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FEMINIZACIÓN DEL MUNDO
ОглавлениеLa reina Victoria fue, en su tiempo, una excepción; como lo fue Cleopatra en el suyo. «La pobre niña», como se llamaba Victoria a sí misma por haber perdido a su padre en la infancia, no amaba el poder pero lo tenía. Cleopatra lo amaba y lo tenía. Doble excepción.
Hoy, no hay excepción. Si durante siglos, por razones que no entraremos a analizar aquí, las cosas se ordenaron en la cultura de modo que las mujeres y el poder tuvieran una relación excepcional, hoy las mujeres mandan. Ya el mundo ha tomado nota de que casi no hay país en Occidente en el que una mujer no esté en lo más alto del poder, político o económico, o en sus aledaños. Por supuesto que siempre se discutió quién llevaba los pantalones en un hogar, pero eso era, justamente, sólo motivo de discusión; incluso con la metáfora «llevar los pantalones» se indicaba que el poder las volvía viriles.
Ahora las mujeres han obtenido el poder por ley. Ésa es la razón por la que Jacques-Alain Miller afirma que «entramos en la gran época de la feminización del mundo».6 Es algo nuevo que ha emergido en la cultura y ya se verá qué hacen las mujeres con ese poder.
Pero la feminización del mundo implica también la cara de imperativo a la que nos referíamos antes, el: «¡Goza!». Hoy se está obligado a gozar, a ir más allá, a diferencia de la época de Victoria, en que gozar estaba prohibido y eso se obtenía transgrediendo ese límite. Fue, entre otras cosas, por la operación del psicoanálisis que el sexo y la moral se separaron. Alain Badiou se pregunta si el hedonismo actual no oculta también una moral en su imperativo de gozar, la moral de gozar con la atrocidad. «Vemos —dice— llegar la hora de la obscenidad general de los gladiadores, de los suplicios en tiempo real, que hará añicos hasta a las matanzas políticas del siglo muerto».7
¿Y por qué llamar «feminización» al imperativo de gozar más allá de todos los límites? Siempre hubo algo inquietante en las mujeres, incluso para ellas mismas, que ignoran cuán lejos pueden ir en su goce, hasta el punto de que ellas —dice Lacan—, cuando su hombre «lo hace como todo el mundo», se tranquilizan.