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2 LAS EMOCIONES INFANTILES

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Quizás hayamos oído o leído que en la primera infancia no se dispone de los mismos recursos psíquicos ni del mismo lenguaje verbal del que disponen los adultos. Sin embargo, en el caso de que lo sepamos intelectualmente, lo ignoramos en nuestra práctica cotidiana.

Esta es una evidencia observable en la calle o en la consulta. Sabemos que nuestros interlocutores son pequeños, pero nuestra emisora no cambia la frecuencia para conectar con su lenguaje. Estamos demasiado ocupados como para pararnos a escuchar y observar un lenguaje como el suyo, que es más visceral, directo e inmediato. Sólo si entramos en su universo estaremos danzando en la misma sintonía que ellos y podremos acompañarlos en su crecimiento, ya que nosotros ya hemos pasado por ese camino; sin embargo, ellos no lo han hecho por el nuestro.

Su lenguaje no es el verbal, sino el lenguaje del cuerpo, el lenguaje emocional que tiene mucha lógica, aunque a veces, o casi nunca, la entendamos, porque es la lógica propia de cada edad del desarrollo emocional. Es cierto que a veces esa lógica del lenguaje emocional infantil chirría o desentona cuando se desajusta, por cansancio o por cualquier otra razón. Ese es el momento en que necesita nuestra ayuda. Por ejemplo: cuando un niño pega lo primero que sentimos es malestar por su actuación, pero sin embargo en ese momento es cuando más atención, escucha y capacidad de contacto se requiere, para ayudarlo a buscar nuevamente su melodía de crecimiento saludable. Es el momento en que tenemos que preguntarnos ¿qué le pasa, qué siente para actuar así? Habitualmente no nos damos espacio para esta pregunta y tendemos a responder a una conducta que desaprobamos, reaccionando de forma inadecuada, por ejemplo dándole un cachete para que no vuelva a pegar. O quedándonos bloqueados sin saber qué hacer, o castigando o ignorando, como veremos en el capítulo sobre la agresividad.

¿Qué es una emoción? La palabra proviene del latín, de ex-movere, movimiento de dentro a fuera. Sin entrar en definiciones complejas de índole neurovegetativa, podemos definirla como las reacciones internas ante los estímulos del entorno, que pueden ser agradables o incluso dolorosas cuando hay componentes de angustia o miedo.

La doctora Elsa Wolfberg (2006) definió así los procesos emocionales en las Jornadas de Apego y Salud Mental:

 La emoción organiza la percepción, los pensamientos, la memoria, la fisiología, la conducta y la interacción social para afrontar la situación que genera esa emoción.

 Por ejemplo: cuando una persona tiene miedo es más fácil que codifique los estímulos como temibles o tranquilizantes, que asocie el recuerdo de situaciones peligrosas, que tenga pensamientos intimidantes y que tenga reacciones fisiológicas de alerta.

 Las emociones organizan respuestas a estímulos gratificantes o adversos, por ejemplo: un niño con miedo organiza una conducta que desencadena una respuesta confortante de la figura cuidadora.

 La emoción no sólo conecta el cuerpo y la mente de un sujeto, sino mentes y cuerpos de sujetos entre sí.

Y continúa textualmente: «En un primer momento el recién nacido posee dos estados básicos: un estado de relajación o satisfacción y un estado de tensión o insatisfacción presente en el neonato. Las más primitivas formas de comportamiento afectivo son generalmente reacciones automáticas, tales como la respuesta a estímulos internos o ambientales mediadas por el sistema nervioso autónomo (SNA). Estas reacciones fisiológicas proporcionan el substrato para las diferentes experiencias afectivas. Cuando nace, el niño está notablemente mal equipado para hacer frente a los estímulos de su nuevo medio ambiente. Es una criatura «subcortical», por así decirlo, que está en riesgo permanente de descompensarse por su hiperreactividad frente a los estímulos, debido a la falta de medios para modular sus respuestas. Por este motivo, la función materna constituye una ayuda esencial a las capacidades inhibitorias todavía inadecuadas del infante».

Todos reconocemos las siguientes manifestaciones de las emociones: siento tristeza y se produce una respuesta global del organismo que se exterioriza a través de llanto. Siento alegría y todo mi organismo se expande, a través de signos evidentes corporales y orgánicos. Siento miedo y el movimiento es inverso, el organismo se contrae. Siento agresividad y emerge la expresión de la rabia. Aparentemente es simple, pero ¿se permite en nuestra sociedad la expresión emocional?

Desde épocas milenarias, la educación cumple una función de represión e inhibición, sobre las emociones, definidas como negativas o positivas, según la sociedad en concreto. Parte de la educación se centra en modelar, dirigir y controlar los estados emocionales para lograr la adaptación a la sociedad y la aceptación. Tanto es así que en los grupos de padres es muy habitual escuchar la siguiente pregunta: ¿está bien que mi hijo exprese rabia? ¿Qué hago si tiene una emoción «negativa»?

Hay emociones agradables y otras menos agradables, pero todas cumplen una función. La función de evaluar en mi organismo si el exterior me gratifica o me frustra y la posibilidad consiguiente de buscar una salida. Por tanto, las emociones son una guía que nos indica el estado de la interacción con el medio, siempre y cuando estemos en contacto con ellas.

Conviene recordar nuevamente qué emociones eran consideradas malas o negativas en nuestra infancia y cuál era la reacción del medio ante ellas. ¿Te permitían expresar la rabia? ¿Cuál era la actitud de tus padres cuando decías sentir miedo?

La respuesta habitual suele ser selectiva. La alegría es en general aplaudida, mientras la agresividad está teñida de fuertes connotaciones negativas y con la misma negatividad se responde cuando se manifiesta.

Amar sin miedo a malcriar

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