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6. JC

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—¡No conseguirás nada si no te esfuerzas, JC! Cada día, cada noche, a cada segundo: trabajo, trabajo y trabajo. ¡Eres un Gallagher, maldita sea! Si querías relajarte y disfrutar de la vida, haberte hecho hippie.

—Me estoy esforzando, es solo que…

—¿Es solo que qué? —Los ojos de mi padre me advirtieron antes de responderle: no estaba de humor para provocaciones—. No quiero volver a oír nada más sobre ti. ¡Los Gallagher no cometemos errores! ¡Jamás!

—James… El chico acaba de empezar y…

—¡No, Hanna! —gritó—. Lleva sangre de bomberos por las venas. Lo que ha pasado hoy es inaceptable. ¡Inaceptable!

«Malditas mangueras del demonio», pensé una vez a solas.

Hice una mueca de dolor al quitarme la camiseta y me eché en la cama a rumiar mi propio cabreo. No había conseguido controlar la manguera cuando llegó la presión del agua y había vuelto a hacer el ridículo más espantoso delante de mis compañeros y del jefe de distrito, el maldito John Traveller, mi padrino. No había tardado ni una hora en llamar a mi padre para contarle lo ocurrido en los entrenamientos.

Cuatro meses en el cuerpo de bomberos y era la segunda vez que papá montaba en cólera por mis meteduras de pata. Él era el bombero que todos querían ser: valiente, audaz, de pensamiento rápido, tan compenetrado con el fuego como con el agua. Sus quemaduras hablaban por él. Era mi referente, la persona a la que más admiraba, y saber que lo había defraudado me dolía más que el golpe con la manguera.

—Solo está disgustado porque ha tenido un mal día —lo justificó mi madre cuando acudió a darme apoyo moral—, pero seguro que mañana se le ha pasado.

—Lo sé.

—No le ha gustado que John le hablara mal de ti otra vez. Sabe que serás un gran bombero, pero le falta paciencia, ya lo conoces. No se lo tengas en cuenta.

No lo haría, pero tampoco hubiera estado de más un poco de confianza y algún consejo que me sirviera para superar esos días en los que estaba a punto de mandarlo todo a la mierda. Él sabía mejor que nadie lo que era estar sometido a presión y que las cosas no salieran como las había planeado.

Cuando anunció que se presentaba para jefe de distrito todos pensamos que le darían el puesto. Hubiera sido lo justo. Llevaba años preparándose para subir de rango, había dejado pasar la oportunidad en un par de ocasiones en beneficio de otros compañeros con más antigüedad, pero su momento había llegado. Sin embargo, le salió un competidor en el último instante y recibió una puñalada por la espalda. Eligieron a John Traveller, su mejor amigo. No era ni la mitad de bueno ni estaba tan comprometido con el cuerpo como mi padre, pero tenía algo que no encontrarían nunca en un Gallagher: paciencia.

—¡Eh! Cámbiate. Te espero fuera —exigió mi padre desde la puerta de mi habitación. Mi madre hizo una mueca y me animó a obedecer con la mirada—. Voy a enseñarte un par de cosas, muchacho.

Desapareció en su dormitorio y lo oí bajar las escaleras unos minutos después. Lo último que me apetecía era una demostración de sus habilidades profesionales. Por más que me esforzara, yo nunca sería como él.

Aun así, no estaba en disposición de ignorar a mi padre.

—Ve, anda. Os vendrá bien —medió mi madre—. Mientras, yo iré a preparar la cena. Estoy segura de que no has comido nada decente en todo el día.

Oculté la sonrisa mientras me deshacía de la camisa. Había comido lasaña, la mejor lasaña que había probado en mi vida.

La imagen de aquella chica se quedó conmigo mientras me cambiaba de ropa. Era una niña. ¡Si llevaba hasta el uniforme del colegio, por el amor de Dios! Pero tenía agallas y unos ojos marrones muy expresivos. Lo de ser cruel sin necesidad debía de ser otro de los dones de los hombres Gallagher. No se merecía lo que le dije, y me sentí muy culpable cuando la vi salir corriendo del parque. Pero ya era suficiente molesto ser el novato de la compañía como para tener que soportar las burlas del resto de los chicos por una cría que jugaba a las cocinitas.

Era mejor que no volviera a aparecer por allí. Había hecho lo correcto.

—¡JC! —bramó mi padre desde el jardín.

Me asomé por la ventana y lo vi de brazos cruzados en medio del camino.

—Pero ¿qué demonios…?

En una mano sujetaba un guante de béisbol; en la otra, la bola. Llevaba la gorra del revés y su camiseta de los White Sox.

No solo era mi héroe: era el mejor padre del mundo.

Deja que entre el sol

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