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Introducción

Aparte de todo el corpus de la historia sagrada, los emisarios medievales de la Iglesia católica llevaron a Gran Bretaña un sistema universitario continental basado en los clásicos griegos y latinos. Se consideraba que las leyendas autóctonas como la del rey Arturo, Guy de Warwick, Robín Hood, la Bruja Azul de Leicester y el rey Lear eran apropiadas para el vulgo, pero ya en los comienzos de la dinastía Tudor el clero y las clases cultas aludían con mucha más frecuencia a los mitos que aparecen en las obras de Ovidio y Virgilio y a los resúmenes de la guerra de Troya que se manejaban en las escuelas de enseñanza primaria (o elemental). Aunque la literatura inglesa de los siglos XVI al XIX no puede, por tanto, conocerse correctamente sino a la luz de la mitología griega, los autores clásicos han perdido tanto terreno en escuelas y universidades que ya nadie espera que una persona culta sepa, por ejemplo, quiénes fueron Deucalión, Pélope, Dédalo, Enone, Laocoonte o Antígona. El conocimiento actual de estos mitos se deriva en su mayor parte de versiones de cuentos de hadas, como los Héroes de Kingsley y los Tanglewood Tales de Hawthorne. A primera vista parece que esto no importa mucho, porque en los dos últimos milenios ha estado de moda desprestigiar los mitos tildándolos de historias ridiculas y fantasiosas, un legado encantador de la infancia de la inteligencia griega que la Iglesia, lógicamente, desvaloriza para destacar así la superior importancia espiritual de la Biblia. No obstante, resulta difícil sobrestimar su valor en el estudio de la sociología, la religión y la historia primera de Europa.

«Quimérico» es una forma adjetivada del sustantivo chimaera, que significa «cabra». Hace cuatro mil años, la Quimera seguramente no resultaba más extraña que cualquier emblema religioso, heráldico o comercial de nuestros días. Era una bestia ceremonial que tenía (como recoge Homero) cabeza de león, cuerpo de cabra y cola de serpiente. Se ha hallado una Quimera grabada en las paredes de un templo hitita en Carquemis y, al igual que otras bestias similares, como la Esfinge o el Unicornio, originalmente debió de ser un símbolo calendario: cada componente representaba una estación del año sagrado de la Reina del Cielo, como también lo eran, según Diodoro Sículo, las tres cuerdas de su lira de concha de tortuga. Este antiguo tema del año de tres estaciones es tratado por Nilsson en su obra Primitive Time Reckoning (1920).

Sin embargo, sólo una pequeña parte del enorme y desordenado cuerpo de la mitología griega, que contiene además importaciones de Creta, Egipto, Palestina, Frigia, Babilonia y algunos lugares más, se puede clasificar correctamente tomando la Quimera como un mito auténtico. Por mito auténtico se puede definir la reducción a taquigrafía narrativa de una pantomima ritual representada en festivales públicos y recogida pictóricamente en muchos casos en las paredes de templos, vasijas, sellos, tazones, espejos, cofres, escudos, tapices, etc. La Quimera y animales afines del calendario ocuparon seguramente un lugar destacado en estas representaciones dramáticas que, junto con sus registros orales e iconográficos, se convirtieron en la primera autoridad o carta fundacional de las instituciones religiosas de cada tribu, clan o ciudad. Sus temas eran arcaicos hechizos mágicos para fomentar la fertilidad o la estabilidad de un reinado sagrado (masculino o femenino, aunque, según parece, los reinados femeninos precedieron a los masculinos en toda la región donde se hablaba el griego), así como modificaciones a los mismos en función de las circunstancias. El ensayo de Luciano Sobre la danza enumera una cantidad increíble de pantomimas rituales que aún se seguían representando en el siglo n de nuestra era. Y la descripción de Pausanias de las pinturas del templo de Delfos y las tallas del Cofre de Cipselo sugieren que hasta ese mismo período habían sobrevivido muchísimos registros mitológicos diversos de los que hoy en día no queda ni rastro.

El verdadero mito debe diferenciarse de:

1. La alegoría filosófica, como la cosmogonía de Elesíodo.

2. La explicación «etiológica» de mitos que ya han dejado de ser comprensibles, como el uncimiento que hace Admeto de un león y un jabalí a su carro.

3. La sátira o parodia, como el relato de Sileno sobre la Atlántida.

4. La fábula sentimental, como la historia de Narciso y Eco.

5. La historia adornada, como la aventura de Arión con el delfín.

6. El romance juglaresco, como la historia de Céfalo y Procris.

7. La propaganda política, como la federalización del Ática por parte de Teseo.

8. La leyenda moral, como la historia del collar de Erifile.

9. La anécdota humorística, como la farsa de Heracles, Onfale y Pan en el dormitorio.

10. El melodrama teatral, como la historia de Téstor y sus hijas.

11. La saga heroica, como lo es el tema principal de la Ilíada.

12. La ficción realista, como la visita de Odiseo a los Feacios.1

Sin embargo, se pueden encontrar auténticos elementos míticos insertados en las fábulas menos interesantes, y la versión más completa o esclarecedora de un mito concreto pocas veces es dada por un solo autor. Al buscar su forma original no debería suponerse que cuanto más antigua sea la fuente escrita, más fiel ha de ser. A veces, por ejemplo, el travieso alejandrino Calimaco, el frívolo Ovidio augustal o el aburridísimo Tzetzes del último período bizantino dan una versión evidentemente anterior a la de Hesíodo o los trágicos griegos. Y la Excidium Troiae del siglo xm es en algunas partes más fidedigna que la Ilíada desde el punto de vista mítico. Cuando se quiere poner en prosa una narración mitológica o pseudomitológica, se debe prestar especial atención a los nombres, el origen tribal y el destino de los personajes que aparecen en ella, y luego devolverle la forma de ritual dramático, de tal forma que los elementos concomitantes sugerirán a veces una analogía con otro mito al que se le ha dado un giro anecdótico totalmente distinto, lo cual arrojará luz sobre ambos.

Cualquier estudio de la mitología griega debería comenzar con un análisis de los sistemas políticos y religiosos que existían en Europa antes de las invasiones arias procedentes de los lejanos norte y este. A juzgar por los artefactos y los mitos que han sobrevivido hasta nuestros días, toda la Europa neolítica tenía un sistema de ideas notablemente homogéneo, basado en el culto a la Diosa Madre (con su diversidad de nombres), que también era conocida en Siria y Libia.

La Europa antigua no tenía dioses. La Gran Diosa era considerada inmortal, inmutable y omnipotente, y el concepto de paternidad no se había incorporado aún al pensamiento religioso. Ella tenía amantes, pero sólo por placer, no para dar un padre a sus hijos. Los varones temían, adoraban y obedecían a la matriarca. El hogar que ella atendía en una cueva o choza era el más primitivo centro social, y la maternidad, el misterio esencial. Así pues, la primera víctima de un sacrificio público en Grecia era ofrecida siempre a Hestia, diosa del Hogar. La blanca imagen anicónica de la diosa, quizás su emblema más difundido, que aparece en Delfos como el omphalos u ombligo, puede que representara originalmente un montón de cenizas blancas cubriendo el carbón al rojo, que es la forma más sencilla de mantener el fuego sin humo. Más tarde se identificó pictóricamente con el montón encalado bajo el cual se escondía el muñeco protector de la cosecha de maíz, que se sacaba ya germinado en primavera, y con el montículo de conchas marinas, cuarzo o mármol bajo el cual se enterraba a los reyes. Y a juzgar por Hémera de Grecia y Grainne de Irlanda, no sólo la luna sino también el sol eran los símbolos celestiales de la diosa. Sin embargo, en el antiguo mito griego el sol cede prioridad a la luna, la cual inspira un horrible temor supersticioso, no se oscurece al declinar el año y tiene el poder de dar o negar agua a los campos.

Las tres fases de la luna —nueva, llena y menguante— evocaban las tres edades de la matriarca: doncella, ninfa (mujer núbil) y vieja fea. Luego, dado que el curso anual del sol recordaba igualmente el auge y declive de sus facultades físicas —doncella en la primavera, ninfa en verano y vieja en invierno—, se identificaba a la diosa con los cambios de estación en la vida vegetal y animal, y por tanto con la Diosa Madre, que al comienzo del año vegetativo da sólo hojas y capullos, luego flores y frutos y finalmente deja de producir. Posteriormente se la concibió como otra tríada: la doncella del aire superior, la ninfa de la tierra o el mar y la vieja del mundo subterráneo, tipificadas respectivamente por Selene, Afrodita y Hécate. Estas analogías místicas fomentaron el carácter sagrado del número tres, y la diosa Luna llegó a alcanzar nueve facetas cuando cada una de las tres personificaciones —doncella, ninfa y vieja— aparecieron en tríadas para demostrar su divinidad. Sus adoradores nunca olvidaron que no se trataba de tres diosas, sino de una, aunque en la época clásica el templo de Estínfalo en Arcadia era uno de los pocos que quedaban en los que todas ellas llevaban el mismo nombre: Hera.

Una vez admitida oficialmente la relación del coito con el parto —un relato de este momento decisivo en la historia de la religión aparece en el mito hitita del ingenuo Appu (H. G. Güterbock, Kumarbi, 1946)—, el estatus del hombre en la religión fue mejorando gradualmente y se dejó de atribuir a los vientos o los ríos la preñez de las mujeres. Parece que la ninfa tribal elegía un amante anual entre su entorno de jóvenes varones, un rey para ser sacrificado al acabar el año, haciendo de él un símbolo de fertilidad más que un objeto de placer erótico. La sangre esparcida de este hombre servía para hacer fructificar los árboles y las cosechas y para la reproducción de los rebaños. Su carne se partía y era comida cruda por las ninfas compañeras de la reina, sacerdotisas con máscaras de perras, yeguas o cerdas. Después, como modificación a esta práctica, el rey moría tan pronto como el poder del sol, con el que se le identificaba, empezaba a declinar en verano, y otro joven, su mellizo o supuesto mellizo —un antiguo término irlandés muy apropiado es tanist—, se convertía en amante de la reina para ser debidamente sacrificado a mediados del invierno y recibir el premio de convertirse en serpiente oracular. Estos consortes tenían poder ejecutivo sólo cuando se les permitía representar a la reina vestidos con sus trajes mágicos. Así fue como se desarrolló el reinado masculino y, aunque el sol se convirtió en símbolo de la fertilidad masculina al identificarse la vida del rey con el paso de las estaciones, siguió estando bajo la tutela de la Luna, al igual que el rey lo estuvo bajo la de la reina, al menos en teoría, incluso mucho después de haber desaparecido la fase matriarcal. Por eso las brujas de Tesalia, una región conservadora, solían amenazar al Sol, en nombre de la Luna, con engullirlo en una noche eterna.

Sin embargo, no hay pruebas de que incluso allá donde las mujeres eran soberanas en asuntos religiosos a los hombres se les negaran algunos campos en los que pudieran actuar sin la supervisión femenina, aunque es muy posible que adoptaran muchas de las características del «sexo débil» consideradas hasta entonces funcionalmente propias del hombre. A ellos se les podía confiar la caza, la pesca, la recolección de ciertos alimentos, el pastoreo de rebaños y manadas y su ayuda en la defensa del territorio tribal frente a los intrusos, siempre y cuando no transgredieran la ley matriarcal. Se elegían jefes de los clanes totémicos y se les recompensaba otorgándoles ciertos poderes, especialmente en tiempos de guerra o durante las migraciones. Las reglas para determinar quién actuaría como jefe supremo variaban, al parecer, de un matriarcado a otro: normalmente se elegía al hermano de la reina, su tío materno o el hijo de su tía por parte de madre. El jefe supremo de una tribu primitiva tenía también autoridad para actuar como juez de disputas personales entre hombres, con tal de que no se menoscabara con ello la autoridad religiosa de la reina. La sociedad matriarcal más primitiva que existe en nuestros días es la de los nagares de la India meridional, donde las princesas, a pesar de casarse con niños de los que inmediatamente se divorcian, tienen hijos con amantes de cualquier rango social. Las princesas de varias tribus matrilineales de África Occidental se casan con extranjeros o plebeyos. Las mujeres de la realeza griega prehelénica también consideraban normal elegir amantes entre sus siervos cuando las Cien Casas de Lócride y los locros epicefirios no eran excepcionales.

Al principio se calculaba el tiempo por las fases de la luna, y todas las ceremonias importantes tenían lugar en una determinada fase. Los solsticios y equinoccios no se fijaban con exactitud, sino por aproximación a la siguiente luna nueva o llena. El número siete adquirió un especial carácter sagrado porque el rey moría en la séptima luna llena después del día más corto. E incluso cuando, tras una cuidadosa observación astronómica, se demostró que el año solar constaba de 364 días más algunas horas, tuvo que ser dividido en meses —es decir, en ciclos lunares— antes que en fracciones del ciclo solar. Estos meses se convirtieron más tarde en lo que el mundo de habla inglesa aún sigue llamando commonlaw months (meses de derecho consuetudinario), de veintiocho días cada uno. El veintiocho era un número sagrado, en el sentido de que se podía adorar a la luna como mujer, cuyo ciclo menstrual es normalmente de veintiocho días, y porque éste es también el verdadero período de las revoluciones de la luna en relación con el sol. La semana de siete días era una unidad del mes de derecho consuetudinario, y parece que el carácter de cada día se deducía de la cualidad atribuida al correspondiente mes de vida del rey sagrado. Este sistema llevó a una identificación aún más estrecha de la mujer con la luna y, dado que el año de 364 días es exactamente divisible por veintiocho, la secuencia anual de festivales populares podría encajar en esos meses de derecho consuetudinario. Como tradición religiosa el año de trece meses subsistió entre los campesinos europeos durante más de mil años tras la adopción del calendario juliano. Así, Robín Hood, que vivió en la época de Eduardo II, exclamó en una balada que celebraba el festival del Primero de Mayo:

¿Cuántos meses felices hay en el año?

Trece hay, digo yo...

lo que un editor Tudor cambió por «Sólo doce, digo yo...». Trece, el número del mes en que muere el sol, nunca ha perdido su maléfica reputación entre los supersticiosos. Los días de la semana estaban a cargo de los Titanes: los genios del sol, de la luna y de los cinco planetas descubiertos hasta entonces, que eran responsables de ellos ante la diosa como Creadora. Este sistema se desarrolló probablemente en la matriarcal Sumeria.

Así pues, el sol pasaba por trece fases mensuales, comenzando en el solsticio de invierno, cuando los días empiezan a alargarse tras su largo declive otoñal. El día adicional del año astral, ganado al año solar por la rotación de la Tierra alrededor de la órbita del sol, se intercaló entre el decimotercero y el primer mes, y se convirtió en el día más importante de los 365, con ocasión del cual la ninfa tribal elegía al rey sagrado, que solía ser el ganador de una carrera, un combate o un torneo de arco. Pero este calendario primitivo sufrió modificaciones; parece que en algunas regiones el día adicional se intercaló, no en el solsticio de invierno, sino en algún otro día del Año Nuevo, como el correspondiente al día de la Candelaria (que marca el ecuador del invierno), cuando empiezan a aparecer los primeros indicios de la primavera; o en el equinoccio de primavera, cuando se considera que el sol alcanza su madurez; o en el solsticio de verano; o en el orto de Sirio, cuando crece el Nilo; o en el equinoccio de otoño, cuando caen las primeras lluvias.

La mitología griega primitiva se ocupa principalmente de las cambiantes relaciones entre la reina y sus amantes, relaciones que empiezan con los sacrificios anuales o bianuales de éstos y terminan en la época en que se compuso la Ilíada y los reyes se jactaban de «ser mejores que sus padres», siendo aquélla eclipsada por una monarquía masculina ilimitada. Numerosas analogías africanas ilustran las diferentes etapas de este proceso de cambio.

Buena parte del mito griego es historia político-religiosa. Belero fonte doma al alado Pegaso y da muerte a la Quimera; Perseo, en una variante de la misma leyenda, vuela por los aires y decapita a la madre de Pegaso, la gorgona Medusa; también Marduk, el héroe babilónico, mata a la monstruosa Tiamat, diosa del Mar. El nombre de Perseo debería deletrearse correctamente Pterseus, «el destructor», que no era, como bien ha sugerido el profesor Kerenyi, una figura arquetípica de la Muerte, sino que probablemente representaba a los patriarcales helenos que invadieron Grecia y el Asia Menor a comienzos del segundo milenio a.C., y desafiaron el poder de la triple Diosa. Pegaso había sido consagrado a ella porque el caballo con cascos en forma de luna aparecía en las ceremonias de invocación de la lluvia y de nombramiento de los reyes sagrados, y sus alas, más que de velocidad, eran símbolos de la naturaleza celestial. Jane Harrison ha señalado (Prolegomena to the Study of Greek Religión, capítulo V) que Medusa fue en un tiempo la diosa misma, ocultada tras una máscara profiláctica gorgona: un rostro espantoso para advertir a los profanos de los peligros de violar sus Misterios. Perseo decapita a Medusa, es decir, los helenos saquearon los principales templos de la diosa, despojaron a sus sacerdotisas de sus máscaras gorgonas y se apoderaron de los caballos sagrados. En Beocia se ha encontrado una representación primitiva de la diosa con cabeza de gorgona y cuerpo de yegua. Belerofonte, el doble de Perseo, mata a la Quimera licia, es decir, los helenos anularon el antiguo calendario medusino y lo sustituyeron por otro.

Igualmente la destrucción de Pitón por Apolo en Delfos parece registrar la toma del templo de la diosa Tierra cretense por parte de los aqueos. Y lo mismo se puede decir del intento de violación de Dafne, a quien Hera metamorfoseó luego en un laurel. Este mito ha sido citado por psicólogos freudianos como símbolo del horror instintivo de las muchachas por el acto sexual, si bien Dafne podría ser todo menos una virgen asustada. Su nombre es una contracción de Daphoene, «la sanguinaria», la diosa en estado orgiástico cuyas sacerdotisas, las Ménades, mascaban hojas de laurel para embriagarse (el laurel contiene cianuro potásico) y de tanto en tanto salían corriendo en noches de luna llena, asaltaban a los incautos viajeros y descuartizaban niños o animales jóvenes. Estos grupos de Ménades fueron suprimidos por los helenos y tan sólo el bosquecillo de laurel testimoniaba que Dafne había ocupado anteriormente los templos. Mascar laurel por alguien que no fuera la sacerdotisa profética, a quien Apolo mantuvo a su servicio en Delfos, estuvo prohibido en Grecia hasta la época romana.

Las invasiones helénicas a comienzos del segundo milenio a.C., denominadas comúnmente eólica y jónica, parecen haber sido menos destructivas que la aquea y la doria, a las que precedieron. Pequeñas bandas armadas de pastores que adoraban a la trinidad aria formada por Indra, Mitra y Varuna cruzaron la barrera natural del monte Otris y se asentaron de forma bastante pacífica entre las colonias prehelénicas de Tesalia y Grecia central. Fueron aceptados como hijos de la diosa local, a la que proporcionaban reyes sagrados. Fue así como la aristocracia militar masculina se reconcilió con la teocracia femenina no sólo en Grecia, sino también en Creta, donde igualmente pusieron el pie los helenos, quienes después llevaron la civilización cretense a Atenas y el Peloponeso. El griego llegó a hablarse finalmente en todo el Egeo y ya en la época de Herodoto solamente un oráculo utilizaba la lengua prehelénica (Herodoto: viii, 134-5). El rey actuaba como representante de Zeus, Poseidón o Apolo, y se hacía llamar por uno o varios de esos nombres, aunque incluso Zeus fue durante siglos un simple semidiós, y no una divinidad olímpica inmortal. Todos los mitos primitivos sobre el tema del dios que seduce a las ninfas parecen referirse a los matrimonios entre caudillos helenos y sacerdotisas de la Luna locales, matrimonios a los que Fiera se oponía enconadamente, lo que viene a significar la oposición del sentimiento religioso conservador.

Cuando la brevedad del reinado masculino empezó a resultar molesta, se acordó prolongar el año de trece meses a un Gran Año de cien lunaciones, al final del cual casi coincide el tiempo lunar con el solar. Pero, dado que aún era necesario hacer fructificar los campos y las cosechas, el rey accedió a sufrir una falsa muerte anual y ceder su soberanía por un día —el día intercalado que no se contaba en el año astral sagrado— al rey niño sustituto, o interrex, que moría al ocaso y con cuya sangre se rociaban los campos en una ceremonia. Luego el rey sagrado gobernaba durante todo el Gran Año, teniendo un tanista como lugarteniente, o bien los dos lo hacían en años alternos, o bien la reina les permitía dividir el reino en dos mitades y reinar de forma simultánea. El rey representaba a la reina en muchas funciones sagradas, llevaba sus vestiduras, se ponía pechos falsos, tomaba prestada su hacha lunar como símbolo de poder e incluso llegó a apoderarse del arte mágico de hacer llover. La muerte ritual del rey variaba en función de las circunstancias; podía ser descuartizado por mujeres salvajes, traspasado con una lanza de pastinaca, derribado con un hacha, atravesado en el talón con una flecha envenenada, tirado por un precipicio, quemado en una pira, ahogado en un estanque o muerto en un accidente de carro especialmente ideado a tal fin. La cuestión era que debía morir. La situación cambió cuando llegó una etapa en que los chicos fueron sustituidos por animales en el ara de sacrificios y el rey se negó a morir al concluir su prolongado mandato. Tras dividir el reino en tres partes y otorgar una a cada uno de sus sucesores, conseguía reinar durante un mandato más con la excusa de haber encontrado una aproximación más exacta entre el tiempo solar y el lunar, a saber, diecinueve años, o 325 lunaciones. El Gran Año se había convertido así en un Año Mayor.

Durante esta sucesión de etapas, reflejadas en numerosos mitos, el rey sagrado conservaba su posición sólo por el derecho que le otorgaba el matrimonio con la ninfa local, que se elegía bien por el resultado obtenido en una carrera con sus compañeras de la casa real, o bien por «ultimogenitura», es decir, por ser la hija núbil de menor edad en la rama más joven. El trono seguía siendo matrilineal, como lo era al menos teóricamente en Egipto, y el rey sagrado y su tanista siempre se elegían, por tanto, entre los miembros que no pertenecían a la casa real femenina. Hasta que finalmente un día un atrevido rey se decidió a cometer incesto con la heredera, considerada como hija suya, consiguiendo así un nuevo derecho al trono cuando llegase el momento de renovar su reinado.

Las invasiones aqueas del siglo xm a.C. debilitaron seriamente la tradición matrilineal. Parece que fue ahora cuando el rey se las ingenió para reinar durante toda su vida natural, de manera que en el momento de la llegada de los dorios, hacia finales del segundo milenio, la sucesión patrilineal ya se había convertido en norma. Un príncipe ya no abandonaba la casa paterna para casarse con una princesa extranjera; ahora era ella la que iba a vivir con él, como hizo Penélope seducida por Odiseo. La genealogía se hizo patrilineal, aunque un episodio samio mencionado en la Vida de Homero del pseudo Herodoto demuestra que algún tiempo después de que las Apaturias (o Festival del Parentesco Masculino) hubieran sustituido al Festival del Parentesco Femenino, los ritos aún estaban constituidos por sacrificios a la Madre Diosa a los que no se permitía la asistencia de hombres.

Entonces se acordó el sistema familiar olímpico como conciliación de las posturas helénica y prehelénica: una familia divina compuesta de seis dioses y seis diosas —encabezada por los respectivos soberanos, Zeus y Hera— que formaban una especie de Consejo de Dioses al estilo babilónico. Pero, tras una rebelión de la población prehelénica descrita en la Ilíada como una conspiración contra Zeus, Hera quedó subordinada a aquél. Atenea se declaró «a favor del Padre» y al final Dioniso aseguró la preponderancia masculina en el Consejo desplazando a Hestia. Sin embargo, las diosas, a pesar de haber quedado en minoría, nunca fueron completamente excluidas —como lo fueron en Jerusalén— porque los venerados poetas Homero y Hesíodo «habían dado a estas deidades sus títulos y diferenciado sus diversos dominios y poderes especiales» (Herodoto: ii. 53), que no eran fáciles de expropiar. Además, aunque el sistema de reunir a todas las mujeres de sangre real bajo el control del rey para desanimar a los extraños de cualquier intento contra un trono matrilineal se adoptó en Roma con la fundación del Colegio de Vestales, y en Palestina cuando el rey David formó su harén real, en Grecia nunca llegó a establecerse. La descendencia, la sucesión y la herencia por línea paterna impiden la creación de más mitos. Comienza entonces la leyenda histórica, que va desapareciendo a la luz de la historia común.

Las vidas de personajes como Heracles, Dédalo, Tiresias y Fineo abarcan varias generaciones, porque en realidad son más bien títulos que nombres de héroes concretos. No obstante, los mitos siempre resultan prácticos aunque sea difícil reconciliarlos con la cronología: insisten en algún punto de la tradición, no importa cuánto se haya distorsionado su significado en el relato. Tomemos, por ejemplo, la confusa narración del sueño de Éaco, en el que las hormigas, cayendo de un roble oracular, se convierten en hombres y colonizan la isla de Egina después de haberla despoblado Hera. Aquí, los principales puntos de interés son los siguientes: que el roble naciera de una bellota de Dodona; que las hormigas fueran de Tesalia; y que Éaco fuera nieto del río Asopo. Estos elementos se combinaron para dar un recuento conciso de las inmigraciones a Egina que tuvieron lugar hacía finales del segundo milenio a.C.

A pesar de la similitud del modelo en los mitos griegos, todas las interpretaciones detalladas de leyendas concretas están abiertas a ser cuestionadas hasta que los arqueólogos puedan proporcionar una tabulación más exacta de los movimientos tribales en Grecia y sus fechas. No obstante, el enfoque histórico y antropológico es el único razonable. Es posible demostrar la falsedad de la teoría que afirma que la Quimera, la Esfinge, la Gorgona, los Centauros, los Sátiros y otros seres afines son explosiones ciegas del inconsciente colectivo jungiano a las que nunca se ha dado ni se podrá dar un significado preciso. La Edad del Bronce y el comienzo de la del Hierro en Grecia no corresponden a la infancia de la humanidad, como afirma Jung. El que Zeus se tragara a Metis, por ejemplo, y posteriormente diera a luz a Atenea a través de un orificio abierto de un hachazo en su cabeza no es una fantasía irreprimible, sino un ingenioso dogma teológico que encarna al menos tres visiones contradictorias entre sí:

1. Atenea era la hija partogénica de Metis, es decir, el miembro más joven de la tríada encabezada por Metis, diosa de la sabiduría.

2. Zeus se tragó a Metis, de ahí que los aqueos suprimieran el culto a ella y atribuyeran toda la sabiduría que la diosa poseía a Zeus como su dios patriarcal.

3. Atenea era hija de Zeus, por eso los aqueos adoradores de Zeus no destruyeron los templos de Atenea a condición de que sus seguidores aceptaran la soberanía suprema del dios.

La deglución de Metis por Zeus y su secuela tuvieron que ser representadas gráficamente en las paredes de un templo, y así, tal como el erótico Dioniso —en un tiempo hijo partogénico de Sémele— renació de su muslo, la intelectual Atenea renació de la cabeza de su padre Zeus.

Si algunos mitos son desconcertantes a primera vista, se debe normalmente a que el mitógrafo ha malinterpretado, accidental o voluntariamente, una imagen sagrada o un rito dramático. A este proceso lo he denominado iconotropía, y se pueden encontrar ejemplos del mismo en cada cuerpo de la literatura sagrada que autoriza una reforma radical de las antiguas creencias. El mito griego abunda en ejemplos iconotró picos. Por ejemplo, las mesas de taller de Hefesto, que tenían tres patas y eran capaces de trasladarse por sí mismas a las asambleas de los dioses para luego volver (Ilíada, xviii, pp. 368 y ss.), no son, como apunta sutilmente el Dr. Charles Seltman en su Twelve Olympian Gods, predecesoras de los automóviles, sino discos solares con tres patas cada uno (como el escudo de la Isla de Man), que aparentemente representaban el número de años de tres estaciones, período durante el cual se permitía reinar a un «hijo de Hefesto» en la isla de Lemnos. También el llamado «Juicio de París», en el que se apela a un héroe para que decida entre los encantos rivales de tres diosas y recompense con su manzana a la mejor, manifiesta una antigua situación ritual ya superada en la época de Homero y Hesíodo. Estas tres diosas son en realidad una sola en tríada: Atenea la doncella, Afrodita la ninfa y Hera la vieja. Y es Afrodita quien ofrece la manzana a París en lugar de recibirla de él. Esta manzana, que simboliza el amor comprado por París con su propia vida, será el pasaporte de éste a los Campos Elíseos, los huertos de manzanos del Occidente a los que sólo tienen permitido el acceso las almas de los héroes. Un obsequio parecido aparece con frecuencia en mitos irlandeses y galeses. También las Tres Hespérides se lo ofrecen a Heracles, y Eva, «Madre de todo ser viviente», se lo entrega a Adán. Así Némesis, diosa del bosquecillo sagrado que en un mito posterior se convirtió en símbolo de la venganza divina sobre los reyes orgullosos, lleva una rama cargada de manzanas, que es su regalo a los héroes. Todos los paraísos del Neolítico y la Edad del Bronce eran islas-huertos. De hecho, la misma palabra paraíso significa «huerto».

Una verdadera ciencia del mito debería comenzar con el estudio de la arqueología, la historia y la religión comparada, y no en la consulta del psicoterapeuta. Aunque los defensores de Jung sostienen que «los mitos son revelaciones originales de la psique preconsciente, conclusiones involuntarias sobre los sucesos psíquicos que tienen lugar en el inconsciente», el contenido de la mitología griega no fue más misterioso que las modernas caricaturas electorales, y en su mayor parte los mitos se formularon en territorios que mantenían estrechos contactos políticos con la Creta minoica, un país tan sofisticado que contaba con archivos escritos, edificios de cuatro pisos con higiénicos sistemas de canalización, puertas con modernos sistemas de seguridad, marcas registradas, ajedrez, un sistema centralizado de pesas y medidas y un calendario basado en una paciente observación astronómica.

Mi método ha consistido en ensamblar en una narrativa armónica todos los elementos sueltos de cada mito, apoyándolos con variantes poco conocidas que pueden ayudar a determinar el significado, y al mismo tiempo intentar responder lo mejor que sé a todas las preguntas que se puedan plantear, tanto en términos históricos como antropológicos. Soy consciente de que es ésta una tarea demasiado ambiciosa para un único mitólogo, por mucho empeño y esfuerzo que le dedique. Por alguna parte tendrán que aparecer errores. Permítaseme ahora recalcar que cualquier afirmación hecha en esta obra sobre la religión o el ritual mediterráneo antes de la aparición de los registros escritos es pura conjetura. No obstante, desde que este libro apareció en 1955, me he sentido alentado por las cercanas analogías que E. Meyrowitz aporta en su Akan Cosmological Drama (Faber & Faber) respecto a los cambios sociales y religiosos presentados aquí. Los akanos son un pueblo resultante de la inmigración hacia el sur de bereberes libios —primos de la población prehelénica griega— desde los oasis del Sáhara (véase 3.3) y su mezcla étnica mediante matrimonios en Tombuctú con negros del río Níger. En el siglo xi d.C. se trasladaron más al sur, hacia lo que ahora es Ghana. Entre ellos persisten cuatro tipos distintos de culto. El más antiguo adora a la Luna como la suprema triple diosa Ngame, absolutamente idéntica a la libia Neith, la cartaginesa Tanit, la cananea Anatha y la primitiva Atenea griega (véase 8.7). Se dice que Ngame procreó cuerpos celestes por sus propios medios (véase 1.7) y que luego dio vida a los hombres y a los animales disparando a sus cuerpos inertes flechas mágicas con su arco de luna nueva. También se cuenta que puede tomar vida en su aspecto asesino, como lo hizo la diosa lunar Ártemis (véase 22.2). Se piensa que en períodos de inestabilidad una princesa de linaje real puede ser derrotada por la magia lunar de Ngame y parir una deidad tribal que establece su morada en un santuario y guía a un grupo de emigrantes a una nueva región. Esta mujer se convierte en reina-madre, jefa militar, jueza y sacerdotisa de la colonia que ella misma funda. Entretanto, la deidad se ha revelado como un animal totémico que se halla protegido por un estricto tabú, aparte de la cacería anual y el posterior sacrificio de un único ejemplar, lo que arroja luz también sobre la cacería anual de la lechuza que practicaban los pelasgos en Atenas (véase 97.4). Se crean entonces los estados, formados por federaciones tribales, convirtiéndose la deidad tribal más poderosa en la diosa del Estado.

El segundo tipo de culto marca la coalescencia de los akanos con los adoradores sudaneses de un dios-padre, Odomankona, quien proclamaba haber creado el universo sin ayuda de nadie (véase 4.c). Parece que eran guiados por caudillos varones elegidos y habían adoptado la semana sumeria de siete días. Se adapta entonces el mito diciendo que Ngame dio vida a la creación inanimada de Odomankona y cada deidad tribal pasa a representar una de las siete potencias planetarias. Dichas potencias —tal como presumo que sucedió en Grecia cuando se introdujo desde Oriente el culto de los Titanes (véase 11.3)— forman parejas de varón y hembra. La reina-madre del Estado, como representante de Ngame, realiza un matrimonio anual sagrado con el representante de Odomankona, a saber, el amante que ella ha elegido y a quien, al acabar el año, los sacerdotes matan y desuellan. Esta misma práctica parece haber existido entre los griegos (véanse 9.a y 21.5).

En el tercer tipo de culto, el amante de la reina-madre se convierte en rey y es venerado como el aspecto masculino de la Luna, siendo así el equivalente del dios fenicio Baal Haman. Para evitar su muerte se sacrifica cada año a un muchacho que representa el papel de rey (véase 30.7). La reina madre delega entonces su poder ejecutivo en un visir y se concentra en sus funciones rituales, destinadas a la fertilización.

En el cuarto tipo de culto, el rey, tras haber conseguido que le rindan pleitesía unos cuantos reyezuelos, rechaza su aspecto dios-Luna y se proclama a sí mismo rey-Sol al estilo de los egipcios (véanse 67.7 y 2). A pesar de seguir celebrándose cada año el sagrado rito matrimonial, el rey se libera de la dependencia de la Luna. En esta etapa, el matrimonio patrilocal sustituye al matrilocal y proporciona a las tribus heroicos ancestros masculinos a los que adorar, tal como ocurrió en Grecia, aunque allí el culto solar nunca desplazó al culto del dios-trueno.

Entre los akanos, todo cambio relacionado con el ritual de la corte se indica añadiendo algo al mito ya aceptado de los acontecimientos celestes. Así, si el rey ha nombrado un nuevo guardián real y para dar más brillo a este cargo le casa con una princesa, se anuncia entonces que un guardián celeste ha hecho lo mismo. Es probable que el matrimonio de Heracles con la diosa Hebe, y su nombramiento como guardián de Zeus (véase 145.z y /), reflejara un acontecimiento similar acaecido en la corte de Micenas; y que los festines divinos del Olimpo fueran el equivalente de las celebraciones de Olimpia bajo la presidencia conjunta del rey supremo de Micenas, semejante a Zeus, y la suma sacerdotisa de Hera en Argos.

Por último, quiero expresar mi profundo agradecimiento a Janet Seymour-Smith y a Kenneth Gay por ayudarme a dar forma a este libro; a Peter y Lalage Green por haber corregido las pruebas de los primeros capítulos; a Frank Seymour-Smith por enviarme desde Londres textos latinos y griegos difíciles de encontrar; y a los muchos amigos que me han ayudado a mejorar la primera edición.

R. G.

Deiá, Mallorca

España

Nota: Cada mito se cuenta primero en forma de narración, identificándose los párrafos con letras en cursiva (a, b, c...). Las fuentes se dan en notas al pie de página, numeradas de acuerdo con las referencias del texto. Luego viene un comentario explicativo dividido en párrafos identificados con números en cursiva (1,2,3...). Las referencias cruzadas de una sección explicativa a otra se hacen indicando el número del mito y del párrafo. Por ejemplo (43.4) remite al lector al párrafo 4 de la sección explicativa del mito 43.

Los mitos griegos

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