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CÓMO HACER UN PERRO: INSTRUCCIONES PASO A PASO

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¿Así que queremos hacer un perro? Bastan unos pocos ingredientes. Necesitaremos lobos, humanos, un poco de interacción y tolerancia mutua. Se mezcla todo y se espera... bueno, unos miles de años.

O, como hizo Dmitry Belyaev, el genetista ruso, no se requiere más que tomar un grupo de zorros cautivos y empezar a criarlos de forma selectiva. En 1959, Belyaev inició un programa que ha proporcionado muchísima información sobre los que conjeturamos que fueron los primeros pasos de la domesticación. En vez de trabajar con perros y extrapolar los resultados retrospectivamente, Belyaev estudió otra especie social de cánidos y propulsó los resultados hacia delante. El zorro plateado de Siberia de mediados del siglo XX era un pequeño animal salvaje que se había hecho popular por el comercio de las pieles. Encerrado en jaulas, criado únicamente para obtener su piel, particularmente larga y suave, el zorro no fue domesticado, sino que se mantuvo cautivo. Lo que Belyaev hizo con ellos, con una receta muy sencilla, no fueron «perros», pero tenían un parecido asombroso con ellos.

El Vulpes vulpes, el zorro plateado, guarda un parentesco lejano con el lobo y el perro, pero nunca había sido domesticado con anterioridad. Pese a su afinidad familiar evolutiva, ningún cánido ha sido domesticado completamente aparte del perro: la domesticación no se produce de forma espontánea. Lo que Belyaev demostró es que se puede producir rápidamente. Empezó con ciento treinta zorros, de los que seleccionó y crió aquellos que eran más «mansos», tal como él los describía. En realidad escogió los que mostraban menos miedo a las personas y parecían menos agresivos con ellas. Los puso en jaulas, para que esa agresividad se redujera al mínimo. Se acercaba a todas las jaulas e invitaba a los zorros a que comieran de su mano.

Unos lo mordían; otros se escondían. Unos tomaban la comida, con recelo. Otros la tomaban y además se dejaban tocar y acariciar sin huir ni bufar. Los había también que aceptaban la comida y hasta movían la cola y le lloriqueaban al director del experimento, así que, más que obstaculizar la interacción, la favorecían. Éstos fueron los que Belyaev seleccionó. Por alguna variación normal de su código genético, aquellos animales se mostraban más tranquilos por naturaleza ante la presencia de personas; a todos se los exponía por igual al contacto de sus cuidadores, que les daban de comer y les limpiaban la jaula durante su corta vida.

Se dejó que estos zorros «mansos» se aparearan, y con sus crías se hicieron los mismos ensayos. Al llegar a su edad, se apareaban también; y así lo hicieron sus crías y las crías de sus crías. Belyaev siguió trabajando en el proyecto hasta su muerte (1985) y hoy el programa está aún en marcha. Al cabo de cuarenta años, un tercio de la población de los zorros pertenecía a una clase que los investigadores llamaron «élite domesticada»: no sólo aceptaban el contacto con las personas, sino que se acercaban a ellas, «gimoteando para llamar la atención, olisqueando y lamiendo»... como hacen los perros. Belyaev había creado un zorro domesticado.

Posteriormente, el mapeo genético ha desvelado que actualmente cuarenta genes distinguen los zorros de Belyaev de los plateados. Por increíble que parezca, con la selección de un rasgo conductual, en medio siglo se cambió el genoma del animal. Este cambio genético vino acompañado de una serie de cambios físicos sorprendentemente familiares: algunos zorros de la última generación tienen la piel multicolor, mezcla de manchas blancas y negras irregulares, como las que se pueden ver en muchos perros. Tienen las orejas caídas, la cola curvada hacia arriba, por encima del lomo, la cabeza más ancha y el hocico más corto. No son lo que se dice una monada.

Todas estas características físicas aparecieron después de escoger y separar una conducta determinada. La conducta no es lo que afecta al cuerpo; una y otro son el resultado conjunto de un gen o una serie de genes. Éstos no dictan comportamientos concretos, sino que determinan más o menos la probabilidad de que aparezcan. Si las características genéticas de alguien, por ejemplo, lo llevan a tener un nivel muy alto de la hormona del estrés, esto no significa que ese alguien esté agobiado permanentemente. Pero puede significar que su umbral de la clásica respuesta al estrés sea más bajo —mayor ritmo cardíaco y respiratorio, más sudor, etc.— en algunos contextos en que otros no generan una reacción al estrés. Digamos que esa persona de umbral más bajo le chilla al perro por arrastrarla diparado al parque. Esos chillidos al pobre cachorro no están determinados por la genética —los genes no saben de parques para perros, ni siquiera para cachorros—, pero la neuroquímica del propietario del perro, originada por sus genes, facilita que reaccione de esa manera cuando se presenta la ocasión.

Pues lo mismo ocurre con los zorros. Dado lo que los genes hacen,6 un pequeño cambio en uno de ellos —por ejemplo, activarse un poco más tarde que otros— podría cambiar la probabilidad tanto de determinadas conductas como de ciertas características físicas. Los zorros de Belyaev demuestran que unas pocas y simples diferencias evolutivas pueden producir un efecto de gran alcance: por ejemplo, sus zorros abren los ojos antes y muestran las primeras reacciones de miedo más tarde, un comportamiento más parecido al de los perros que al de los zorros. Esto les proporciona una puerta más temprana y prolongada para establecer un vínculo afectivo con los cuidadores —como los que trabajan en el programa de Siberia—. Juegan entre ellos incluso en su madurez, lo que tal vez les permita una socialización más extensa y compleja. Merece la pena señalar que los perros se separaron de los zorros hace entre diez y doce millones de años; sin embargo, después de cuarenta años de selección, parecen domesticados. Quizá pueda ocurrir lo mismo con otros carnívoros que nos llevamos a casa. Los cambios genéticos los empujan a parecerse a los perros.

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