Читать книгу Amar sin miedo a malcriar - Yolanda Gónzalez Vara - Страница 33

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3 MIEDO A CREAR DEPENDENCIA. MIEDO A MALCRIAR

Hace un tiempo, me sorprendió la siguiente estadística de Europa Press, leída en un diario local: «Uno de cada diez españoles cree que no es necesario demostrar afecto a un bebé porque a esa edad no se enteran de nada». Algo más de la cuarta parte, además, piensa que a un bebé recién nacido o de pocos meses «es bueno dejarlo llorar hasta que se canse, si se sabe que está sano, ha comido y está limpio». La mitad de los españoles cree también que a los niños «no se los debe coger mucho en brazos, porque se los acostumbra mal».

Cuando una mamá o un papá atiende a las necesidades emocionales del bebé o del niño generalmente aparece una voz interna o externa que amenaza con terribles consecuencias. Si una mamá, guiada por su instinto de atención al llanto, saca de la sillita o cochecito (vehículos de transporte cómodos, pero ajenos a la necesidad de contacto físico del bebé) a su bebé demandante de brazos, siempre hay cerca una vocecita que anuncia: «Uy, si lo levantas que no te pase nada, estás perdida. Lo vas a malacostumbrar».

Si un papá, cansado de levantarse por la noche para acercarse a la cuna de su bebé, lejos de su habitación, decide llevárselo a la cama, al día siguiente en la oficina más de un compañero le dirá: «Que no te pase nada, no lo sacas de la cama ni con agua caliente».

Si un niño de un año y medio reclama atención de la mamá mientras esta habla por teléfono, la amiga o la abuela puede decirle: «Que espere, sino se te subirá a la chepa».

Si una madre atiende a su hijo pequeño, su respuesta se define socialmente como «consentir». Si analizáramos el término, es precisamente lo que se requiere en la crianza, «sentir-con», es decir empatizar, que es todo lo opuesto a compensar con caprichos las lagunas afectivas que producen culpa.

Y así un largo etcétera que ejemplifica el miedo inculcado y lleno de prejuicios sobre el temor a malcriar o crear dependencia. En mis cursos de formación o en las conferencias, ante semejante interrogante, la respuesta es clara: la dependencia es natural.

LA DEPENDENCIA ES NATURAL

Nacemos dependientes. La dependencia no se crea ni en el útero ni durante el primer año de vida. No se puede crear porque dependemos del otro para sobrevivir. Somos dependientes en la infancia y más tarde mantenemos una relación de interdependencia e intersubjetividad. En todo caso, puede darse que algunos padres lleguen a interferir en el proceso natural de progresiva autonomía, impidiendo los pasos propios de la edad durante el proceso de separación-individuación descritos por Mahler (1990) y otros autores. Pero nunca se crea propiamente la dependencia, pues es consustancial con el nacimiento y por tanto inevitable. Nuestra especie es una de las más dependientes del reino animal. En otras especies, como todos sabemos, las crías comienzan a caminar desde el momento del nacimiento y adquieren una rápida independencia en un corto espacio de tiempo.

Nuestra especie necesita veinte o treinta años para alcanzar la autonomía. Y algunos seres humanos no llegan a adquirir una autonomía yoica completa, pese a vivir independientes de mamá o papá desde temprana edad. Otros continúan compartiendo techo durante muchos años, resistiéndose a dar el salto a la autonomía.

Más allá de los factores sociales y económicos, que inciden en el proceso de autonomía de los seres humanos, nuestra especie requiere de un largo proceso formativo como consecuencia del desarrollo cerebral, que permanece con una estructura similar al hombre de Cromagnon desde hace más de treinta mil años. Esta capacidad de desarrollo de las funciones superiores intelectuales tiene como precio una maduración más lenta y dependiente de los progenitores.

Son muchas las mamás que consultan en los grupos de lactancia o de padres la siguiente inquietud: «Mi bebé está muy apegado a mí. Sólo quiere estar en mis brazos. Seguramente es normal ahora, pero tengo miedo de crearle dependencia y que se quede pegado a las faldas de mamá». Esta madre tiene un bebé de catorce meses, de ojos vivos y con mucho movimiento exploratorio cuando tiene bajo control visual a su figura de apego, como corresponde a su edad evolutiva, pero busca inmediatamente a su madre si pierde el contacto visual con ella. Este mismo temor puede surgir también con un bebé de dos meses o un niño de dos años o incluso mayor. Es natural e instintivo, pues representa un mecanismo de autoprotección. Sin embargo, en el adulto, en muchas ocasiones, se despierta el miedo de la propia sobredependencia vivida con la pareja, la madre o el padre y se proyecta en el pequeño el temor propio que impide de esta forma en el bebé niño la satisfacción de su dependencia natural.

El amor nunca malcría

La sobreprotección que asfixia e impide la autonomía natural progresiva, sí. No conviene confundir, y se confunde con frecuencia, la sobreprotección con la actitud maternal amorosa e incondicional. Sabemos que, detrás de la práctica sobreprotectora en los términos descritos (insisto en la diferencia con la actitud amorosa, a veces tildada equivocadamente como protección excesiva), a veces hay sentimientos hostiles o narcisistas o miedos irracionales, que impiden un proceso natural en la autonomía del niño. Por tanto, ya no estaríamos hablando de una interacción saludable, sino problemática, como consecuencia de la proyección y de los conflictos irresueltos del adulto. Volviendo a la actitud amorosa saludable.

En el plano adulto: ¿desagradan o dañan las expresiones afectivas de la pareja, los padres o los amigos? ¿Daña que te digan desde el corazón un «te quiero»?

Dar y recibir amor nunca malcría. Es el motor de la vida y es necesario para una sólida y sana autoestima. ¿Por qué produce tanto miedo dar lo que el otro necesita?

¿Qué hay detrás del miedo a malcriar?

Más miedo. Detrás de los miedos a malcriar, hay creencias e ideologías que pretenden impedir el desarrollo del amor y la empatía y con ella la solidaridad espontánea. Son ideologías que fomentan la competitividad, la violencia y el sometimiento.

Detrás del miedo a amar y ser amado, hay desconfianza. Temor a sufrir más decepciones y vacíos afectivos que se activan de forma consciente o inconsciente ante las demandas directas de cada bebé o niño. Miedo, miedo a entregarse plenamente a la vida vibrante que irradia el bebé y que pide respuesta inmediata, sin vacilaciones ni dudas.

Los bebés y los niños son la máxima expresión de la vida y necesitan confianza en ella que sólo se puede desarrollar a través de una experiencia amorosa y segura con el adulto. La vida es continuo movimiento creativo y tiene su máximo esplendor y realización en cualquier criatura de cualquier especie. Al adulto que no ha recibido, le cuesta dar.

Al adulto que no lo han escuchado, le han enseñado a desconfiar de sí mismo y de los demás. Al adulto que no lo han amado, le cuesta mucho amar.

Quizás a algunos, los bebés y los niños les recuerdan lo que no tuvieron y necesitaron. En estos casos la emoción de la rabia se activa ante su demanda de afecto, que permanece libre todavía de prejuicios y de miedos. «No puedo tolerar que esté todo el tiempo pidiéndome. ¿Y yo qué?» Es en este momento cuando se acostumbra a hablar de «que tienen que aprender a frustrarse». Lo veremos en el apartado sobre la teoría de la frustración y su interpretación. Pues bien, la gran paradoja que los padres desconocen en torno al tema de la dependencia es que cuanto más satisfagan estos la necesidad de dependencia de sus hijos en los primeros años de vida, con más consistencia se producirá en sus hijos la seguridad interna que les permita acceder a una auténtica autonomía yoica y a una autoestima saludable.

¿Cuándo? Esta es la siguiente pregunta de padres cansados de tanta dependencia afectiva. Y la respuesta «frustrante» por imprecisa: cuando haya madurado y recibido lo necesario. Cada bebé y cada niño tienen un ritmo de maduración propio en cada pasito evolutivo que logran, aunque por supuesto contamos con referencias generales, como veremos en la segunda parte de este libro.

Por el contrario, aquellos padres que temiendo crear dependencia frustran los deseos de proximidad y contacto de sus pequeños, es probable que se encuentren con dos estilos de relación, con los consiguientes matices según cada caso: o bien desarrollarán un apego ansioso o ambivalente, de tal forma que cualquier breve separación despertará sentimientos de inseguridad y ansiedad intensos, o bien renunciará, según la intensidad de la frustración del contacto, a cualquier expectativa de proximidad corporal y de disponibilidad afectiva, adoptando posturas de bebé-niño independiente (apego inseguro), como veremos con más precisión en el capítulo sobre el vínculo. Ambas actitudes responden a la clasificación de apego inseguro.

Pero ¿cuáles son exactamente esas necesidades de las que estamos hablando?

¿Hay que darlo todo?

«¿No tienen que aprender a aceptar un no?», «¿es que acaso en la vida no hay frustración?», «¿y si los convertimos en tiranos?». No, no hay que darlo todo.

En el capítulo sobre los límites, veremos la función que cumplen estos, pero antes aclaremos un aspecto importante que elimina barreras y prejuicios rápidamente: establezcamos una clara diferencia y barrera entre necesidades primarias (instintivas) y necesidades secundarias (culturales). Cuando hablamos de este tema, que habitualmente genera mucha confusión, siempre señalo que discriminar entre estos dos tipos de necesidades permite comprender qué se puede frustrar sin causar daño y qué es irrenunciable para el desarrollo de la salud desde la perspectiva psicoafectiva.

Lo entenderemos mejor al abordar el tema de la frustración específicamente.

Necesidades culturales y secundarias: veamos, ¿es lo mismo negar una necesidad creada socialmente, como consumir, ver la televisión o comer chuches, que frustrar una necesidad innata de afecto, caricias, reconocimiento y respeto por la propia individualidad en desarrollo? Evidentemente, no. Lo que se puede comprar o consumir, si no responde a una necesidad básica, es una necesidad creada por la cultura.

Sin embargo, las necesidades primarias y afectivas no deben ser negadas ni limitadas, porque producen sufrimiento innecesario y generan alteraciones en la formación del vínculo y del carácter.

Las necesidades creadas socialmente no sólo deben ser limitadas, sino que ofrecen la oportunidad de ser negociadas en función de la edad, evitando de esta forma la alienación consumista propia de la sociedad que nada en la abundancia material y sufre de lagunas en la satisfacción emocional y afectiva.

Comprendiendo que desde un enfoque saludable el afecto, el mimo y la atención no deben ser limitados ni reprimidos, podemos abordar con más facilidad las necesidades aprendidas socialmente y por tanto secundarias, a través de la negociación, como veremos en el capítulo sobre los límites.

Amar sin miedo a malcriar

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