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4. JC

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¿Bizcocho de chocolate? ¿Niñas atolondradas en la puerta del parque? No pensaba caer en otra broma más. Lo último que me faltaba era que el capitán me pescara perdiendo el tiempo cuando me había ordenado que le sacara brillo a la carrocería del camión bomba.

—Así no conseguirás echar un polvo en la vida, novato —advirtió Charlie Flint—. Podrías haber sido un poco más amable con las chicas.

—Eran dos niñas —gruñí.

—¡Como tú! —exclamó O’Connors, y me palmeó la espalda tan fuerte que por poco doy con la frente en el camión—. Pero las niñas crecen y se hacen mujercitas. La rubia estará cañón dentro de un par de años.

—Demasiado espabilada para el novato —apuntó Ross—. Le iba más la morena. ¿Habéis visto cómo lo miraba? ¡Quería comerte!

—Si es verdad que ha hecho estos bizcochos, cásate con ella. —Bernard Campbell dio otro bocado al brownie que sostenía en la mano y gimió con teatralidad—. Si vuelve por aquí, dile que te dé la receta. Mi mujer tiene que aprender a preparar esta maravilla.

Esas dos chicas les dieron material para tocarme las narices un día más. Las imitaron hasta doblarse de la risa, me lanzaron besos, incluso me hicieron reír con sus payasadas. Cuando advirtieron que sus bromas ya no me molestaban tanto, se relajaron un poco.

—Y, entonces, ¿cómo es tu mujer ideal, novato? —quiso saber Ross mientras preparaba una nueva cafetera.

—No tengo una mujer ideal —respondí.

—Pero algún día querrás sentar la cabeza, ¿no?

—No.

No entraba en mis planes formar una familia, ni pronto ni tarde, y no entendí por qué aquella confesión les causó tanto impacto, no era tan extraño.

Me miraron como si hubiera jurado en vano y sacudieron la cabeza, en señal de desaprobación.

—¿No quieres casarte y tener hijos? —insistió Ross en nombre de todos.

—¿Y dejar viuda y huérfanos si me pasa algo? No, gracias.

—Vaya, chico, eso dice mucho de ti —dijo Campbell con el ceño fruncido.

—O muy poco —añadió O’Connors—. No llevas ni medio año en el cuerpo y ya dudas de tus posibilidades.

—No dudo de mis posibilidades, es solo que…

—¡A lo mejor le van los hombres! —exclamó Flint.

Me dieron ganas de estamparle el puño en la cara. Por suerte, los demás no le rieron la gracia.

—Dejad al chico en paz —intervino Joe Burnham desde su sillón frente al televisor. Era el mayor de la compañía y el único que nunca entraba en el juego de sus compañeros—. Cuando llegue la mujer adecuada, lo sabrá.

—Y, si no llega, su mamá seguirá limpiándole los calzones cuando se cague encima —voceó Flint.

Apreté los puños, dispuesto a partirle la nariz. Estaba harto. Pero un aviso de incendio lo libró de terminar sangrando como un cerdo. Y a mí me salvó de poner fin a mi carrera como bombero.

Deja que entre el sol

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