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Prólogo

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Springfield, Illinois. 1963 Escuela Católica de Santa Agnes

—¡Póngase en pie, señorita Addams! Necesita que alguien le enseñe disciplina y parece que Dios ha dejado en mis manos esa laboriosa tarea.

No quiso arrastrar la silla, esa era la verdad, pero el chirrido resonó en el aula, y todas las niñas se estremecieron de terror. Era un sonido espantoso y la hermana Ethel lo odiaba.

—Eso le costará un castigo más, señorita Addams. ¡Fuera!

Ni una sola de sus doce compañeras presentes levantó la mirada del pupitre, no mientras ella estuviera allí; no mientras los ojos de la monja la miraran con el brillo de la autoridad.

«Su autoridad». Una que a ella le costaba reconocer.

Le temblaron las piernas y el miedo apenas le permitió dar un paso tras otro sin tambalearse. Le suplicó al crucifijo de la pared que cayera un rayo, que sonara la campana, que alguien viniera a salvarla. Pero su ruego silencioso solo enardeció más a la hermana. Estaba furiosa y la arrastró del brazo con tanta saña que el gemido reverberó en el pasillo.

«No llores, Margot». Si lloraba, estaba perdida.

¿Qué había de terrible en mirar por la ventana? A la hermana Francine no le importaba siempre que hubieran acabado la tarea. Fuera, la primavera se había engalanado de flores y mariposas, y Margot adoraba las mariposas, adoraba verlas revolotear por el jardín y se quedaba embobada imaginando que era una de ellas y que podía ir donde el viento la llevara.

Para la hermana Ethel su actitud constituía una falta muy grave, decía que esos bichos inmundos eran el mal de Lucifer y que Margot iría derechita al infierno por culpa de su atolondrado comportamiento.

—Una criatura de Dios se muestra sumisa y obediente —masculló—, pero a ti te dieron unos ojos demasiado grandes y una curiosidad que solo tienen los siervos del mal.

Para la hermana Ethel todo lo que no era de su agrado se consideraba pecado, y las niñas, cuya mente resultaba fácilmente impresionable, creían en su visión como si fuera una verdad absoluta. Pero ¿qué había de malo en mirar el vuelo de las mariposas? ¿Qué había de malo en ser como ella? Dios la había hecho así, con la mirada despierta y la cara redonda, con ganas de cerrar los ojos al recibir los rayos del sol. Soñadora, parlanchina, enamorada de la vida…

Solo era una niña de siete años.

La segunda vez que la hermana Ethel la sorprendió mirando a través de los cristales del aula decidió imponerle un castigo ejemplar. Y con «ejemplar» quería decir que sería algo que no olvidaría jamás, ni Margot ni ninguna de las otras criaturas que se habían convertido en estatuas mientras abandonaban el aula.

Margot tropezó con los adoquines y se cayó de bruces, pero eso no detuvo a la hermana Ethel. La vara de madera, que era una prolongación natural de su mano, asomó entre los pliegues del hábito como una amenaza de lo que le esperaba si no se ponía de pie y continuaba andando. La madre Mary le había prohibido pegar a las alumnas, pero todas habían visto cómo lo hacía con las más pequeñas cuando no obedecían sus estúpidas normas de comportamiento.

—¿Necesita usted que la ayude a caminar, señorita Addams? —preguntó con una ceja levantada.

—No, hermana.

Margot se sacudió las magulladuras de las rodillas y se apresuró tras la monja. No se quejó al sentir el roce del calcetín sobre la herida que se había hecho, pero sí ahogó un gemido al ver el rumbo que tomaba la hermana Ethel.

«A la cueva de la capilla no, por favor. Allí no».

Había tantas historias acerca de lo que pasaba en las profundidades de aquel lugar que fue deteniéndose poco a poco, hasta que sus pies dejaron de obedecerle. No quería que la encerrasen tras las puertas del infierno.

La hermana mayor de Elizabeth White estuvo allí y no dejó de llorar durante días. Las chicas del último curso susurraban que allí se te comían el alma supuestamente corrompida y te condenaban a vagar para siempre por los fuegos del averno. Decían que una niña había muerto en aquel espacio sagrado y que sus huesos formaban parte de las paredes de piedra que había tras la puerta de hierro, detrás del altar.

«La puerta del infierno».

—No —musitó sin poder contener las lágrimas. Margot quería irse con su mamá.

—¿Ha dicho usted algo? —La hermana se detuvo y la desafió por encima del hombro—. ¡Muévase o será la vara la que la mueva!

—No. —Apretó las manitas a la altura de los labios—. No lo haré más. Por favor…

—Rogar y llorar no la va a librar del castigo, pequeño demonio. Si no se mueve por las buenas, será por las malas. Ya rezará cuando le llegue la hora.

Margot dio un paso atrás y luego otro. Si echaba a correr, no podría cogerla. Todas sabían que las hermanas no eran muy propensas al ejercicio físico, y la hermana Ethel, en concreto, lo único que movía a la perfección era la mandíbula cuando comía.

Pero también sabía que terminaría por encontrarla y, entonces, sería mucho peor. No solo la encerrarían, también llamarían a sus padres y ellos la castigarían. A su madre le gustaba ese colegio, ella estudió allí y fue una gran alumna, pero las hermanas decían que Margot no se parecía a ella, que era demasiado rebelde.

La mano de la hermana Ethel la agarró por la nuca y apretó fuerte para hacerla andar.

—Aprenderá lo que es el respeto, señorita Addams, y luego se someterá a la ira de Dios para que Él juzgue sus pecados.

—No —gimoteó al atravesar la puerta de la vieja capilla.

Si no hubiera estado tan aterrada, se habría dado cuenta de que no era un lugar tan espantoso. No era más que piedra sobre piedra. Olía a humedad, pero también a cirios y a flores frescas. Los colores de las dos únicas vidrieras eran más intensos a contraluz, y la imagen tallada de Santa Agnes tenía un gesto apacible y esperanzador.

Pero lo que había detrás del altar era otra historia.

La hermana se persignó y le dio un fuerte coscorrón para que ella también lo hiciera. Luego, extrajo una pesada llave del bolsillo del hábito y la encajó en la cerradura oxidada de aquella puerta que daba tanto miedo.

—Así aprenderá a prestar atención, a no distraerse, a ser mejor alumna y a poner un poco de orden en esa cabeza invadida por los malos pensamientos. Rece, señorita Addams, rece. Tal vez Él se apiade de usted y le salve el alma. O tal vez no.

Oyó el sonido de los goznes oxidados como si fueran gritos en el silencio. Se tapó las orejas y apretó los ojos. Las lágrimas le mojaron el cuello del uniforme y los labios le temblaron entre pucheros e hipidos.

—Por favor, hermana, no lo haré más, se lo prometo. No volveré a hacerlo.

—Seguro que no —sentenció la monja, y la empujó dentro de aquella oscuridad espesa y pegajosa.

Margot gritó. Gritó mientras se cerraba la puerta, gritó al oír la llave girar, al no ver nada alrededor, al no saber qué pisaban sus pies. Gritó y lloró y golpeó la puerta con los puños, pero la hermana Ethel no volvió.

No supo cuánto tiempo pasó de pie, con la espalda pegada a la pared. ¿Y si había alimañas? ¿Y si allí dormían las gárgolas de verdad? ¿Y si ella también moría en ese pedacito del infierno y sus huesos se quedaban en las paredes? Se apartó horrorizada por la idea, tropezó y cayó al suelo. Por mucho que abriera los ojos, no podía ver nada, sus manos estaban mojadas, pero era imposible identificar qué las había empapado. ¿Era humedad? Allí hacía frío. ¿Y si era sangre…?

La repugnancia que sintió la puso de pie de un salto. Solo se oía su respiración, sus sollozos y todo un mundo de ruidos aterradores, cortesía de una imaginación sobreexcitada.

Odiaba a la hermana Ethel.

Odiaba aquel colegio.

Odiaba la oscuridad.

No volvería a estar a oscuras nunca.

Nunca más.

Deja que entre el sol

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