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NOTA PRELIMINAR SOBRE EL PERRO, EL ADIESTRAMIENTO Y LOS PROPIETARIOS Llamar «el perro» a un perro

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Es propio de la naturaleza del estudio científico de los animales no humanos que unos pocos individuos animales a los que se ha observado, adiestrado o diseccionado con el más meticuloso detalle pasen a representar toda su especie. Sin embargo, con los humanos nunca permitimos que la conducta de uno de ellos personifique la de todos nosotros. Si un hombre no consigue resolver el cubo de Rubik en una hora, no deducimos de tal hecho que ningún otro hombre lo vaya a conseguir (a menos que el primero haya superado a todos los hombres vivos). Aquí nuestro sentido de la individualidad es más fuerte que nuestro sentido de una biología compartida. Cuando se trata de describir nuestras potenciales aptitudes físicas y cognitivas, primero somos individuos y después miembros del género humano.

En cambio, con los animales el orden es el contrario. La ciencia considera a los animales, antes que nada, representantes de su especie, y después individuos. Estamos habituados a ver un solo animal o dos en el zoo como representantes de su especie; para la dirección del zoo son incluso «embajadores» inconscientes de su especie. Nuestra visión de la uniformidad de los miembros de una especie la ilustra perfectamente la comparación que hacemos de su inteligencia. Para probar la hipótesis, de larga tradición popular, de que poseer un cerebro más grande indica mayor inteligencia, se comparó el volumen cerebral de chimpancés, monos y ratas con el cerebro de los humanos. Es evidente que el cerebro del chimpancé es más pequeño que el nuestro, el del mono, menor que el del chimpancé, y el de la rata no es más que un nódulo del tamaño del cerebelo del cerebro de los primates. Hasta aquí, la historia es bien conocida. Lo que resulta más sorprendente es que los cerebros que se utilizaron con fines comparativos eran los de sólo dos o tres chimpancés y monos. Ese par de animales que tuvieron la desgracia de perder la cabeza en favor de la ciencia fueron considerados desde entonces perfectos representantes de los monos y los chimpancés. Pero no se tenía ni idea de si resultaba que eran unos monos con un cerebro particularmente grande o unos chimpancés con un cerebro más pequeño de lo normal.1

Asimismo, si un animal individual o un pequeño grupo de animales no superan un experimento psicológico, la especie queda marcada con el signo de tal incapacidad. Aunque la agrupación de los animales por la semejanza biológica es sin duda una forma útil de abreviar, de ello deriva una extraña consecuencia: tendemos a hablar de la especie como si todos sus miembros fueran iguales. Con los humanos nunca hacemos tal generalización. Si un perro, ante la oportunidad de escoger entre una pila de veinte galletas y otra de diez, elige la última, normalmente la conclusión se formula con el artículo determinado: «el perro» no sabe distinguir entre pilas grandes y pequeñas, en lugar de «un perro» no sabe hacer tal distinción.

Así pues, cuando hablo del perro, implícitamente hablo de los perros estudiados hasta la fecha. Pudiera ser que los resultados de muchos experimentos bien desarrollados nos permitan generalizar razonablemente a todos los perros, y punto. Pero, aun en este caso, las variaciones entre cada uno de los perros serán muchas: un perro puede tener un olfato especialmente fino, quizá nunca nos mire a los ojos, tal vez le guste su cama o no soporte que lo toquen. No hay que considerar significativas todas las conductas de un perro, ni tomarlas como algo intrínseco ni fantástico; a veces simplemente son así, como nos ocurre a las personas. Dicho esto, lo que expongo a continuación es la capacidad conocida del perro; es posible que los resultados que el lector obtenga sean distintos.

En la mente de un perro

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