Читать книгу En la mente de un perro - Alexandra Horowitz - Страница 14
PREGUNTÉMOSLE AL PERRO
ОглавлениеPara reafirmar lo que digamos sobre la experiencia o la mente del perro, tenemos que aprender a preguntarle si estamos en lo cierto. Evidentemente, el problema de preguntar al perro si está contento o deprimido no es que la pregunta no tenga sentido. Es que tenemos poca capacidad para comprender su respuesta. El lenguaje nos hace terriblemente perezosos. Puedo adivinar las razones ocultas de esa conducta recalcitrante y distante que mi amiga lleva semanas mostrándome, y formarme una idea detallada y psicológicamente compleja de lo que sus acciones indican sobre lo que piensa de lo que yo pretendía en cierta situación de tirantez. Pero la mejor estrategia para cerciorarme es simplemente preguntar a esa persona. Y me lo dirá. Los perros, en cambio, nunca responden como desearíamos: con frases, bien puntuadas, con la justa entonación y enfatizando lo que quisieran resaltar. Pese a todo, si nos fijamos, nos responden con claridad.
Por ejemplo, ¿está deprimido ese perro que nos mira mientras suspira al ver que nos disponemos a irnos a trabajar? ¿Son pesimistas los perros que dejamos todo el día en casa? ¿Se aburren? ¿O simplemente espiran el aire despreocupadamente mientras se preparan para echarse una siestecita?
Observar el comportamiento para comprender la experiencia mental de un animal es precisamente la idea en la que se basan algunos experimentos recientes de inteligente diseño. Los investigadores no utilizaban perros, sino ese manido sujeto de las investigaciones, la rata de laboratorio. Es posible que la conducta de las ratas enjauladas sea lo que más haya aportado al corpus de conocimientos de la psicología. En la mayoría de los casos, la rata no tiene interés en sí misma: la investigación no versa sobre ella per se. Sorprendentemente, versa sobre los seres humanos. La idea es que las ratas aprenden y recuerdan mediante el uso de algunos mecanismos que utilizamos los humanos —pero es mucho más fácil meter a las ratas en pequeñas cajitas y someterlas a unos estímulos limitados con la esperanza de obtener una reacción—. Y los millones de reacciones y respuestas de los millones de ratas de laboratorio (Rattus norvegicus) han proporcionado mucha información para entender la psicología humana.
Sin embargo, las ratas también tienen interés en sí mismas. Quienes trabajan con ellas en el laboratorio a veces hablan de su «depresión» o de su exuberante naturaleza. Algunas ratas parecen perezosas, otras son alegres; unas pesimistas, otras optimistas. Los investigadores tomaron dos de estas caracterizaciones —el pesimismo y el optimismo— y les dieron una definición operativa: una definición desde la perspectiva científica que permitiera determinar si se pueden ver auténticas diferencias entre unas ratas y otras. En lugar de limitarse a extrapolar el aspecto de los humanos cuando nos sentimos pesimistas, podemos preguntar cómo se podría distinguir entre una rata pesimista y otra optimista por sus respectivos comportamientos.
Así pues, se analizó el comportamiento de las ratas no como un reflejo del nuestro, sino como indicador de algo sobre... las ratas, sobre las preferencias y los sentimientos de la rata. Los investigadores colocaron a los sujetos de sus experimentos en entornos muy restringidos: algunos eran entornos «imprevisibles», donde se cambiaban continuamente el lecho, los compañeros de jaula y la secuencia de luz y oscuridad. Este diseño experimental aprovechaba el hecho de que las ratas, al vagar por las jaulas con poco que hacer, aprenden inmediatamente a asociar los sucesos nuevos con los fenómenos que se producen simultáneamente. En este caso, se emitía a través de altavoces un determinado tono en las jaulas donde estaban las ratas. Era una señal para que pulsaran una palanca, un movimiento cuyo resultado era la aparición de una bolita de comida. Si se emitía un tono distinto y las ratas pulsaban la palanca, se producía un sonido desagradable y se quedaban sin comida. Esas ratas, seguramente como todas las ratas de laboratorio que las precedieron, descubrían inmediatamente la asociación. Sólo corrían hacia la palanca que les suministraba comida cuando aparecía el sonido de buen presagio, como hacen los niños cuando oyen el tintineo del carrito de los helados. Todas las ratas descubrían esa asociación en seguida. Pero cuando se emitía otro sonido intermedio entre los ya aprendidos, el resultado era que el entorno de las ratas cobraba importancia. Las que habían vivido en un entorno previsible interpretaban que el nuevo sonido significaba comida; esto no era así para las que procedían de entornos inestables.
Esas ratas habían aprendido el optimismo y el pesimismo sobre el mundo. Observar las ratas de entornos previsibles saltando con presteza al oír todo sonido nuevo equivale a observar el optimismo en acción. Bastaba con introducir pequeños cambios en el entorno para provocar un gran cambio de actitud. La intuición de quienes trabajan con ratas de laboratorio sobre el estado de ánimo de éstas puede ser acertada.
Podemos someter al mismo tipo de análisis nuestras intuiciones sobre los perros. Cualquier antropomorfismo que empleemos para describir a nuestros perros, podemos someterlo a dos preguntas. Una, ¿existe una conducta natural a partir de la que pudiera haber evolucionado esa acción? Y dos, ¿qué significaría esa afirmación antropomórfica si la deconstruyéramos?