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EL SIGNIFICADO DE LAS COSAS

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En cierto sentido, ni siquiera los objetos de una habitación son los mismos objetos para otro animal. El perro que observa el interior de esa habitación no piensa que está rodeado de objetos humanos; ve cosas de perro. Lo que nosotros pensamos sobre la finalidad de un objeto, o lo que hace que lo pensemos, es posible que no se corresponda con la idea que el perro tiene de la función o el significado de ese objeto. Los objetos se definen por cómo podemos actuar sobre ellos: lo que Uexküll llama sus tonos funcionales —como si un objeto hiciera sonar una campanilla cuando ponemos los ojos en él—. Es posible que al perro le sea indiferente una silla, pero si se lo adiestra para que se siente en ella de un salto, aprende que la silla tiene un tono de sentarse: uno se puede sentar en ella. Posteriormente, puede ocurrir que el perro decida por cuenta propia que otros objetos tienen ese mismo tono: un sofá, una pila de almohadones o el regazo de una persona sentada en el suelo. Pero el perro no ve otras cosas que a nosotros nos parecen similares a la silla: taburetes, mesas o el brazo de un sofá. Los taburetes y las mesas pertenecen a otra categoría de objetos: quizá son obstáculos con los que topa al dirigirse al tono de comer de la cocina.

Aquí empezamos a ver en qué se solapan y en qué se diferencian las respectivas visiones del mundo del ser humano y del perro. Para éste, muchísimos objetos del mundo tienen un tono de comer, probablemente muchos más de los que nosotros tenemos por tales. Las heces no entran en nuestro menú; los perros discrepan. Es posible que los perros tengan tonos de los que nosotros carecemos por completo —tonos de revolcarse, por ejemplo: cosas en las que uno se puede revolcar—. Si no somos especialmente dados a jugar ni muy jóvenes, la lista de objetos con el tono de revolcarse es muy corta o no existe. Y muchos de los objetos que para nosotros tienen un significado muy concreto —tenedores, cuchillos, martillos, chinchetas, ventiladores, relojes, etc.—, para el perro tienen poco o ningún significado. Para el perro, el martillo no existe. No actúa con él ni sobre él, por lo que no tiene importancia alguna. Al menos, no mientras no se relacione con otro objeto significativo: cuando lo empuña una persona querida; cuando orina sobre él ese perrito tan mono de enfrente; cuando se puede mordisquear su recio mango de madera como si fuera un palo más.

Cuando el perro se encuentra con humanos se produce un choque entre su Umwelt y los de las personas, cuyo resultado suele ser que éstas interpretan mal lo que el perro hace. No ven el mundo desde la perspectiva del perro, tal como él lo ve. Por ejemplo, el amo insiste, con seriedad, en que el perro nunca se tumbe en la cama. Para meterle en la cabeza tal orden, el amo puede adquirir lo que el fabricante de almohadas ha decidido llamar una «cama para perros» y ponerla en el suelo. Hará todo lo posible para que el perro se tumbe en esa cama, no en la prohibida. Lo normal es que el perro lo haga, aunque sea de mala gana. Y así uno se puede sentir satisfecho: otro éxito en la interacción entre la persona y el perro.

Pero ¿es realmente esto lo que ocurre? Muchas veces regresaba a casa pensando en las sábanas calentitas y las mantas arrugadas de mi cama sobre las que estaba tumbado hacía poco el perro inquieto que salía a recibirme a la puerta, a mí o a algún soñoliento intruso invisible. No tenemos problema en ver el significado que la cama tiene para las personas: el propio nombre de las cosas lo deja claro. La cama grande es para las personas; la de perros, para el perro. Las camas de los humanos representan descanso, pueden estar cubiertas de sábanas especialmente escogidas y mostrar todo tipo de mullidos cojines; la cama para perros es un lugar en el que nunca se nos ocurriría sentarnos, es (relativamente) barata y se suele adornar más con juguetes para masticar que con cojines. ¿Y para el perro? Para empezar, no hay una gran diferencia entre una y otra cama —salvo, quizá, que la nuestra es infinitamente más apetecible—. Nuestras camas huelen como nosotros, mientras que la del perro huele como cualquier material que su fabricante tuviera a mano (o peor aún, como las astillas de cedro: un perfume insoportable para el perro pero agradable para nosotros). Y en nuestra cama es donde estamos nosotros: donde holgazaneamos, de donde quizá se nos caen migas del desayuno o desde donde tiramos la ropa que nos quitamos. ¿Qué prefiere el perro? Nuestra cama, no cabe ninguna duda. El perro desconoce todo aquello que hace de nuestra cama un objeto tan obviamente diferente para nosotros. Sí, es posible que llegue a aprender que nuestra cama tiene algo distinto —después de sentirse regañado repetidamente por tumbarse sobre ella—. Aun en ese caso, lo que el perro sabe no es tanto la oposición entre «cama humana» y «cama para perros», sino la oposición entre «cosas por las que a uno le chillan si se tumba en ellas» y «cosas por las que a uno no le chillan por estar sobre ellas».

En el Umwelt del perro, la cama no tiene un tono funcional especial. El perro duerme y descansa donde puede, no sobre objetos que las personas fabriquen a propósito para ello. Puede haber un tono funcional para lugares donde dormir: los perros prefieren aquellos donde se puedan tumbar completamente estirados, donde la temperatura sea la deseable, donde haya otros miembros de su manada o de su familia de los alrededores y donde estén seguros. Cualquier superficie más o menos llana de nuestra casa reúne estas condiciones. Ofrezcámosela al perro y lo más probable es que la encuentre tan agradable, grande, cómoda y calentita como nuestra cama.

En la mente de un perro

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