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18. JC

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Tenía el don de pararme el corazón a sustos, de volverme loco con sus locuras, de cabrearme hasta lo imposible y de someterme a su voluntad con una sola de sus lágrimas.

No podía verla llorar. Era la chica más risueña y divertida que había conocido, y si la encontraba en medio de una carretera deshecha en llanto solo podía pensar en hacerla feliz, aunque no tuviera ni idea de cómo conseguirlo.

Aunque no tuviera ni idea de lo que eso iba a suponer.

No me preguntó dónde iba a llevarla. Se limitó a mirar la carretera sin dejar de sollozar bajito. Los mil colores de su vestido se ensombrecieron con el silencio y me reprendí por no tener las palabras que la hicieran sonreír. Tenía que intentarlo como fuera, tenía que hablarle y decir algo gracioso, algo que despertara a la Margot elocuente y marisabidilla que me gustaba tanto.

«Dile que parece un oso panda, o que le ha meado un arcoíris en el vestido, o que te ha puesto el coche perdido de arena y le costará una lasaña enorme en compensación —pensé un poco agobiado—. ¡Dile algo, hombre!».

—Esto… Yo… Creo que te…

No tuve que esforzarme más. Se había dormido entre suaves sollozos.

Detuve el coche en el arcén y la miré durante un rato largo. Dios mío, ¿cómo podía ser tan bonita?

Tenía los labios hinchados, perfectamente delineados. Tan dulces, tan inocentes, tan… apetecibles. Si la besaba en ese momento, nadie se enteraría. Solo un roce, solo percibir su calor y robarle un poco del brillo que los cubría.

La idea me provocó tal oleada de deseo que me obligué a poner las manos en el volante y a mantener la vista al frente hasta tranquilizarme. Pero los ojos se me iban hacia Margot, no podía evitar fijarme en el nacimiento de sus pechos, en la piel de sus hombros, en el pulso que le latía en el cuello.

—¡Por el amor de Dios! —mascullé, y salí del coche unos instantes para que la brisa de la noche me enfriara los pensamientos.

Aquello era una tortura, pero que me condenaran si no era la mejor tortura de mi vida.

Deja que entre el sol

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