como un estallido de emoción que te impregnaba de ganas de vivir. Mirase donde mirase, se me llenaban los ojos de ilusiones, quería probarlo todo, montar en todo, participar en cada tómbola y llevarme a casa uno de esos osos de peluche que solo conseguían los muchachos que tenían mucha puntería.

—¿Por dónde empezamos? ¿La noria? —pregunté a las chicas.

—¿La noria? —repitió Bethany con estupor—. A la noria solo suben las parejas para meterse mano.

—¡Oh, vaya! —dudé, pero mi entusiasmo no decayó ni un poquito—. Pues vayamos a eso que sube y baja. Parece divertido.

Roxanne y Alison se rieron como si hubiera algo que yo no supiera.

—Las atracciones son para los niños, Margot —me explicó Tanya, la única que ya había cumplido los dieciocho—. No hemos venido a subir al carrusel ni a comer manzanas de caramelo.

—¿No? Entonces…

Roxanne y Bethany enlazaron los brazos con los míos y me arrastraron hasta la pista de los autos de choque, donde un grupo de chicos nos recibieron con amplias sonrisas. Los había visto en el aparcamiento del instituto de Dotty en alguna ocasión, eran un par de años mayores que nosotras. Eran de familias de clase alta, de las que vivían en la zona de Ginger Creek, vestían a la última y se pasaban todo el verano fumando y bebiendo.

Antes de darme cuenta de lo que mis amigas se traían entre manos, ya me habían emparejado con uno de ellos. Se llamaba Eugene y le olía tanto el aliento a cebolla que retrocedí cuando se acercó para besarme en la mejilla.

—¿Quieres que subamos a la noria?

«A la noria solo suben las parejas para meterse mano».

—Tengo miedo a las alturas —mentí.

—¿Y al túnel del terror? —insistió—. Conmigo no tendrás miedo.

Bethany me animó a ir con él con un gesto de la cabeza mientras ella se abrazaba a la cintura del chico más alto del grupo.

—Es que luego tengo pesadillas —rehusé. No era mentira, tenía miedo a la oscuridad.

—Podemos ir a dar un paseo fuera de la feria.

Levantó las cejas, sugerente, y busqué una excusa rápida. Un paseo fuera de la feria era lo mismo que subir en la noria.

—Es que… yo…

Dudé demasiado y Eugene se dio cuenta de que mi problema no era el paseo sino él.

Me quedé sentada en el banco de los autos de choque mientras el chico se marchaba enfadado y las demás parejas se iban cada una por un lado. Los colores, los sonidos, los olores y las sensaciones de la feria me parecían ahora tan ridículos como absurdos. Quería irme a mi casa, pero tenía que esperar a que los padres de Alison vinieran a por nosotras para volver.

De repente, un coche de la atracción chocó frente a mí, muy cerca de mis pies.

—¡Eh, un poco de…!

No terminé la frase. JC me miraba desde un brillante cochecito rojo con una media sonrisa de esas que me aceleraban el pulso y los pensamientos. Llevaba una camiseta blanca de manga corta y unos vaqueros, como la mayoría de los chicos, pero en él todo era mejor.

—Vamos, sube.

Palmeó el asiento a su lado y no me lo pensé. Ni siquiera me acordaba de los cuatro días tan tristes que había pasado en casa por su culpa.

—¿Qué haces aquí? —quise saber. No parecía el tipo de chico que iba a la feria los domingos.

—Vivo cerca y me gusta el ambiente. Hoy ha sido un día duro en el parque y no quería irme a casa tan pronto. ¿Y tú? ¿Qué hacías ahí sola?

Chocamos una y otra vez contra todo lo que se nos acercaba. Era lo que ocurría cuando te dejaban al mando, pero no tenías ni idea de conducir.

—He venido con unas amigas, pero habían quedado con unos chicos y se han ido.

—¿Y tú no has quedado con nadie?

Puso las manos sobre las mías para mover el volante y gracias a eso no chocamos de frente contra el borde de la pista. El tacto cálido y el roce de sus dedos me provocó un estremecimiento que no había sentido nunca, algo eléctrico y muy placentero, algo que me cerró los ojos y me hizo contener el aire más tiempo del normal.

—Había un chico. Le olía el aliento y quería que me subiera con él a la noria. ¡Como si no supiera a qué suben las parejas a la noria! —alardeé, y él se rio con esa carcajada profunda que le nacía de muy dentro.

Dios mío, esa risa era una melodía de amor para mi pobre corazón.

Se nos acabaron las fichas de los coches de choque y me invadió una oleada de vergüenza en cuanto abandonamos la atracción. ¿Qué iba a hacer ahora? ¿Me iba a quedar sola de nuevo? ¿Se quedaría JC conmigo hasta que apareciera Alison?

—¿Quieres un algodón de azúcar? —me preguntó al pasar delante de un quiosco.

—Mejor una manzana de caramelo. Adoro las manzanas de caramelo.

Sonrió como si ya lo supiera, y yo sonreí como si estar allí con él fuera lo más normal del mundo.

—¡Consígale un premio a su novia, joven! —gritó un hombre desde el puesto del tiro al blanco—. ¡Vamos, esa sonrisa bien vale un par de dólares y un oso de peluche!

JC negó con la cabeza y cambió de rumbo. Yo me quedé un segundo de más mirando los muñecos de trapo con pena y él se compadeció de mí. Chasqueó la lengua con fastidio y retrocedió hasta el puesto ambulante.

—Un dólar, cinco disparos; si haces cinco dianas, la sonrisa de tu novia lucirá en su carita durante toda la noche.

—No es mi novia —gruñó JC.

«Ojalá lo fuera», pensé, afligida.

—Pues entonces tienes una hermanita muy bonita.

—No soy su…

Sonó el primer disparo y no falló. No era la primera vez que disparaba, se notaba en la forma de cargar la escopeta contra el hombro. Tenía mucha seguridad en la mirada y no erró ni un solo tiro, ni siquiera cuando el vendedor fingió una repentina tos que hubiera despistado a cualquiera.

—¡Premio para el caballero, premio para la señorita! —anunció el feriante a voz en grito.

Varios curiosos se acercaron para ver el momento en que descolgaba el enorme oso de peluche. Era el que yo quería, el del lazo azul en el cuello. Era suave y blandito, y olía a caramelo.

—Gracias —susurré con los ojos cerrados, abrazada al muñeco.

—No me las des —gruñó de nuevo, y emprendió la marcha sin esperarme.

¿Estaba enfadado? ¿Por qué estaba enfadado?

Me apresuré para ponerme a su altura y hacerle el montón de preguntas que me venían a la mente, pero en el último segundo me detuve en medio del gentío y fruncí el ceño. ¿Por qué tenía que correr detrás de él? Yo no le había hecho nada. Si había alguien con motivos para estar molesta era yo.

La rabia salió a flote y recordé todo lo que había querido gritarle cuando vi la nota que me había dejado en el parque.

Cuando se dio cuenta de que no lo seguía, miró por encima del hombro y se detuvo.

—¿Qué pasa ahora? —preguntó con fastidio.

Era el colmo.

—¡Me dejaste una maldita nota! —le grité—. Si no querías que volviera al parque, deberías habérmelo dicho a la cara. ¡Una nota! ¡Eres un idiota!

Di media vuelta y me dirigí a la salida cargada con el oso de peluche. La gente me miraba con lástima, como si estuvieran presenciando una riña de enamorados y yo tuviera todas las de perder. Me daba igual. Lo único que quería era que JC no viera las lágrimas que me empañaban los ojos.

Apareció a mi lado con paso apresurado y anduvo de espaldas para poder mirarme a placer. Seguía ceñudo y un poco desconcertado por mi cambio de actitud, pero fuera lo que fuera lo que le había molestado se había esfumado. Traté de evitarlo y de mirar hacia otro lado, incluso sorteé a varias personas para poner distancia entre nosotros, pero mi actitud esquiva le resultó muy divertida.

—¿Crees que puedes escapar de mí llevando un oso gigantesco al brazo? Te vería desde la Luna, Margot.

—No estoy escapando de ti, estoy ignorándote, como tú pretendes hacer conmigo.

—¡Yo no te ignoro! Solo dije que no deberías seguir trayéndome la comida al parque. Es lo mejor, Margot.

—¿Lo mejor para quién? —Me planté de repente—. ¿Qué hay de malo en llevarte la comida? Creí… creí que te… gustaba.

—¡Y me gustas, maldita sea! —exclamó, y se aproximó hasta quedar muy cerca—. Pero no puedo distraerme. Sé que no lo entiendes, pero no sé cómo explicártelo.

«¿Le gusto?». Parpadeé varias veces, confundida.

Los sonidos de la feria desaparecieron y el corazón se me llenó de una calidez desbordante. Solo podía ver el azul de aquellos ojos brillantes, solo podía sentir que estaba a punto de flotar.

—¿Te gusto? —JC tragó saliva con dificultad—. Yo… yo me refería a la comida. Creí que te gustaba… mi comida. Pero tú has dicho que te gusto.

Le cambió la expresión al darse cuenta del error, pero ya no podía retractarse. ¡Lo había dicho! ¡Le gustaba! Hubiera dado saltos de felicidad de no ser porque él continuaba sin respirar. Lo mejor era hacer como si no hubiera tenido importancia, porque era evidente que JC no estaba habituado a decirle esas cosas a una chica y empezaba a ponerse nervioso de verdad.

—Margot, yo no…

—Has dicho que te gusto, no lo niegues. —Lo señalé con un dedo y entrecerré los ojos, desafiante.

—Pero ha sido una…

—¿… una forma muy poco romántica de admitirlo? ¡Desde luego! —Levanté el mentón con orgullo y fingí estar un poquito indignada. A continuación, le endosé el oso de peluche y le guiñé un ojo—. Tranquilo, quedará entre nosotros.

Él pareció aliviado y yo no supe identificar la presión que notaba en el pecho: ¿era ilusión o decepción?

—¿Quieres que te lleve a casa?

—¡No! —Pasé delante de él con gesto decidido y le señalé la atracción que teníamos al lado—. Vamos al carrusel. Y luego al sube y baja. ¡Me encanta el sube y baja!

Después de la tarde en la feria, volví al parque cada día a llevarle la comida. No podía impedírmelo y tampoco puso mucho más empeño en disuadirme.

—¿Cuál es tu nombre de verdad? —le pregunté un día a principios de agosto.

Estaba más callado de lo habitual y a mí me ponía nerviosa cuando tenía esos momentos tan silenciosos.

—¿Por qué quieres saberlo?

—Porque no creo que tus padres decidieran llamarte JC sin más. Y porque me gustaría saber cómo te llamas.

Lo pensó entre bocado y bocado de pescado al horno. No era su comida favorita, no le gustaba quitar espinas, pero no podía pasarse la vida alimentándose de mi lasaña, por muy buena que estuviera.

—John Cameron.

—John Cameron —repetí. Era el nombre más bonito del mundo.

Apoyé la mejilla en la mano y me permití soñar unos minutos mientras él atacaba la tarta de queso. ¿Cómo serían nuestros hijos? Guapos, seguro. Y listos. ¿Y dónde viviríamos? Ni siquiera sabía cómo era su casa.

—¿Cómo son tus padres? —dije en voz alta.

A JC le sorprendió la pregunta. No se la esperaba. Nunca hablábamos de nuestras familias.

En realidad, él nunca hablaba de nada.

—¿Por qué me haces tantas preguntas hoy?

—Porque es lo lógico, no sé por qué frunces el ceño. —Me hice un poco la ofendida. Eso siempre funcionaba con él—. Solo intento tener una conversación contigo. Hoy estás muy raro.

—Estoy cansado, Margot —se justificó, pero a mí no podía engañarme.

Había oído a Charlie decir que el día estaba tranquilo y que solo habían tenido una intervención a primera hora.

—¿Y qué pasa si estás cansado? No te pido que corras ni que hagas flexiones, solo te he preguntado por tus padres. Los míos se llaman Stuart y Margaret Addams. Mi padre es comercial de seguros y mi madre es ama de casa. ¿Ves? Es fácil. Te toca.

Estoy segura de que deseó que alguien lo llamara desde la cochera, porque echó un par de miradas antes de hundir los hombros y aceptar que iba a salirme con la mía.

—Mi padre se llama James, James Curtis Gallagher. Es bombero. —Las palabras le salieron entre dientes. Sin embargo, suavizó el gesto antes de hablar de su madre—. Mi madre se llama Hanna.

De su breve respuesta extraje más información de la que él hubiera deseado. Hanna Gallagher debía de ser una mujer extraordinaria. Una madre entregada, sufridora, porque no tenía que ser fácil tener un marido y un hijo bomberos. No me podía imaginar cómo sería cada minuto de esa mujer mientras los hombres de su familia estaban cumpliendo con su deber. ¿Se sobresaltaría al oír el teléfono? ¿Rezaría para que volvieran a casa sanos y salvos?

—Tu madre debe de ser una mujer muy valiente.

—Lo es.

—Y tú tienes pinta de ser un buen hijo.

—Hago lo que puedo. —La modestia y el sonrojo que le cubrió las mejillas le sentaban muy bien.

—¿Siempre quisiste ser bombero? —continué preguntando.

—Desde que tengo uso de razón. —Lo animé a seguir con un gesto y él se acomodó en la silla, resignado—. Soy la cuarta generación de bomberos Gallagher. Mi abuelo y mi bisabuelo fueron condecorados por su servicio a la comunidad, y estoy seguro de que mi padre también estará en el cuadro de honor del cuerpo de bomberos de Springfield. Solo es cuestión de tiempo.

—Y tú también lo conseguirás. Eres un novato muy aplicado —bromeé, y él me lanzó un trocito de pan para que dejara de reírme—. Serás un gran bombero, JC Gallagher.

—¿Eso crees?

—Por supuesto que sí. ¿Tú no?

Se encogió de hombros y, por primera vez, vi al chico inseguro y asustado que dormía muy dentro de él.

—A veces creo que no lo conseguiré —murmuró, y me estremeció el corazón—. Me piden demasiado y no paro de esforzarme, pero nunca es suficiente. Me da miedo no ser lo que esperan de mí.

—¿Y qué vas a hacer para solucionarlo? —Abrió mucho los ojos, sorprendido por la pregunta, y le regalé una sonrisa tímida—. Verás, a mí me da miedo la oscuridad, pero he descubierto que si dejo las persianas abiertas entra el resplandor de la farola que hay un poco más adelante. Así, aunque me despierte de madrugada, me aseguro de que haya claridad en la habitación.

—¿Te da miedo la oscuridad? ¿Por qué?

—Porque cuando era pequeña una monja me encerró en el sótano de una… ¡Ah, no! —exclamé—. Estamos hablando de ti. No me vas a engañar esta vez.

JC se rio de buena gana, pero unos segundos después se quedó callado y la situación se tornó incómoda para los dos.

—Si tienes miedo de no ser lo que se espera de ti, tienes que hacer algo —le sugerí—. No sé, puedes entrenar más en tu tiempo libre, o leer cosas que hayan hecho grandes bomberos y que puedan servirte. O puedes dejar de ser bombero y dedicarte a otra cosa. A ver, déjame que piense a qué podrías dedicarte… —Cerré un ojo y me di golpecitos con el dedo en el mentón. No podía imaginar a JC en ninguna otra profesión que no fuera la que desempeñaba—. ¡Podrías ser vendedor de seguros, como mi padre! Aunque, ahora que lo pienso, eres demasiado callado para eso.

—Sí, no me veo con traje, visitando casas cargado con un maletín.

—¿Y mecánico? Te he visto cubierto de grasa y tienes potencial.

Volvió a reír y me alegré de haberlo sacado de ese momento tan serio.

—¿Y tú? ¿Qué planes tienes para el futuro?

Intentaba por todos los medios desviar el tema de conversación, y decidí dejarlo estar. Hablaría de sus problemas cuando estuviera preparado. A mí me bastaba una simple pregunta para empezar a hablar y no callar.

—Cuando me gradúe el año que viene, iré a la Universidad Estatal de Nueva York y, cuando acabe el pregrado, me matricularé en el Instituto de Bellas Artes. Quiero estudiar Historia del Arte y trabajar en un gran museo. Seré una mujer muy importante, ¿sabes? —Enderecé la espalda y levanté el mentón en un gesto distinguido que divirtió a JC—. Y, un día, entrará un hombre muy apuesto por la puerta del museo y me pedirá que me case con él.

—¿Un desconocido? —Asentí—. ¿Y tú qué le dirás?

—Le diré que sí y, como será un hombre de buena posición, tendremos una boda de cuento de hadas. Será… ¡en febrero! En invierno, en medio de la nieve, y habrá cisnes de hielo, osos polares con patines y un trineo con mantas de pelo blanco. —Su carcajada me animó a seguir con aquella locura—. Si seguimos siendo amigos por entonces, te invitaré a la boda. ¡Prometido!

Me tendió la mano para sellar la promesa y sentí algo muy desconcertante cuando me la estrechó: calor, emoción, adrenalina, un intenso cosquilleo y ganas, muchas ganas de que siguiera tocándome, de que no me soltara nunca.

Deja que entre el sol

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