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SÁLVESE QUIEN PUEDA

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Resulta muy instructivo apreciar hasta qué punto algunos representantes del feminismo, incluso los que durante años se abanderaron en las corrientes más radicales, comienzan a revisar sus postulados y a interrogarse sobre las consecuencias de esta profunda transformación social. Nadie que posea un mínimo de honestidad intelectual puede dejar de advertir que al desaparecer la base de sustentación en la que se apoyaba la praxis de las identidades sexuales, o al menos al desvelarse la relatividad de su fundamento, los hombres y las mujeres de la modernidad contemporánea acusan sintomáticamente una desprotección ontológica sin precedentes. Los adultos son niños que han perdido las referencias de su sexo, huérfanos en un mundo donde el símbolo de la paternidad es progresivamente sustituido por el tutelaje de expertos que diseñan una codificación universal de la conducta. Aun cuando la tesis lacaniana de la no-relación no se basa en absoluto en una razón histórica o social, sino en un desarrollo lógico del concepto freudiano de pulsión, lo cierto es que sus consecuencias clínicas no se habían mostrado nunca antes con la singularidad de la época actual. Somos testigos de una paradoja que en sí misma constituye un síntoma del desconcierto existencial de los sujetos. Por una parte, los hombres y las mujeres se redescubren como seres privados de un saber sobre su sexo, o al menos dudosos en cuanto a la eficacia del saber que poseen y por lo tanto se declaran deseosos de aprenderlo todo. La sexología, pseudociencia de la felicidad sexual, sólo podía prosperar en una época en la cual los sujetos se confesaran ignorantes del goce de su sexo y reconociesen que en ese terreno tienen que volver a cursar desde el parvulario. Un sinnúmero de saberes ofrecen un mundo de posibilidades a estos niños grandes, a los que hay que enseñarles cómo practicar el coito, cómo llevar a buen término un alumbramiento, y fundamentalmente cómo ocuparse de una prole cuya educación no se inspira ya más en la tradición pedagógica patriarcal. Pero, por otra parte, los medios de comunicación se han convertido en transmisores de un nuevo evangelio que promete una forma inédita de salvación: la genética.

Al igual que el mensaje evangélico clásico, esta variante tampoco acaba de llegar, pero promete un gran alivio: la posibilidad de confiar en que nuestros genes saben todo lo que es preciso saber, desde lo que determina el interés de un sexo por el otro (incluso por el mismo) hasta lo que garantiza el buen desempeño de la maternidad. En definitiva, la salvación consiste, en este caso, en devolvernos a una naturaleza que habíamos perdido. Cómo y cuando se producirá esta restauración de nuestra condición humana, en la que nos hemos enredado durante siglos atribuyéndole determinaciones simbólicas, lingüísticas e históricas, es algo que aún está por verse, pero sólo es cuestión de unos pocos años más, según dicen, para regocijarnos con el reencuentro de nuestra primitiva felicidad de seres vivos.

¿Por qué razón, tras el indiscutible avance científico que ha supuesto la eliminación del antropomorfismo en la investigación de la naturaleza, las ciencias del comportamiento se empeñan en animalizar al hombre? Ésta es una pregunta que la filosofía y el psicoanálisis no pueden desatender, puesto que incumbe a un proyecto social y a una concepción de lo humano que amenaza lo más propio de la subjetividad: la diferencia.

El individualismo moderno, origen de un pensamiento sobre el ser que asentó la noción de diferencia, propagó asimismo el concepto de la igualdad como uno de los valores supremos de la democracia. Esta tensión entre igualdad y diferencia, que hizo vibrar los tres últimos siglos de la historia de Occidente, se deshace de un modo creciente en beneficio de la uniformización de la vida en todos sus órdenes. Las formas democráticas, que parecen aseguradas en los sectores más avanzados del capitalismo occidental, disimulan un totalitarismo de nuevo cuño, que no se impone mediante la brutalidad represiva, sino a través de la infiltración paulatina del credo científico-técnico en la totalidad de la existencia. La universalidad exigible por la ciencia en todos los objetos a los que se aplica, y la exaltación de la igualdad —no en el sentido político y humanitario proclamado por la Ilustración, sino en el de la uniformidad absoluta del individuo—, encuentran una alianza histórica sin precedentes. El psicoanálisis, que introdujo en el pensamiento sobre el ser la diferencia irrecusable de la sexualidad, constituye un fastidioso obstáculo en el camino del progreso. Tanto su método como su doctrina teórica suponen una rémora en el avance contemporáneo de la razón totalitaria sobre la que se establece el pacto entre formas democráticas, capitalismo y tecnociencia.

Mujeres, una por una

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