Читать книгу Amar sin miedo a malcriar - Yolanda Gónzalez Vara - Страница 31

LAS TRES ESTRUCTURAS CEREBRALES

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Retomando el proceso evolutivo del cerebro y citando a Paul Maclean (1952), nos interesa mencionar las tres estructuras cerebrales presentes en el ser humano, al menos como mera referencia para comprender mínimamente el proceso emocional: los seres humanos, filogenéticamente, desarrollamos primero, como estructura cerebral arcaica, el denominado r-complex (reptiliano), regulador de los procesos instintivos (hambre, sueño, cópula) y común a otras especies milenarias. Asimismo, y en una fase posterior del desarrollo común a todos los mamíferos, se desarrolló la estructura cerebral límbica que, entre otras funciones, regula el estado emocional. Por último y de forma más reciente, desarrollamos el neocórtex, última estructura cerebral que nos permite la función superior intelectual.

Pues bien, después del nacimiento, el sistema nervioso central continúa su crecimiento. Al nacer, pesa 400 g y al año de vida llega a los 1.000 g. Las neuronas del bebé, especialmente las de las áreas prefrontales de la corteza cerebral, son inmaduras. Un bebé dispone de la función de las dos primeras estructuras cerebrales, necesarias para garantizar su supervivencia. En el nacimiento, el bebé es una criatura «subcortical» debido a que no puede modular sus respuestas ante los estímulos del medio. El neocórtex, la última estructura cerebral filogenéticamente hablando y que permite la emergencia del lenguaje, comienza a funcionar, una vez finalizada la mielinización de las vías corticales, hacia los dos años de existencia del bebé.

Es decir, los bebés hasta cerca de los dos años de vida no pueden comprender el discurso verbal adulto porque no están programados ni maduros para ello. Pero perciben el estado emocional a través de nuestro tono, expresión facial y gestual. Por tanto, se asustan, se alegran o entristecen también en función de la interacción con el adulto. Son los adultos quienes modulan y realizan la función de regulador externo conteniendo y sosteniendo las intensas emociones del bebé.

Sin embargo, en muchas ocasiones, los adultos interpretan los actos de los bebés, atribuyéndoles intenciones que no corresponden a su edad.

Por ejemplo

Un bebé de nueve meses está en una sillita con juegos a su alcance. Comienza el juego típico y preferido de cualquier bebé a esta edad del desarrollo. El bebé tira o se le cae el juguete. La mamá lo recoge y le dice que no lo tire. El bebé vuelve a tirarlo. La mamá le indica que no lo vuelva a tirar, «que las cosas no se tiran». Nuevamente, con el juguetito en mano, el bebé disfruta de hacer caer ese objeto al suelo al mismo tiempo que la reacción de la mamá sigue in crescendo en impaciencia, hasta que llega un momento que al recogerlo le amenaza con un «si vuelves a tirarlo, te lo quito». Y ¿qué ocurre? Que el supuestamente desobediente bebé continúa ajeno al discurso de la mamá, pero atento a su expresión gestual que le llama poderosamente la atención y ¡vuelve a tirar el juguetito al suelo! La mamá decide retirar el juguete simultáneamente a la interpretación inmediata y subjetiva de «que su bebé no le hace caso, ya de tan pequeñito…». Seguramente, si esta mamá supiera que este juego, también denominado juego del cu-cú, cumple una función evolutiva para el desarrollo del bebé, es probable que, en lugar de la crispación por la frustración de su supuesta desobediencia, disfrutara junto a su hijo de todo el contenido simbólico que se está produciendo.

¿Qué función cumple esta sencilla y repetida acción de los bebés? Básicamente, la misma que el juego de «mamá está, mamá no está», que tanto regocijo despierta en el juego cómplice interactivo del adulto-bebé. Representa la posibilidad de hacer aparecer y desaparecer el objeto, sintiendo que ejerce cierto control sobre el mismo. Es decir, es un precursor de la vivencia emocional: «Mi mamá se va, pero puedo hacer que regrese». La carga intencional que los adultos depositan en los actos de los bebés con sus proyecciones e interpretaciones en ocasiones representa una interferencia importante a la hora de conectar con la experiencia real del bebé.

Otro ejemplo

Recuerdo una escena de la vida cotidiana que cuento con frecuencia y que refleja bien la anterior afirmación: una tarde cualquiera había decidido ir a la peluquería. Quizá sea un espacio agradable para los adultos, pero no lo es tanto para los bebés, sobre todo si se les exige una conducta que no corresponde a su edad.

Un pequeño de quince meses correteaba por el suelo ante la mirada de las mujeres que esperábamos nuestro turno. No había ni un solo juguete. Sólo una planta atractiva, en el suelo y al alcance del bebé. Con la curiosidad innata y el deseo de exploración activo propio de la edad, el bebé se aproxima una y otra vez a la planta, al mismo tiempo que la mamá lo retira de la misma idéntico número de veces, mientras le dice con afán educativo «la planta, no se toca». En esta frase está condensado todo un complejo pensamiento implícito que la madre supone que el bebé está en condiciones de comprender. Es como si el bebé debiera captar en el mensaje de su mamá que:

 La planta tiene vida (cuando para él es un juguete, sea animado o no).

 Además, «no se debe tocar» porque no es suya (concepto de propiedad privada).

 Se puede estropear o dañar si se la estira (concepto de irreversibilidad).

 Por último, y lo más importante, la planta «no es para jugar» (como si, a esa edad, hubiera otras alternativas que no fueran el juego).

El bebé insistió una y otra vez en tocar la planta y las mismas veces la mamá lo retiró con igual insistencia mientras crecía su tono irritado hasta que, al final, sentenció: «Malo, eres un bebé muy malo. Eso no se hace». Afortunadamente, el bebé no entendió nada.

Podemos observar escenas como esta día a día en cualquier supermercado o lugar donde los bebés y los niños se sienten atraídos por el colorido y la forma de los objetos que normalmente están a su alcance.

Busquemos otras alternativas si queremos evitar una guerra sin sentido entre la necesidad de exploración natural del pequeño y la supuesta educación que pretende inculcar modales «adecuados» a edades inapropiadas.

Otro ejemplo

En mis grupos de padres, una «queja» frecuente es la siguiente: «Es imposible ir al súper con Mikel. Todo lo quiere tocar y coger. No hay forma de que esté quieto. La otra vez, tiró cinco botes de tomate y me enfadé mucho».

En muchas ocasiones ocurre que, cuando a través de un role play escenificamos una narración concreta, no es prácticamente necesario hacer ningún comentario adicional. Los propios padres, a través de la escenificación, se dan cuenta del sentido de la conducta infantil: debe ser realmente difícil para un niño de dos años ir al súper y mirar pasivamente cómo su mamá coge este objeto y aquel otro y lo mete en la cesta de la compra, sin querer participar en ese juego tan excitante y colorido de objetos tan diversos. ¿No es así?

Muchos de los conflictos en la interacción se producen por desconocer qué puede entender y asimilar un bebé o un niño y qué responde a una demanda inadecuada del adulto. Así mismo, las atribuciones de intencionalidad que hace el adulto a las acciones de los niños establecen en muchas ocasiones un espacio de distancia e incomprensión entre el mundo infantil y el adulto a causa del desconocimiento y de la falta de reconocimiento de las necesidades primarias infantiles. La incomprensión se agudiza cuando se desconoce que las necesidades infantiles son en su mayor parte antagónicas a las necesidades de los adultos.

En el momento en que los padres empiezan a comprender que la acción y la vivencia infantil distan bastante de la interpretación que el adulto realiza sobre su conducta, surge inmediatamente la siguiente pregunta:

Amar sin miedo a malcriar

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