Читать книгу Amar sin miedo a malcriar - Yolanda Gónzalez Vara - Страница 27

¿SON LAS EMOCIONES INFANTILES SIMILARES A LAS DE LOS ADULTOS?

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En una ocasión leí una frase que, aunque fría, me parecía práctica: «Los niños no son un edificio en miniatura, sino en construcción». Está claro que sus emociones y las nuestras difieren bastante.

Los bebés y los niños pequeños están gobernados sobre todo por el sistema límbico, sede de la regulación emocional, pero en ellos todavía la regulación emocional es totalmente inmadura y no cuentan con el intelecto ni la razón para comprender sus estados internos.

Mientras nosotros utilizamos y disponemos ya de un lenguaje racional, los bebés y los niños sólo disponen del lenguaje emocional y corporal. Y la emoción en ese instante es total, es decir, no caben matices, racionalización o explicación posible. Si con uno o dos años se le rompió el juguete preferido, no cabe alternativa posible. El llanto de desconsuelo es intenso y genuino, aunque a los pocos minutos su atención esté dirigida hacia otro juguete. Esto desconcierta a los padres, que minimizan o desvalorizan la intensidad de la emoción, por su breve temporalidad. Los bebés y los niños viven el «aquí y el ahora», y no cabe el luego, mucho menos el mañana. El concepto de tiempo se desarrolla gradualmente y lo que un niño de cuatro años es capaz de diferir para más tarde, uno que no ha cumplido los dos lo considera como una negativa. Los bebés y los niños necesitan adultos con capacidad de contacto y empatía para obtener la respuesta sensible y adecuada a su necesidad, pues su bienestar o malestar emocional y físico dependen totalmente de los adultos como cuidadores principales, sean éstos padres o educadores.

La calidad de la disponibilidad afectiva del cuidador es esencial para ir estructurando el mundo interno del bebé. En la danza que se establece entre el bebé y la madre (que tiene como sede central los sentidos y el cuerpo) ese ser vulnerable y totalmente dependiente que es el bebé va interiorizando, a través de sus activas demandas, si el mundo exterior es potencialmente bueno o por el contrario peligroso. Y esta percepción se conforma en función de las respuestas que recibe a sus demandas instintivas, de seguridad, placer, nutrición y afecto.

Tanto en la consulta como en la calle he visto bebés que se contraen y lloran mientras retiran la mirada de la mirada adulta, al mismo tiempo que tiembla su barbilla. Sus ojos transmiten desolación, desamparo, como si gritaran «¿es que no me escuchas?». Y el miedo se apodera de su cuerpo vulnerable sin que puedan metabolizarlo, integrarlo, comprenderlo, mientras tan sólo pueden esperar a que sus señales de petición de ayuda y atención sean captadas desde ese exterior brumoso y progresivamente más nítido que es el mundo externo. Son bebés con madres asustadas, que no entienden su lenguaje, que están cansadas y quizá contraídas también, que se sienten impotentes y rabiosas porque ya no saben qué hacer. Hablaré más tarde de la función crucial de los grupos de apoyo a la lactancia, como red social fundamental.

Puesto que los bebés y niños pequeños sienten intensamente, necesitan del adulto que, conteniendo, module la intensidad de sus emociones con la atención requerida para cada momento y necesidad específica. Esa mamá o ese papá que, contactando (cum-tactum: con tacto) con la emoción del bebé, sintonice con su sentir y desde su presencia emocional segurizante le transmita, con el lenguaje corporal, algo similar a las palabras «no estás solo, mamá está contigo, no tengas miedo. Sé lo que te pasa y te facilito con amor lo que necesitas». ¿Cómo? A través de su voz tranquilizadora y el calor de sus brazos.

Hay que tener presente que los bebés no disponen de funciones intelectuales que les permitan racionalizar la vivencia con un «mi mamá está en la cocina, por eso no viene a atender mi llanto», ni pueden comprender la ausencia de su figura vinculante con un «es que tiene que ir a trabajar, por eso no está conmigo».

Sienten y reclaman atención. La atención biológica y emocional que necesitan, por ser instintiva y vital para su bienestar, es incuestionable. ¿Quién mejor que ellos sabe lo que necesitan? Hambre, miedo, soledad, sueño son vivencias subjetivas que, expresadas por el bebé, son recogidas y atendidas o no por el adulto en función de muchos factores.

Contrariamente a lo que algunos manuales de psicología defienden, carece de total sentido «hacer esperar al bebé, para que aprenda». Es más, en esta etapa el neocórtex, como estructura cerebral relacionada con las funciones superiores intelectuales, no está maduro para cumplir función alguna de aprendizaje racional. Los bebés sienten y aprenden, progresiva y rudimentariamente, de las experiencias vitales que el entorno les ofrece como respuesta. A nivel de la estructura cerebral, y siguiendo a P. Maclean, sólo el sistema límbico y el r-complex se encuentran activos en esta fase evolutiva de los bebés. Ambos están al servicio de la supervivencia primaria.

Estas, y otras recomendaciones que veremos más adelante defienden la no atención al bebé para evitar que se malcríe, pero no se sostienen desde la psicología evolutiva ni desde la neurobiología. Por otro lado, desde la psicología evolutiva se sabe que otra característica propia de nuestra especie es la prematuridad. Todos somos prematuros. Nacemos sin haber completado nuestra formación en el útero materno, como consecuencia del tamaño de nuestro cráneo. Las fontanelas permanecen semiabiertas hasta el año de vida para permitir el desarrollo cerebral, dado que la bipedestación que tuvo lugar miles de años atrás conlleva una modificación considerable en la estructura de la pelvis femenina. Por este motivo, diversos autores (Portman, 1994; Carballo, 1972) consideran al bebé humano como prematuro hasta el primer año de vida. Esta prematuridad implica que sólo a los nueve o doce meses de vida extrauterina podamos hablar de nacimiento real, que coincide con el inicio de la bipedestación y la independencia motriz, es decir, con el inicio del deambular del bebé. Si durante el primer año de vida el bebé no fuera transportado y alimentado por el adulto, moriría.

Además del cuidado físico y la alimentación, el bebé necesita de un adecuado proceso de maternidad, ejercido a través del contacto corporal, epidérmico, afectivo y emocional entre madre e hijo. Citando a Carballo (1972): «La unidad biológica vegetativa del ser humano necesita para subsistir ser atendido, cuidado por otro que al mismo tiempo lo protege y lo modela, transfiriéndole en parte su propia organización cerebral». De ahí la importancia del cuidado piel a piel, de la atención a sus demandas emocionales sin hacer ningún tipo de restricción durante este período tan delicado de su desarrollo.

Pero los bebés no sólo sienten. Son activos e interactúan con el medio comunicando lo que necesitan a través de sus emociones y buscando regular su equilibrio interno. Aprenden a confiar o no en la vida y en su propia estima (self) en función de la interacción con la constelación maternal que responde e interpreta adecuadamente su necesidad.

El bebé reclama enérgicamente una respuesta maternal adecuada que sea «suficientemente buena», en términos de Winnicott (1998), capaz de cubrir su inagotable sed de contacto epidérmico mediante el transporte en brazos, la sensación del pezón cálido en su boquita, la mirada tierna, en un diálogo corporal armónico con la madre o sustituta, con capacidad de contacto y contención suficiente ante la variabilidad de sus emociones porque éstas cumplen una función vital para la salud.

Las emociones son consustanciales con la vida porque representan el termómetro de nuestro estado interior. Son como la brújula interna que nos permite saber dónde se ha producido una desviación o un malestar que reclama ser reconducido. Escucharlas permite conocer nuestros deseos y necesidades más profundas y poner los medios para satisfacerlas o al menos reconocerlas como guías en nuestro camino de crecimiento personal.

A pesar de ser vitales son reprimidas, ignoradas y despreciadas, en aras de funciones superiores, racionales e intelectuales que nos alejan del sentido común y del corazón.

Amar sin miedo a malcriar

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