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2. ANONIMATO

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La creación es un hecho y, como tal, vive en el mundo de lo que debe probarse. Raramente podremos decir que sabemos con certeza quién es el autor de una obra. Habría que asistir al acto de la creación y, aun entonces, podríamos tener dudas (¿estamos ante un autor o ante una persona de memoria prodigiosa que reproduce ante nosotros la obra creada por otro?). Incluso con referencia a las propias creaciones existiría el riesgo –dicen– de criptomnesia o plagio inconsciente. Por ello la ley viene en nuestra ayuda con una razonable presunción: “Se presumirá autor, salvo prueba en contrario, a quien aparezca como tal en la obra, mediante su nombre, firma o signo que lo identifique”. Es una presunción iuris tantum que, en principio, nos permite confiar en lo consta en la portada de los libros, discos etc. ¿Pero qué sucede si la obra no contiene ningún elemento de identificación?…

Como es lógico, la condición de autor no está reñida con el anonimato. Este es frecuente y, en rigor, no hace sino confirmar nuestra noción de auto-ría. La obra, para nosotros, no es el resultado de una creación gregaria o tribal (como sucede con el folclore) sino el resultado de la capacidad creativa de uno o varios seres humanos. De hecho, no hay invocación más potente del autor que el rótulo que, en un museo, nos indica que estamos ante una obra anónima. Nada como ese grito, entre desesperado y resignado, para sintetizar nuestra concepción de la creación y la autoría. El anonimato es una situación tan conocida que la ley ha tenido que ocuparse de ella para decirnos que “cuando la obra se divulgue en forma anónima o bajo seudónimo o signo, el ejercicio de los derechos de propiedad intelectual corresponderá a la persona natural o jurídica que la saque a la luz con el consentimiento del autor, mientras éste no revele su identidad” (art. 6.2 TRLPI). La norma parece resolver todos los problemas. Garantiza el derecho moral del autor a determinar si la divulgación “ha de hacerse con su nombre, bajo seudónimo o signo, o anónimamente” (art. 14.2.º TRLPI), al tiempo que facilita que la obra pueda ser explotada y, en su caso, defendida. Sin embargo, esa regla, que funciona bien en el caso de la literatura o la música, puede no servir para el arte de la calle, sea grafiti o arte urbano.

Cuando se trata de una obra literaria, por ejemplo, el editor tendrá un doble título para accionar en caso de infracción. Podrá presentarse como titular derivativo de los derechos cedidos por el autor y, con independencia de ello, podrá esgrimir la legitimación fiduciaria que la voluntad de aquel más el art. 6.2 TRLPI proporcionan a quien divulga lícitamente la obra. Al editor que no quiere exhibir el contrato de edición para preservar el anonimato del autor, le bastará probar el hecho de la divulgación, pudiéndose presumir que cuenta con el consentimiento de este, salvo prueba en contra. Lo mismo podrá hacer un galerista en el caso de las tradicionales obras de pintura o escultura. Le bastará probar la exposición por primera vez de las obras que el autor haya querido divulgar de forma anónima, para poder ejercitar los derechos de propiedad intelectual sobre ellas. Incluso en el caso de las obras en la vía pública cabría imaginar una divulgación lícita anónima o seudónima en el marco contractual tradicional. Basta pensar en la colocación de una escultura en la vía pública por parte de la administración comitente. También, aunque sería más raro, en un mural encargado por el propietario de un edificio y ejecutado con nocturnidad o de forma que no se conozca la identidad del autor. En estas hipótesis podría reconocerse la condición de divulgador a la administración o al propietario del inmueble.

¿Pero qué norma hay que aplicar cuando la obra se ejecuta de manera clan-destina, por un autor embozado, sin autorización del propietario del soporte? En este caso, es el propio artista quien lleva a cabo la divulgación. Aunque nadie asista al acto creativo y el público tarde unos minutos o unas horas en llegar, ya se habrá cumplido lo que el art. 4 TRLPI exige: hacer la obra “accesible por primera vez al público en cualquier forma”. En ese caso, ¿quién ejercitará los derechos? Por supuesto, el autor podría hacerlo, pero al precio de revelar su identidad. Como dice Julián LÓPEZ RICHART, “desde un punto de vista práctico, el principal problema que plantea la obra anónima es cómo garantizar la protección de los derechos sobre la misma sin que ello suponga que el autor tenga que salir del anonimato”90. Eso explica que algunos creadores particularmente celosos de su identidad hayan intentado recurrir a la alternativa de la propiedad industrial, registrando sus obras como marcas figurativas. Lo sucedido en el conocido caso “Flower Thrower” (“Lanzador de Flores”), sin embargo, muestra los límites y complicaciones de esta opción. Aunque el caso no está cerrado, por lo pronto Banksy no ha podido utilizar su sociedad instrumental, Pest Control Office Ltd, para proteger la citada obra mediante el derecho marcario91.

Los grafiteros y artistas urbanos pueden querer preservar su anonimato por diversas razones: desde intentar eludir responsabilidades administrativas, penales o civiles hasta mantenerse fieles a cierta concepción de la creación y la autoría, como parece suceder en el caso de Banksy92. Pero esa voluntad puede propiciar una cierta situación de orfandad93. No es fácil imaginar estrategias jurídicamente eficaces para preservar el anonimato y, al propio tiempo, ejercer una propiedad intelectual que se ostenta por el hecho de la creación aunque no se quiera o incluso se repudie94. En principio, como queda dicho, cualquiera que ejerza derechos ajenos se verá obligado a probar que los ha adquirido o tiene facultades representativas o, al menos, que fue él quien divulgó la obra. Las eventuales firmas fingidas (con la consiguiente presunción de auto-ría a favor de la persona escogida ex. art. 6.1 TRLPI) o los simulacros de divulgación por parte de otros (para que se active la presunción del art. 6.2 TRLPI), pueden dar lugar a más problemas que soluciones. Quizá cabría, al fin, rendirse a las prácticas del sector y aceptar una designación de autoría también anónima. Eso es al menos es lo que parece suceder en el caso de Banksy, que asume y proclama la autoría a través de una cuenta de Instagram que todo el mundo acepta como suya95.

Anuario Iberoamericano de Derecho del Arte 2020

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