Читать книгу Mujeres, una por una - Shula Eldar - Страница 16
EL IDEAL DE UN MUNDO SIN DESEO
ОглавлениеResulta notable la escasa atención que los psicoanalistas han prestado al caso Mónica Lewinski, la becaria que consiguió poner de rodillas al jefe del imperio más poderoso de la tierra. Por primera vez en la historia de los Estados Unidos un presidente fue abatido a lametones, en lugar de balas, y los hijos de Freud apenas dedicaron unas pocas líneas al acontecimiento, que reúne algunos de los rasgos principales de la nueva modernidad en un país en el que la estupidez y la inteligencia, la liberalidad y la mojigatería se mezclan en curiosas proporciones. La poderosa industria de la pornografía, liderada en este caso por una tentadora joven, penetró en el despacho oval de la Casa Blanca ocasionando una estrepitosa catástrofe política. Los debates teológico-sexuales llenaron las hojas de los periódicos y los folios del impeachment: ¿Dios hace la vista gorda ante la felación o, por el contrario, la considera tan reprobable como un coito? Pensar en Dios mientras el cuerpo se entrega a su destino ¿reduce el pecado? En cualquier caso, lo importante ha quedado claro: ni siquiera el César se librará de la histórica venganza femenina contra el poder de los hombres y aunque su falo permanezca intacto su cabeza ha rodado por el polvo de la incorrección política. Clinton, otrora el hombre de la perpetua sonrisa, se convirtió en el símbolo de lo que Norteamérica detesta por encima de todas las cosas, incluso más que los crímenes de guerra: un hombre sin disimulo, es decir, un violador. Para algunas feministas, la heterosexualidad del varón es uno de los mayores peligros de la civilización actual por cuanto porta en su interior el mal de una sexualidad bestial y condenable. Perseguir y erradicar la virilidad es un deber de la política, y el mejor modo de lograrlo es el establecimiento de estrictas normas de comportamiento que regulen con todo detalle las relaciones entre hombres y mujeres. Si el presidente Clinton se hubiese ocupado de leer atentamente el código del Antioch College de Ohio, un centro universitario de reconocido prestigio, posiblemente habría prolongado algunos años más sus viajes en el Air Force One. Dicho código, que rige severamente los acercamientos entre los sujetos que pertenecen al campus, establece que toda intención sexual debe ser explícitamente advertida y no podrá realizarse sin obtener el consentimiento previo del partenaire. Por otra parte, la aceptación de uno de los pasos que podrían conducir al acto sexual no supone necesariamente un acuerdo respecto del siguiente, de modo que el avance en el proceso erótico requiere una negociación y recontratación constante. Conforme a la tradición paranoica de la sociedad anglosajona, el contractualismo de las relaciones sexuales se presenta como la mejor opción para sustituir el depreciado código clásico que regulaba el vínculo entre los sexos. Condenados a abandonar los modelos tradicionales, y faltos de auxilio en un orden natural de conducta, los «ciudadanos y ciudadanas» enajenan sus tentaciones a la coerción contractual, en la ilusión de que una rigurosa prevención simbólica será capaz de absorber lo real del sexo, el malentendido del deseo, la eterna equivocidad del encuentro entre un hombre y una mujer. En el fondo, lo que se persigue es la extirpación radical de todo signo del deseo del Otro, deseo que, como sabemos, sólo puede subsistir bajo los auspicios del misterio, de la opacidad, de la verdad como «decir a medias».
La corrección sexual, llevada al grado de la obsesión paranoica, propone un mundo plano, un mundo en el que los seres humanos ya no tendrían inconsciente, un mundo en el que los deseos se saben, se dicen y se legislan. Eros, transmutado en demonio, debe ser expulsado de la tierra, y en su lugar reinará una racionalidad soberana, garante del absolutismo de la igualdad o, en su defecto, de la inobjetable supremacía de la mujer. Extender la igualdad social y jurídica de los géneros a la vida amorosa es, en definitiva, un atentado a la condición humana en la cual la diferencia constituye un fundamento esencial. Si en nombre de la presunta higiene moral pretendemos erradicar esa diferencia sólo conseguiremos incrementar el dominio de la agresividad y el recelo entre los sexos.