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EL UMWELT: EL PUNTO DE OLFATO DEL PERRO

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Esta mañana me ha despertado Pump, que ha saltado a mi cama y ha empezado a olisquearme enérgicamente a muy escasa distancia, con sus bigotes rozándome los labios, para ver si estaba despierta o viva o lo que fuera. Su entusiasmo ha culminado con un sonoro estornudo ante mi cara. He abierto los ojos y me miraba, sonriente, y me ha saludado jadeante.

Observemos un perro. Vamos, fijémonos en él: quizás el que está a nuestro lado en este mismo momento, enrollado alrededor de sus patas recogidas sobre una alfombra, o tendido de lado en el suelo, con las patas revoloteando por la pradera de su sueño. Mirémoslo bien y olvidémonos ahora de todo lo que sabemos sobre este perro o sobre cualquier otro.

Admito que es una proposición ridícula: realmente no espero que podamos olvidar con facilidad su nombre ni la comida que más le gusta, ni el perfil único de nuestro perro, ni mucho menos todo lo referente a él. Equiparo este ejercicio al de pedir al neófito en la meditación que entre en el satori, el estado superior, al primer intento: probémoslo y veamos hasta dónde llegamos. La ciencia, en su búsqueda de la objetividad, exige que uno adquiera conciencia de los prejuicios anteriores y de la perspectiva personal. Al mirar los perros a través del cristal de la ciencia, nos encontraremos con que parte de lo que creemos saber sobre ellos está completamente comprobado; en cambio, otras cosas que parecen manifiestamente verdaderas, después de un examen más minucioso son más dudosas de lo que pensábamos. Y al contemplar nuestros perros desde otra perspectiva —desde la perspectiva del perro— podemos ver cosas nuevas que normalmente no se les hacen evidentes a quienes están lastrados por el cerebro humano. De modo que la mejor forma de empezar a comprender a los perros es olvidar lo que pensamos que sabemos.

Lo primero que hay que olvidar es cualquier tipo de antropomorfismo. Vemos e imaginamos el comportamiento del perro y hablamos de él desde una perspectiva humana sesgada, e imponemos a esas vellosas criaturas nuestros sentimientos y pensamientos. Es evidente, diremos, que los perros aman y desean; es evidente que sueñan y piensan; también nos conocen y comprenden, se aburren, son celosos y se deprimen. ¿Qué otra explicación más natural se podría dar del perro que se nos queda mirando con pesar cuando salimos de casa para ir a trabajar, que la de su depresión por vernos partir?

La respuesta es: una explicación basada en lo que los perros realmente tienen capacidad de sentir, saber y comprender. Utilizamos estas palabras, estos antropomorfismos, para ayudarnos a comprender la conducta de los perros. Naturalmente, albergamos unos prejuicios internos hacia las experiencias humanas que nos llevan a entender las experiencias de los animales sólo en la medida en que coinciden con las nuestras. Recordamos historias que confirman nuestras descripciones de los animales y olvidamos cómodamente las que no muestran tal coincidencia. Y no dudamos en afirmar «datos» sobre simios, perros, elefantes o cualquier otro animal sin disponer de unas pruebas adecuadas. Para muchos de nosotros, nuestra interacción con los animales que no son mascotas empieza y termina en lo que vemos en el zoo o en programas de televisión. La cantidad de información útil de este tipo de observación que podemos vislumbrar es limitada: un encuentro tan pasivo desvela menos aún de lo que obtenemos al mirar de soslayo a la ventana del vecino mientras paseamos junto a su casa.2 Al menos, el vecino es de nuestra misma especie.

Los antropomorfismos no son inherentemente odiosos. Nacen de los intentos por comprender el mundo, no para subvertirlo. Nuestros ancestros humanos recurrían de forma regular a la antropomorfización en su empeño por explicar y prever la conducta de otros animales, incluidos aquellos de los que se querían alimentar o aquellos que se los querían comer a ellos. Imaginemos que nos encontramos con un extraño jaguar de ojos brillantes al anochecer en la selva, y le miramos fijamente a los ojos, que a su vez nos contemplan sin parpadear. En ese momento, probablemente lo adecuado sería meditar un poco sobre lo que pensaríamos «si fuéramos el jaguar», una reflexión que nos impulsaría a alejarnos corriendo. Los humanos perduraron: lo que acabamos por atribuir a los animales tuvo, cuanto menos, cierto grado de verdad.

Lo habitual, sin embargo, es que ya no nos encontremos en la situación de tener que imaginar los deseos del jaguar a tiempo para escapar de sus garras. En cambio, metemos los animales en casa para que pasen a formar parte de la familia. Para tal fin, el antropomorfismo no nos puede ayudar a integrar esos animales en nuestro hogar, ni a tener con ellos una relación más fluida y completa. Esto no significa que siempre nos equivoquemos en lo que atribuimos a los animales: tal vez sea verdad que nuestro perro está triste, celoso, inquisitivo o deprimido, o que le apetece un sándwich de mantequilla de cacahuete. Pero es casi seguro que no tiene justificación hablar, digamos, de depresión por las pruebas de que disponemos: unos ojos llorosos, un sonoro suspiro. Nuestras proyecciones sobre los animales normalmente se empobrecen, o están completamente fuera de lugar. Podemos pensar que un animal es feliz cuando vemos que levanta las comisuras de los labios; pero esta «sonrisa» puede ser engañosa. En los delfines, la sonrisa es una característica fisiológica fija, inmutable como la lisonjera sonrisa pintada en la cara del payaso. Entre los chimpancés, lo que parece una sonrisa es signo de miedo o sumisión, lo más opuesto a la felicidad. Asimismo, la persona puede levantar las cejas cuando se sorprende, pero en el mono capuchino el mismo gesto no indica sorpresa, ni manifiesta escepticismo o alarma: advierte a los monos de su alrededor de que sus intenciones son amistosas. En cambio, entre los babuinos la ceja levantada puede significar una amenaza deliberada (lección: cuidado con el mono al que mostremos las cejas enarcadas). Nuestra responsabilidad es confirmar o refutar lo que afirmamos sobre los animales.

Deducir de unos ojos llorosos que existe una depresión puede parecer algo bondadoso, pero sucede a menudo que en el antropomorfismo lo bondadoso se convierte en dañino. En algunos casos, incluso pone en riesgo el bienestar del animal en cuestión. Si al perro le suministramos antidepresivos por la interpretación que hacemos de su mirada, debemos estar seguros de lo que deducimos. Cuando presumimos que sabemos qué es lo mejor para un animal, extrapolando lo que es mejor para nosotros u otra persona, es posible que inadvertidamente actuemos en contra de lo que nos proponemos. Por ejemplo, en los últimos años se ha hablado mucho de lo que hay que hacer para mejorar el bienestar de los animales que se crían para la alimentación humana, como que los pollos puedan salir al aire libre o que tengan sitio para moverse en sus recintos. Aunque el final del pollo resulte el mismo —ser la cena de cualquiera—, cada vez es mayor el interés por el bienestar de los animales antes de ser sacrificados.

Pero ¿desean moverse libremente? Según la sabiduría popular, a nadie, humano o no, le gusta estar apretujado entre otros. Parece que los hechos lo confirman: ante la posibilidad de elegir entre subir a un vagón del metro repleto de viajeros sudorosos y estresados o a otro con sólo unas cuantas personas, optamos por el segundo sin pensarlo (considerando, por supuesto, que pueda haber también alguna otra razón —una persona que huela especialmente mal o un fallo en la refrigeración— que explique esa distribución). En cambio, la conducta natural de los pollos indica todo lo contrario: se apiñan. No se separan del grupo por propia iniciativa.

Los biólogos realizaron un sencillo experimento para verificar cómo prefieren estar los pollos: tomaron unos cuantos de ellos, los ubicaron aleatoriamente en sus recintos y observaron lo que hacían a continuación. El resultado fue que la mayoría de los pollos se acercaban más a los demás, no se alejaban de ellos, ni siquiera cuando había suficiente espacio. Ante la posibilidad de un espacio donde desplegar las alas... escogían ese vagón abarrotado.

Esto no quiere decir que a los pollos les guste estar apretujados en una jaula, ni que una vida así les sea cómoda. Es inhumano encerrarlos tan juntos que no se puedan mover. Lo que esto significa es que dar por supuesta una semejanza entre las preferencias del pollo y las nuestras no es la forma de saber lo que realmente prefieren estos animales. No es casual que se sacrifique a estos pollos antes de cumplir seis semanas; a esta edad, nuestros polluelos se siguen alimentando de sus madres. Privado de la capacidad de volar, el pollo de granja corre a juntarse con otros pollos.

En la mente de un perro

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