Читать книгу Deja que entre el sol - Patricia A. Miller - Страница 21
16. JC
Оглавление—Creía que no ibas a salir esta noche —murmuró mamá al verme pasar de camino a la puerta.
—Es sábado. He cambiado de idea. —Y había sido una decisión de la que acabaría arrepintiéndome, pero…—. No volveré tarde.
—Es bonita, ¿verdad? —Mi madre no apartó la mirada del calcetín que estaba zurciendo junto a la ventana, pero su sonrisa fue dulce y pícara al mismo tiempo—. Podrías traerla a casa algún día.
—¿A quién? —pregunté con los ojos muy abiertos.
—¿A quién va a ser? A esa chica.
—¿A qué chica? No hay ninguna chica —gruñí.
—Oh, vamos, JC. No pasa nada. Papá no tiene por qué enterarse si no quieres, pero a mí puedes contármelo. Hace semanas que no te llevas la comida. ¿Crees que no me doy cuenta? Y, sin embargo, mírate. Estás cogiendo peso, estás más guapo. Eso solo lo puede conseguir una mujer, hijo.
Terminó de zurcir y cambió el calcetín por una de mis camisetas. Yo continuaba parado en el recibidor, con una mano en la manilla y una sensación de extraña irrealidad. No había chica, pero sí la había. No era más que una niña, pero no lo era. No quería tener nada que ver con ella, pero iba a volver a la feria porque sabía que la encontraría allí otra vez.
—¿Cómo se llama?
Parpadeé para salir del aturdimiento y vi a mi madre mirándome, expectante, ilusionada. Tenía ojeras y parecía más encorvada de lo habitual. Le gustaba sentarse junto a la ventana porque decía que tenía mejor luz, pero yo sabía que lo hacía para poder ver a mi padre volver sano y salvo del trabajo. Sentí una profunda lástima por ella, por verse relegada a sufrir por nosotros.
Yo no le haría eso a ninguna mujer. Con mi madre ya era suficiente.
—No hay ninguna chica, mamá —le respondí con suavidad y me acerqué a darle un beso en la frente—. Solo voy a tomar una cerveza con los chicos y volveré enseguida, ¿de acuerdo?
—Dile cosas lindas y sé bueno con ella. Sé siempre un caballero, cariño.
Me quedé sentado en el coche sin saber qué demonios estaba haciendo en realidad. Margot había dicho que iba a una fiesta junto al recinto de la feria, que se quedaría a dormir en casa de una de sus amigas y que quería ver salir el sol. Le dije que no tenía edad para ir a esas fiestas y ella se rio de mí, hasta yo me habría reído de mí si no hubiera estado tan cabreado.
«¿Y por qué debería importarme lo que hace o deja de hacer Margot?», me pregunté con las manos en el volante, sin arrancar. Porque era una niña de dieciséis años, porque era vulnerable y yo había prometido velar por las vidas de los indefensos en el juramento de la academia de bomberos.
«¡Y una mierda!». ¿A quién pretendía engañar? Lo único que podía pensar era en tocarla, en besarla, en susurrarle todas esas cosas de las que hablaba mi madre y muchas otras que de lindas no tenían nada.
—¿Qué estoy haciendo?
Me froté la cara con las manos, con frustración, con rabia. Era un maldito idiota. No podía presentarme en esa fiesta sin más. Me gustaba Margot, sí, pero no iba a suceder nada. Me preocupaba que pudiera pasarle algo, pero ya era mayorcita para saber dónde se metía. Ya era mayorcita para…
—¡Joder! —Golpeé el volante y arranqué.
¡No era mayorcita para nada! Cualquiera podía aprovecharse de ella. ¡No conocía a los hombres! Margot solo era un apetitoso bocadito de nata en medio de una bandeja de pasteles, ¡y a los hombres les gustaba demasiado el dulce!
Incluso a mí había terminado por gustarme el dulce.