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1. Margot

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Springfield. Verano de 1971

Me escapé por la ventana de mi habitación mientras Richard Nixon anunciaba la cancelación unilateral de los acuerdos de Bretton Woods con las Naciones Unidas. Mis padres estaban embobados frente al televisor, como buenos republicanos, como siempre que el presidente aparecía en antena, y yo había quedado con mi amiga Dotty en el árbol junto a la parada del autobús, como cada sábado desde que ella y su familia se mudaron a la casa de enfrente, hacía ya cuatro años.

El verano aún no había llegado, pero sí el calor infernal. El fuego del asfalto me quemaba las plantas de los pies a través de la suela de las sandalias y el sudor me mojaba las axilas. Tampoco ayudaba que llevase pantalones a medio muslo, en vez de esos shorts que vestían las chicas de mi edad, y que mi madre no aprobaba. En realidad, mi madre no aprobaba nada de lo que yo hiciera.

—Tengo que volver dentro de diez minutos. —Bufé y me dejé caer junto a Dotty en el banco de piedra—. Si me llaman a comer y no estoy, no me dejarán salir hasta los veintiuno.

—¡Bah! Nixon está dando un discurso en la tele, tendremos treinta minutos de paz asegurados. Tu padre lo adora, no os sentaréis a comer hasta que haya acabado.

Tenía razón. Dotty siempre tenía razón.

Éramos las mejores amigas en la historia de las mejores amigas, pero tan diferentes como el agua y el aceite. Ella provenía de una familia de mente abierta, pintores y artesanos, almas libres que disfrutaban siendo libres, con sus extravagancias y sus disparates. Por eso Dotty era tan feliz, tan alocada, tan soñadora. Yo, en cambio, era una chica convencional sometida a las estrictas normas de mis padres. Una muchacha ejemplar por fuera, una mente inquieta por dentro.

—¿Has pensado ya qué harás cuando acabemos el curso? ¿Vendrás con nosotros?

Negué, apenada. Ni siquiera se lo había preguntado a mis padres. ¿Recorrer el país por carretera hasta San Francisco con un mercadillo ambulante? Eso solo era para hippies. Podía oír a mi madre disertar acerca de lo holgazana que era la gente como los Baker, lo mal que olían y la falta de moral que los caracterizaba. Pero los padres de Dotty no eran así, y mi madre lo sabía. No ponía reparos a visitar su casa, incluso me dejaba pernoctar allí, pero ¿de vacaciones en una furgoneta? ¡Ni hablar!

A mí, por el contrario, me parecía toda una aventura; me fascinaban las historias que contaban los Baker: dormir al raso, quemar malvaviscos, danzar bajo la luna en medio de desconocidos. Adoraba su manera de disfrutar de la vida, sin límites ni barreras.

—Me quedaré aquí y moriré de aburrimiento —respondí después de dar una breve calada al cigarrillo que Dotty le había birlado a su padre.

—No morirás de aburrimiento, Margot. Saldrás con las chicas de tu clase, haréis hogueras a la orilla del lago y os bañaréis en la piscina. Eso te dará la oportunidad de conocer a muchos chicos. —Me dio un codazo y me atraganté con el humo. ¿Estar con chicos en la piscina? Antes tendría que aprobarlo mi madre, y era casi tan improbable como que me dejara ir de vacaciones con Dotty—. Venga, no será tan malo. Tendremos un montón de historias que contarnos, nos mandaremos cartas…

Un par de bocinazos resonaron por encima de las palabras de mi amiga. Un imponente camión de bomberos amonestó a unos niños que se habían cruzado en su camino y reemprendió la marcha muy despacio, tan despacio que tuve oportunidad de ver a los ocupantes.

De verlo a él.

Oh. Dios. Mío.

Mi corazón latió a un ritmo muy extraño. Me quedé muy quieta, con la boca abierta, con la mano suspendida en el aire, con el cigarrillo humeando entre los dedos… Recuerdo que parpadeé muchas veces, la lentitud del camión era algo casi irreal. Él me miraba fijamente, como si solo me viera a mí. Y luego vino aquel gesto, aquella media sonrisa, aquel guiño que me devolvió a la realidad. La vida retomó su ritmo habitual, el camión giró en la siguiente esquina y solté la colilla al notar la quemazón en los dedos.

—¿Has visto eso? —preguntó Dotty—. Te miraba a ti.

«Me miraba a mí», me dije. Dios mío, nadie me había mirado así jamás.

—Tiene que ser la nueva dotación de bomberos de la que hablaba mi padre —supuso Dotty—. Está en Chatham Road. ¿Vamos?

—¡No! —exclamé, horrorizada—. Tengo que volver a casa. Mi madre me matará.

—¡Venga, Margot, hagamos algo divertido! Es sábado, Nixon aún estará un buen rato hablando, y me aburro —se quejó con tono lastimero—. No te vayas, por favor. Mi madre quiere que hagamos atrapasueños, y me obligará a ir a por las plumas de las gallinas de la señora Blosom.

—En otra ocasión, te lo prometo. Además, ¿qué pensarán de nosotras si nos presentamos en el parque de bomberos? No es propio de…

—Bla, bla, bla, detesto cuando hablas como tu madre. Me gusta más la Margot atrevida. ¡Iremos mañana! —decidió—. Nos veremos aquí cuando vuelvas de la iglesia.

Lo pensé un segundo y asentí.

—Solo un paseo.

—Solo un paseo —aceptó Dotty con una pícara sonrisa—. Prometido.

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