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DARLE FORMA A NUESTRO PERRO

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Cuando recogemos un perro de entre la basura o de algún refugio de animales que no dejan de aullar y nos lo llevamos a casa, empezamos a «darle forma al perro» de nuevo, siguiendo la lección resumida de la especie. Con cada interacción, día tras día definimos su mundo, que en cierto modo circunscribimos y a la vez ampliamos. En las primeras semanas de convivencia, el mundo del cachorro es, si no una completa tabla rasa, algo muy parecido a la experiencia «de una confusión radiante y sonora» del recién nacido. Ningún perro sabe, cuando fija los ojos por primera vez en la persona que lo observa en su jaula, qué espera de él esa persona. En este sentido, las expectativas de las personas son muy similares, al menos en Estados Unidos: cariño, lealtad y compañía, que el perro nos tenga por personas encantadoras y amorosas —pero que sepa que somos nosotros quienes mandamos; que no se haga pis dentro de casa; que no se abalance sobre las visitas; que no nos mordisquee los zapatos; que no hurgue en la basura—. Sea como fuere, parece que el perro no nace con la lección aprendida. Hay que enseñarle este conjunto de normas para que pueda vivir con las personas. Con nosotros, el perro aprende qué tipo de cosas son importantes para nosotros —y que queremos que también lo sean para él—. También las personas estamos, todas, domesticadas: se nos han inculcado los hábitos de nuestra cultura, el modo de ser humanos, la forma de comportarnos con los demás. Una tarea que el lenguaje facilita, aunque para completarla con éxito no es necesario el lenguaje hablado. En cambio, debemos estar alerta a lo que el perro percibe y dejarle claro cuáles son nuestras percepciones.

En su prodigiosa Historia natural, Plinio el Viejo (siglo I d. C.) explica convencido el nacimiento de los osos. Los cachorros, dice «son un pedazo de carne informe, un poco mayor que los ratones, sin ojos ni pelo, y del que sólo sobresalen las zarpas. Poco a poco, las madres van dando forma con sus lametones a este montoncillo de carne». Cuando el oso nace, señala Plinio, no es más que pura materia indeterminada y, como una auténtica empirista, la madre hace a su osezno con su continuo lamer. Cuando nos trajimos a Pump a casa, tenía la sensación de estar haciendo lo mismo, de estarla lamiendo para darle forma (y no porque nos lamiéramos mucho mutuamente: ella era la única que lo hacía conmigo). Fue nuestra forma de actuar juntas la que la hizo como es, lo que hace como son a la mayoría de los perros con los que convivimos: interesados en nuestras idas y venidas, atentos a su amo, no demasiado indiscretos y juguetones sólo en su momento. Mi perra interpretaba el mundo al actuar sobre él, al ver actuar a los demás, cuando se le enseñaba y al actuar conmigo sobre el mundo —ascendida al rango de buen miembro de la familia—. Y cuanto más tiempo pasábamos juntas, más se hacía como realmente era y más ligábamos nuestras vidas.

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