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EL SEXO DÉBIL LUCIA D’ANGELO

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Freud critica a lo largo de su obra el rigor de la exigencia cultural y la dificultad creciente de la unión genital de los sexos, que no hacen más que favorecer otras modalidades del encuentro y de las prácticas sexuales. La sexualidad considerada bajo el prisma de la civilización se presenta bajo la forma de un síntoma de la civilización misma.

Es necesario, siguiendo la línea de la reflexión freudiana, considerar la pertinencia de la relación entre el síntoma y la civilización, así como evaluar las consecuencias del desarrollo de la pulsión sexual y de sus desviaciones.

Según Freud, de los prejuicios y perjuicios que se imputan a la moral sexual de la época, el psicoanalista tiene el deber ético de elucidar aquellos valores que se difunden con rapidez en la sociedad y cuya promoción es reconducible a dicha moral.

Lacan retoma la dimensión social del síntoma de la sexualidad cincuenta años más tarde, bajo la misma perspectiva, subrayando el interés que suscita la constatación del cambio de figuras del Otro de la contemporaneidad, que hace cambiar, al mismo tiempo, las formas y usos del síntoma que vale también para el sujeto, femenino o masculino, y su sexualidad.

La nerviosidad moderna evocada por Freud en su época o la subjetividad moderna, evocada por Lacan en la suya, hace ponernos en el camino de lo que el psicoanálisis debe preguntarse: ¿cuáles son las coordenadas del Otro de nuestra época, ¿cómo se inscribe el sujeto contemporáneo en el Otro, acompañado de su malestar por el sexo, es decir, por sus síntomas neuróticos, sus invenciones psicóticas y por el uso y abuso de sus prácticas perversas?

Para Lacan, el psicoanalista no se recluta entre aquellos que se libran por entero a las fluctuaciones de la moda en materia sexual. Debemos tener en cuenta los cambios profundos en las relaciones entre los hombres y las mujeres que hayan podido producirse en el tiempo histórico que nos separa de Freud.

En el comienzo del siglo XXI una perspectiva de la actualidad permite vislumbrar el interés creciente que despiertan los cambios profundos que se han producido en la relación entre los sexos y las diversas formas que adquieren los síntomas sexuales.

El psicoanálisis puede y por ende debe contribuir en el debate actual sobre la sexualidad. Se trata de un deber ético, deber que se sostiene, como J. Lacan nos enseña, de la ética misma del psicoanálisis.

En cuanto a los aportes que el psicoanálisis ha hecho a lo largo de un siglo, exceptuando a Freud y a Lacan, es visible que el volumen de contribuciones referentes al problema de la feminidad contrasta con aquellas que especialmente se refieren a la sexualidad masculina. Es un hecho que las mujeres tienen algo que enseñar sobre el Otro sexo. Queda por preguntarnos, ¿qué es lo que enseñan los hombres?

En ese sentido, como contribución al presente libro, nos ha parecido oportuno ocuparnos de la problemática de la sexualidad desde la vertiente masculina. Quizás una actualización de las referencias psicoanalíticas que nos han aportado tanto la obra de Freud como, después, la enseñanza de Lacan contribuya a formular una interrogación más incisiva por parte del psicoanálisis sobre la sexualidad masculina y las transformaciones ocurridas en el mundo contemporáneo concernientes a las relaciones entre el hombre y la mujer.

La aparición de los «Tres ensayos de teoría sexual»1 en 1905 y su polémico capítulo titulado «Las aberraciones sexuales» permite deducir el modo de investigación freudiano aplicado a las referencias obtenidas por sus predecesores y contemporáneos.

La inversión conceptual freudiana relativa al problema de la sexualidad —de los perversos sexuales a la sexualidad perversa— introduce una modalidad nueva de investigación que hace surgir la problemática de la sexualidad y del encuentro y desencuentro del hombre y la mujer en un marco teórico, clínico y ético en el cual Freud puede aparecer menos crítico, menos convincente frente a las aspiraciones del lector no prevenido.

Pero para Freud no se trata de estar en contra ni a favor de la intelectualidad de la época; se trata, sin duda, de decir otra cosa.

En ese sentido, la posición freudiana cambia el método descriptivo del siglo XIX, cuyo esfuerzo consistió en constituir una nosografía de la sexualidad y de sus llamadas desviaciones, pero al mismo tiempo trata de establecer la etiología de las mismas. Es decir, se pregunta por la causa del síntoma de la sexualidad.

En última instancia, la aspiración de Freud es cómo incidir desde el psicoanálisis y de qué modo intervenir en la disputa por la apropiación del concepto de sexualidad por parte de la medicina, de la sexología, de la moral, de la religión, de lo jurídico.

En el final de su obra, el resumen de todas esas consideraciones, nos hace verificar que la sexualidad y sus desviaciones, llamadas perversiones, atraviesan por caminos diferentes todo el mapa de sus elaboraciones. La pretensión de aislar sus mecanismos como fenómenos separados de las estructuras clínicas es descartada desde los inicios.

La sexualidad y sus perversiones son compatibles con las neurosis, con las psicosis y con la perversión como tales. La libido le hace atravesar de maneras diferentes todos los caminos de la clínica psicoanalítica: sea como significación de síntomas o como actos perversos.

Sin embargo, toda la problemática de las perversiones freudianas recae sobre todo del lado masculino, tal como hemos examinado en una investigación anterior.2 La mujer parece más alejada de este parentesco. En efecto, según Freud, las perversiones masculinas pueden presentarse como figuras de defensa contra la privación fálica de la mujer, como actitud femenina y pasiva frente al amor por el padre, como libido narcisista y también como sublimación.

De esa forma, el polimorfismo de la sexualidad masculina se presenta como síntoma relativo al deseo o como fijación libidinal con relación al goce sexual.

Por su parte, Lacan, en una lectura interesada sobre el tema de la sexualidad, proseguida a lo largo de treinta años de enseñanza, aborda la problemática desde el mismo sesgo porque la sexualidad y sus perversiones atraviesan todo el conjunto de las elaboraciones lacanianas.3

Sin embargo, es en la década de los cincuenta cuando Lacan precisa su punto de partida, por el lado de las llamadas perversiones, con una afirmación sorprendente: [...] «todo el problema de las perversiones consiste en concebir cómo el niño, en su relación con su madre, [...] se identifica al objeto imaginario de su deseo, en tanto que la misma madre lo simboliza en el falo».4

Bajo la salvaguardia del registro de lo imaginario, la dialéctica del amor y del deseo, Lacan acentúa la incidencia de lo simbólico en lo imaginario a partir del operador conceptual del falo. Por esa misma época subraya que hay una diferencia entre el deseo masculino y el deseo femenino y enfatiza también el deseo perverso «[...] en la medida, que apenas acentúa la función del deseo en el hombre, en cuanto instituye la dominancia, en el sitio privilegiado del goce, del objeto a del fantasma que sustituye al Otro».5

Es desde esta perspectiva que Lacan subraya que es el falo simbólico el que explica tanto las particularidades del abordaje de la sexualidad por la mujer como lo que hace del sexo masculino el sexo débil respecto de la perversión.6

Así, el concepto de fijación de la libido acuñado por Freud es retomado por Lacan desde sus primeras elaboraciones sobre el goce, que viene al lugar de la privación del falo femenino. Y hace otra afirmación sorprendente, cuando subraya que, del lado femenino, la homosexualidad deviene ejemplar como estructura de la perversión misma.

Partiendo de estas premisas, y siguiendo el hilo de sus elaboraciones, el concepto mismo de deseo forma parte del deseo perverso.

En la década de los sesenta la reflexión lacaniana pone en primer lugar el problema de la sexualidad bajo la égida de la primacía del fantasma sexual, por encima del síntoma; el texto escrito por Lacan titulado «Kant con Sade».7

La fórmula del fantasma sadiano hace aparecer que el sujeto perverso se hace instrumento del goce del Otro y acuña el concepto de voluntad de goce, que implica los dos polos de la encrucijada perversa para dar cuenta de la clínica: el franqueamiento o el detenimiento de esa voluntad del goce, frente al límite que impone el deseo.

Se produce así un desplazamiento del concepto de deseo, cuya esencia es la transgresión. El fantasma, así, es el sostén del deseo sexual. El deseo puede o no hacer de límite a la modalidad del goce sexual del sujeto.

En la década de los setenta, se produce un viraje crucial en la clínica lacaniana, que opera también para su examen de la sexualidad. A la luz de las últimas elaboraciones de la enseñanza de Lacan, en «El sinthome»,8 la prevalencia de la relación madre e hijo pone en primer lugar una clínica del padre multiplicada bajo ciertas condiciones: [...] «la perversión quiere decir père-versión en tanto que el padre no es sino un síntoma o un sinthome».9 Todo esto hace reconducir a Lacan sus elaboraciones sobre las perversiones de la sexualidad, partiendo del goce como real o del sinthome, como un modo particular del goce del sujeto.

Así, Lacan critica «el catálogo» freudiano de las perversiones, para decir que no son verdaderas perversiones, sino modalidades del goce sexual masculino, a partir de la disyunción entre el goce y el Otro y de sus consecuencias.

Este breve recorrido, teniendo en cuenta las últimas consideraciones de la enseñanza de Lacan sobre la sexualidad masculina, nos pone en el camino de plantear algunas hipótesis para una nueva orientación teórica, clínica y ética que nos permite dar cuenta de un espectro mucho más amplio de la debilidad del hombre, frente a las llamadas perversiones masculinas.

La articulación del falo y del objeto en el fantasma, de la incidencia del fantasma en el síntoma, de la reinvención de la clínica del padre más allá del Edipo, el anudamiento de los registros de lo real, lo imaginario y lo simbólico, la clínica del nudo borromeo y la nueva versión del padre como síntoma o sinthome, nos permite dar cuenta de una clínica que no se detiene en la concepción del rasgo de perversión freudiano, sino que comparte, tanto del lado masculino o del femenino, la lógica de la distribución de los sexos.

Con Freud y con Lacan podemos verificar que las perversiones sexuales parecen estar destinadas a dar cuenta y esclarecer los pasajes más oscuros de la vida sexual. Tenerlas en cuenta permite formular nuevas cuestiones y nuevas problemáticas que se plantean en el momento actual, caracterizadas por los nuevos modos de gozar del sujeto contemporáneo. Permiten, al mismo tiempo, un nuevo abordaje clínico, epistémico y ético de la práctica psicoanalítica misma.

Si aceptamos la tesis freudiana y lacaniana de que el progreso de la civilización marca la vida sexual y sus perversiones de manera irrefutable con los ideales de época, los modos —y modas— del goce sexual, así como la repartición sistematizada —y hasta legalizada— del goce, antes celosamente privadas y ahora escandalosamente públicas, el psicoanálisis no puede ser indiferente al examen del régimen de la civilización actual, un examen que permita, a la vez, encontrar su lugar en los nuevos malestares de lo contemporáneo.

Así, el síntoma de la sexualidad se presenta siempre por la vertiente del fantasma sexual y necesariamente incluye al otro como partenaire. El deseo, según Lacan, aquel que nos interesa en el psicoanálisis, no es un deseo construido de entrada, sino un deseo que incluye todas sus paradojas.

El ser hablante, del lado del hombre, debe elegir hacer con el objeto a porque toda la relación sexual, con el partenaire, desemboca en el fantasma.

Esta particularidad del modo de gozar masculino permite postular que la condición del encuentro con su partenaire sexual es que el otro ocupe la posición de objeto porque el deseo del sujeto masculino aspira a que el otro consienta a las reglas de su fantasma sexual.

Así, el deseo masculino es parte del deseo perverso y su esencia es la transgresión. La voluntad de goce, en cualquiera, es una voluntad que fracasa, que encuentra su propio límite, su propio freno, en el ejercicio común del deseo y de sus perversiones.

El hombre neurótico se caracteriza por el hecho de que la verdadera naturaleza del deseo, ese paso decisivo, no es franqueada. El sujeto masculino, más que ningún otro, pone de relieve el hecho ejemplar de que no puede desear sino por la ley de su fantasma sexual. En ese sentido no puede sostener su deseo sino como deseo insatisfecho o como imposible.

El objeto del deseo masculino es aquel que consienta en ocupar su lugar en su fantasma sexual y sus perversiones, porque éstas son el sostén del deseo mismo.

Eso es, precisamente, lo que hace del sexo masculino el sexo débil frente a la perversión.

Mujeres, una por una

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