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LA PERVERSIÓN NO ES UNA «ANORMALIDAD»
ОглавлениеEl tono de comedia para referirse al travestismo en el film de Wilder no oculta lo que los norteamericanos habían hecho de los modos de goce como la perversión: algo anormal. Se constata una doble curiosidad. Por un lado, los analistas de Estados Unidos, país donde se refugió Wilder, se dedicaron, en contra de las posiciones de Freud, a hacer de la perversión una enfermedad, una anormalidad y no, como lo es, la elección de un modo de gozar. Al situarla así, le impidieron su entrada en la «profesión» psicoanalítica. Por otro lado, la perversión acude al diván con reticencia. Déficit a cargo de los psicoanalistas.
Actualmente existe una deriva que ha transformado el tradicional campo semántico ligado a la perversión (sutileza, título de nobleza, rigor, delicadeza consumada, humor, ironía, arte...), convirtiendo esa delicadeza en mercancía, esa perversión generalizada en norma social, esa estructura del sujeto en algo que no está prohibido y que, por lo tanto, es obligatorio. Claude Chabrol, por su parte, al comentar su film «Gracias por el chocolate», da a entender que la notoria permisividad para hablar públicamente de los goces otrora más rechazados por las buenas conciencias (sadismo, masoquismo, pedofilia, homosexualidad, travestismo, etc.) barrerá posiblemente con lo que se consideraba, hasta ahora, como una estructura clínica: la perversión, para convertir esos goces en algo para todos, y ponía el nombre de «perversidades» a esa «perversión para todos». Es claro que esos goces no están por ahora al alcance de esos todos, a lo sumo muchos sueñan o se aterrorizan con ellos, por lo cual hay una distancia entre las perversidades de las que habla Chabrol y la perversión generalizada a la que se refiere Miller.
¡Nada menos que la ranura del inconsciente!
Es verdad que no siempre se ha gozado de la misma manera en Occidente (el imperio del goce oriental, con su promesa de una libertad para el goce, aún no ha producido los efectos que su fascinación —repetida en Occidente— anuncia), y que éstos son momentos de pasaje en los que algunos son empujados a sumarse a estos nuevos «usos» del sexo —que Foucault nombraba como «intensificación del placer»—, y que otros toman esa decisión, a sabiendas o sin saberlo, en cierto momento crucial de su vida.
¿Cuáles serán los efectos de esas elecciones en aquellos que, de una o de otra manera, las han llevado a cabo? Algunos son difíciles de establecer; por ejemplo: aquellos ligados al uso de objetos técnicos. De algunos ya sabemos algo: el consolador eléctrico de dulces colores, nos advierte la serie «Sexo en Nueva York» («Sex and the city»), produce adicción en la más ingenua de las amigas, quien no puede salir de su habitación dado su entusiasmo con su dildo, por lo cual sus restantes amigas «deben» expropiarle el dichoso instrumento para volver al gineceo original congregado alrededor del horizonte: «encontrar el amor». De otros no tenemos todavía idea: véase el cibersuit (traje-ciber en versión masculina o femenina), que produce la estimulación de zonas erógenas de un compañero a kilómetros de distancia a través de Internet, o ese chip insertado en la nuca para producir orgasmos.
Parece previsible que el problema, si es que hay alguno para el sujeto en cuestión, no sólo se planteará a nivel de la llamada adicción, ya que es un límite al que es empujado gustosa y generalizadamente el individuo del consumo, incluso por los guionistas de «Sex and the city».
Los efectos habría que imaginarlos más cercanos a algunos testimonios de, por ejemplo, borramiento de fronteras en el interior de un movimiento masivo a cierto nivel como fueron en los setenta y, en particular, los movimientos llamados de liberación femenina. Tenemos un testimonio de ello en «la difícil frontera entre homosexualidad y heterosexualidad»:3 «La frontera es cada vez más difícil (de defender). Su caída no anunciará el reino de la bisexualidad generalizada como pudieron proclamarla en otros tiempos ciertas novelas homosexuales triunfantes, pero la homosexualidad generalizada no es exclusiva de otra cosa, por otra parte. ¿Qué quiere decir eso exactamente? Es difícil de decir, pero esto ¿no tiene nada que ver con el miedo al estallido del cuerpo que sintieron muchas antiguas heterosexuales antes del pasaje a la homosexualidad?».
La bisexualidad generalizada, la homosexualidad generalizada, la perversión generalizada no son sino los nombres de que «el cuerpo se erogeneiza en un mal lugar», como solía decir Oscar Masotta; eso se pone en juego cada vez que alguien toma una decisión sobre su goce, ya que el cuerpo no se presta dócilmente a las manipulaciones a las que lo somete su incrédula «dueña» ni las pasiones dejan de desencadenarse aunque medien las máquinas. En fin, todo acto tiene consecuencias e ir más allá de los propios límites no es para todos. Jacques Lacan llamó «ingenuidad de la perversión personal»4 al uso que cada uno hace de estos fantasmas con los que alguien se consuela del propio goce, que siempre implica ciertos límites. Esta «ingenuidad» sería todo el rasgo perverso que la mayoría de los humanos se puede permitir. Eso significa que allí donde el sujeto se cree el tramoyista de su goce sexual, en su fantasma, allí mismo no sabe que se hace ser el objeto que engancha al otro para gozar más allá del principio del placer, como lo desarrolla Freud al deslindar tres tiempos de la pulsión en «Pulsiones y destinos de la pulsión».5 Es en este dominio de la pulsión en el que somos todos perversos y no ingenuos; pero, en este dominio, el sujeto no desea su bien e ignora sus propios límites...