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4 LA TEORÍA DE LA FRUSTRACIÓN Y EL NIÑO, VISTO COMO EL «PERVERSO POLIMORFO»

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De una forma manifiesta o latente, existe la creencia de que el bebé o el niño es un ser insaciable y no sociable por naturaleza, que hay que dominar para su adecuada adaptación a la sociedad.

Este supuesto parte de la aportación psicoanalítica que considera al bebé o al niño como un «perverso polimorfo», egocéntrico y caprichoso, al que hay que frustrar para que avance en las diferentes fases sexuales del desarrollo psicoafectivo, desde la fase oral del desarrollo a la fase fálico-genital. De lo contrario, un bebé quedaría fijado en la fase oral, por ejemplo, sin pasar a la siguiente.

Pervertere: Etimológicamente responde a dos acepciones:

1 Alterar o trastornar el estado de las cosas.

2 Malear, hacer malo o vicioso.

La segunda acepción tipifica a un sujeto como «malo» y aunque la consideración de que el niño como perverso polimorfo en la infancia se considera como normal desde el punto de vista evolutivo, prevalece de alguna manera en la interpretación que de las conductas infantiles hacen algunos padres de sus hijos.

Bretherton (1999) señala: «No es lo mismo que un padre atribuya el llanto de su hijo al cansancio, que a los terribles dos años o a su testarudez». Esta interpretación del hijo visto desde arriba, sin demasiada identidad y entidad propia y como alguien a quien hay que modelar impide percibir al niño como «real y separado» en términos de Winnicott (1957). Si bien las aportaciones psicoanalíticas supusieron, entre otros muchos aportes, un gran avance en la comprensión del inconsciente, así como de la sexualidad, la percepción de la infancia con relación a la teoría de la frustración no corresponde con el enfoque de la prevención que estamos tratando.

Los niños son egocéntricos, no egoístas. Y lo son porque evolutivamente corresponde que lo sean. Es decir, los bebés y niños pequeños menores de tres años sienten que el mundo gira alrededor de ellos. Que el sol se levanta a la hora que ellos despiertan y la luna sale porque ellos se van a dormir. Este pensamiento primitivo se debe a la no distinción entre lo animado y lo inanimado, la fantasía o la realidad. De la misma forma que todo gira alrededor de ellos, todos los objetos también son suyos. No entienden de compartir, porque no entienden el mío y el tuyo como lo hace un adulto. Todo es suyo.

Detrás de la teoría de la frustración subyace la idea de que los niños-bebés deben ser frustrados para hacerse duros ante las dificultades de la vida, de lo contrario, permanecerían en un estado no madurativo permanente. Sin embargo, la vida en sí misma ya es frustración. Los límites vitales son permanentes, empezando por el día, que finaliza en la noche, nos guste o no, o las paredes de una casa, o los deseos no alcanzados. Y así una lista interminable. No es necesario ejercer la frustración intencional para educar o modelar, pues la vida se encarga de ello.

No se trata de hacerse duro para adaptarse a una sociedad neurótica y enfermiza como la nuestra. Se trata de confiar en las capacidades de autorregulación, que sin llegar a ser totales por estar inmersos en este medio poco saludable, posibilitan que un bebé o un niño no tenga que acorazarse demasiado pronto ni demasiado duramente para poder vivir. Al contrario, se trata de favorecer la formación de un yo sólido y equilibrado (self), con una coraza más flexible que le permita estar en contacto consigo mismo y con el mundo de forma armónica. Es decir, se trata de discriminar lo que es una frustración cultural, que no daña al yo en formación (por ejemplo, un «no» a las chuches), de una frustración afectiva gratuita, que mina el desarrollo de la confianza y la autoestima.

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