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7. Margot

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David Porter nunca me había caído bien. Era el típico chico rico, problemático, expulsado de un colegio privado por mal comportamiento y que había encontrado su feudo de idiotas en el instituto público donde estudiaba Dotty. Era un par de años mayor que nosotras, y se había graduado el curso anterior, toda una proeza; incluso había entrado en una buena universidad gracias a los donativos de sus padres. Era un completo capullo, pero había que reconocerle un logro: sus fiestas de bienvenida al verano eran memorables.

Dotty y yo nunca habíamos estado en una, pero lo que se contaba de ellas era tan increíble que nadie podía reprocharnos que quisiéramos asistir más que nada en el mundo. Si no ibas a las fiestas de David Porter, no existías.

Pero nuestra suerte había cambiado por una casualidad del destino. Su novia, Martha Sullivan, era una de las alumnas de último curso de mi colegio. Una chica popular, guapa e inteligente que se había dejado enamorar por la cara bonita de David y por su cuenta corriente. Sus delirios de grandeza acerca de lo rica que era la familia Porter y lo feliz que sería cuando acabara el instituto y se casara con David daban ganas de vomitar, pero, en el fondo, Martha me resultaba simpática. Y yo a ella también.

Una tarde, a la salida del colegio, me regaló una invitación para la fiesta de su novio y me animó a que llevara a alguien más.

—Venga, date prisa o no llegaremos a ver a los chicos del equipo de rugby —me apremió Dotty—. ¡Van a bañarse desnudos en la piscina!

Me ajusté el vestido al pecho y di un par de vueltas más delante del espejo. La señora Baker tenía un guardarropa repleto de vestidos maravillosos que confeccionaba ella misma, y le habíamos cogido prestados dos particularmente deslumbrantes para la ocasión. Los zapatos de tacón también eran suyos, y los pendientes, y las pulseras, hasta la cinta del pelo era de la madre de Dotty.

—No estoy segura de que esto sea una buena idea —dudé mientras veía cómo se pintaba los labios de rojo intenso—. Si tu madre viene a ver qué estamos haciendo y nos ve…

—No vendrá. Ya has visto que tienen invitados. En cuanto se fumen dos canutos más, no podrán poner un pie delante del otro. —Me pasó el carmín y titubeé. Nunca había llevado un color tan llamativo—. Además, ¿qué más da? Mientras tus padres no se enteren, no habrá problema.

Si mis padres hubieran tenido la sospecha de que iba a una fiesta donde todo estaba permitido, me hubieran encerrado en mi habitación y hubieran tirado la llave en lo más profundo del lago Michigan.

Salvamos la ventana con cuidado de no dañar los vestidos e hicimos autoestop durante algunos minutos hasta que una camioneta se detuvo en el arcén. Era una locura, pero toda esa adrenalina que producía mi cuerpo ante lo desconocido funcionaba como una droga, y quería más. Quería experimentar, reír, bailar con los ojos cerrados y sentir las estrellas sobre mi cabeza.

Sabía que las consecuencias de mis actos podían ser fatales, pero estaba viviendo, estaba sonriéndole a la vida, y dejé de preocuparme.

Cinco horas después, estaba al borde de un ataque de pánico.

Dotty había desaparecido. No sabría decir en qué momento de la noche había ocurrido, pero me entretuve hablando con unas compañeras de mi instituto que también estaban allí y, al instante siguiente, ya no la tenía a mi lado. La casa era tan grande que al principio no le di importancia: podía estar en el cuarto de baño, charlando con alguien o bailando en alguna de las habitaciones donde la música estaba insoportablemente alta. Pero cuando la gente empezó a desvariar y la fiesta subió de tono, quise irme y empecé a buscarla.

Me recorrí cada una de las estancias y, menos a Dotty, encontré de todo: grupos que jugaban a beber todo lo que caía en sus manos, drogas que iban más allá de simples canutos y parejas a las que no les importaba que alguien como yo los sorprendiera en medio del acto sexual. Me horroricé, me agobié y me arrepentí de haber ido a la fiesta. No tenía ni idea de lo que podía ser, pero jamás imaginé las cosas que vi en aquella casa.

Dotty apareció tambaleante y con los zapatos en la mano cuando ya me había dado por vencida. El cielo empezaba a clarear, la música ya no sonaba tan fuerte y había más cuerpos dormidos que en movimiento. Estaba despeinada, tenía el maquillaje corrido y parecía a punto de perder el conocimiento, pero sonreía, y eso me tranquilizó.

—Me has dado un susto de muerte. Pensé que te habías ido sin mí —la regañé mientras cargaba con ella de camino a la puerta—. Tenemos que volver a casa.

—¡No! ¡A casa no! ¡Que siga la fiesta! Aún es pronto.

—No es pronto, es temprano, Dotty. Está amaneciendo.

—¡Pues veamos salir el sol! —gritó. Levantó las manos, animada, y por poco se me cae al suelo—. El chico con el que he estado me ha dicho que él y sus amigos iban a ir…

—¿Has estado con un chico? —Asintió con un movimiento brusco de cabeza que la despeinó todavía más—. Y… ¿de qué habéis hablado? He estado más de una hora buscándote.

Se le escapó una risa ebria.

—Pues… hablar, hablar…

Volvió a reír y me imaginé a qué se debía. No era tan ingenua. Ya sabía lo que pasaba en ese tipo de fiestas.

—¿Has tomado drogas? ¿Eso es lo que has estado haciendo con ese chico?

Incluso bebida me puso los ojos en blanco y se golpeó la frente con la palma de la mano. Y, entonces, me di cuenta de que me estaba diciendo algo diferente. Sí, había tomado más combinados de la cuenta; sí, había consumido drogas; pero el motivo de su ausencia era otro.

—¿Has practicado sexo con…? —Asintió e hipó—. ¿Todo el rato?

—Tooodo el rato.

Enmudecí. No sabía qué decir. Por alguna extraña razón adolescente, siempre pensé que hablaríamos del momento antes de que pasara y que perderíamos la virginidad el mismo verano, pero era evidente que Dotty no pensaba igual que yo. Dotty siempre había tenido su particular forma de encarar la vida, pero esto había sido un golpe difícil de encajar.

Me sentí traicionada por mi mejor amiga.

—Tendremos que andar hasta la parada más cercana y volver a casa en autobús —gruñí mientras ella trataba de bailar—. Dame el bolso, vamos a necesitar dinero.

Busqué los veinte dólares que habíamos reunido entre las dos y empecé a sentirme mareada al no encontrar más que la barra de labios.

—¿Dónde está el dinero? ¿Qué has hecho con él?

—Ácido —balbució, y abrió mucho los ojos para mirarlo todo alrededor—. Alucinante.

—¡Dotty, mírame! —Le di un par de palmaditas en la mejilla para que me hiciera caso—. ¿Te has gastado todo nuestro dinero en LSD?

Su risita me revolvió las tripas. La dejé desmadejada en el bordillo y di un par de vueltas arriba y abajo para tranquilizarme. Tenía que pensar rápido, porque si la señora Baker entraba en la habitación y no nos veía allí pondría el vecindario patas arriba, mis padres se enterarían y me mandarían a un internado o algo peor.

Se me escaparon un par de lágrimas, pero me las limpié a manotazos. No era el momento de hacer un drama. Había más de seis millas hasta nuestra casa; necesitábamos una solución.

Deja que entre el sol

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