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INTRODUCCIÓN

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Primero se ve la cabeza. En lo alto del promontorio asoma un hocico, moqueando. De momento no se ve nada a lo que esté unido. Luego aparece una extremidad, seguida sin prisas de una segunda, una tercera y una cuarta, y sobre ellas veinte kilos de cuerpo. El perro lobo, noventa centímetros hasta los hombros y ciento cincuenta hasta la cola, espía al peludo chihuahua, de un tamaño que es la mitad de la media de los perros, que está en la hierba a los pies de su amo. Pesa tres kilos, y todo él tiembla. De un salto indolente, con las orejas tiesas, el perro lobo se coloca delante del chihuahua. Éste aparta la vista recatadamente; el otro se inclina hasta su nivel y lo mordisquea en el costado. El chihuahua se gira hacia el perro lobo, que levanta su parte trasera, con la cola en alto, dispuesto a atacar. En lugar de huir del peligro evidente, el chihuahua imita su postura, de un brinco se coloca ante su cara y le agarra el hocico con sus diminutas patas. Empiezan a jugar.

Durante cinco minutos los dos perros dan volteretas, se agarran, se muerden y se embisten. El perro lobo se tumba de lado y el chihuahua le responde con ataques a la cara, el vientre y las patas. Con un golpe del perro mayor el pequeño sale despedido hacia atrás, y se aleja poco a poco del alcance del otro. El perro lobo ladra, salta y se levanta de nuevo sobre sus cuatro patas con un ruido sordo. La reacción del chihuahua es lanzarse contra una de esas patas y morderla, con fuerza. Están medio abrazados —el pastor alemán rodea con su boca el pequeño cuerpo del chihuahua, y éste le devuelve el gesto con un lametón en la cara—, cuando el amo del perro lobo pone una correa al collar y tira para que se levante otra vez. El chihuahua se yergue, los mira, da un ladrido y regresa corriendo a su amo.

Estos perros son de un tamaño tan dispar que bien pudieran pertenecer a especies distintas. La simplicidad con que juegan siempre me ha desconcertado. El perro lobo se abalanzó sobre el chihuahua, lo mordisqueó y lo ciñó con la boca; pero el perrito reaccionó sin miedo y con idéntica determinación. ¿Qué explica la capacidad de ambos de jugar juntos? ¿Por qué el perro lobo no ve en el chihuahua una presa? ¿Por qué el chihuahua no ve en el perro lobo un depredador? Pues resulta que la respuesta no tiene nada que ver con los delirios de grandeza del primero ni con la falta de instinto predador del segundo. Ni se trata tampoco de la simple consecuencia de un instinto innato.

Hay dos formas de aprender cómo funciona el juego —y de averiguar qué piensan, perciben y dicen los perros mientras juegan—: nacer perro o dedicar mucho tiempo a observar detenidamente a los perros. La primera era inalcanzable. Acompáñeme el lector en la exposición de lo que he averiguado con esa observación.

Soy persona de perros.

En mi casa siempre ha habido algún perro. Mi afinidad con ellos empezó con nuestro perro familiar, Aster, con sus ojos azules, su cola caída y sus excursiones nocturnas por el barrio que tan a menudo me tenían levantada, en pijama y preocupada, a la espera de su regreso a medianoche. Lloré mucho tiempo la muerte de Heidi, una springer spaniel que se lanzó fogosa directamente bajo las ruedas de un coche que avanzaba por la carretera que pasaba cerca de casa —mi imaginación infantil retuvo la imagen de su lengua que salía por la comisura de la boca y la de sus largas orejas que ondeaban con el alegre vigor de la carrera—. En mis años de universitaria, miraba con admiración y cariño a Beckett, un chow chow cruzado que me vigilaba estoicamente cuando salía de casa.

Y hoy tengo a mis pies el cuerpo cálido, jadeante y de pelo rizado de Pumpernickel, Pump, un chucho de dieciséis años que vive conmigo desde que nació y que me ha acompañado a lo largo de mi madurez. He empezado todos y cada uno de los días de mi estancia en cinco estados, de mis cinco años en la universidad y de mis cuatro trabajos con su cola moviéndose para saludarme cuando me oye despertar por la mañana. Como cualquier amante de los perros comprenderá, no puedo imaginar mi vida sin esta perra.

Soy persona de perros, amante de los perros. Y también soy científica.

Estudio el comportamiento animal. Profesionalmente, tengo cuidado de no antropomorfizar a los animales, de no atribuirles sentimientos, pensamientos y deseos que las personas empleamos para describirnos. Al aprender cómo estudiar la conducta de los animales, me enseñaron y adopté el código del científico para explicar acciones: ser objetivo; no explicar una conducta apelando a un proceso mental cuando se puede definir mediante procesos más simples; no olvidar que un fenómeno que no sea observable ni confirmable no es objeto de la ciencia. En la actualidad, como profesora de comportamiento, cognición comparativa y psicología animales, baso mis enseñanzas en textos autorizados y de prestigio que se ocupan de lo cuantificable. En ellos, todo se expone siempre con el mismo tono regular y objetivo, desde las explicaciones hormonales y genéticas de la conducta social de los animales hasta las respuestas condicionadas, los patrones de acción fijos y las tasas óptimas de búsqueda.

Pero...

Esos textos, veladamente, dejan sin responder la mayor parte de las preguntas de mis alumnos sobre animales. En las conferencias donde expongo mis investigaciones, otros académicos dirigen inevitablemente las charlas posteriores a las ponencias hacia sus propias experiencias con sus mascotas. Y siempre se plantean las mismas cuestiones que me había hecho sobre mi perro —sin que surja de improviso un raudal de respuestas—. La ciencia, tal como se practica y se plasma en los manuales, raramente se ocupa de nuestras experiencias fruto de vivir con nuestros animales y tratar de comprender su mente.

En mis primeros años en la universidad, cuando empecé a estudiar la ciencia de la mente, con interés especial por la de los animales no humanos, nunca se me ocurrió ocuparme de los perros. Me parecían muy familiares, con una conducta bien sabida. Nada hay que aprender de los perros, decían mis colegas: son criaturas simples y felices a las que debemos adiestrar, alimentar y querer, y esto es todo. En los perros no existen datos. Ésta era la idea dominante entre los científicos. Mi director de tesis estudiaba los babuinos, una ocupación respetable: los primates son los animales preferidos en el campo de la cognición animal. Se da por supuesto que el lugar donde más probabilidades hay de hallar habilidades y un tipo de cognición similares a las nuestras es en nuestros hermanos primates. Era, y sigue siendo, la idea dominante entre los científicos conductistas. Peor aún, parecía que los propietarios de perros se habían ocupado ya de la teorización sobre la mente del perro, y de sus anécdotas y su antropomorfización erróneamente aplicada surgían las convenientes teorías. La propia idea de mente del perro estaba contaminada.

Pero...

En mis años de universitaria en California, pasaba muchas horas de ocio con Pumpernickel en los parques y las playas de la zona donde podían entrar los perros. Era la época de mi formación como etóloga, científica del comportamiento animal. Entré a formar parte de dos grupos de investigación que observaban unas criaturas altamente sociales: los rinocerontes blancos del Wild Animal Park, en Escondido, y los bonobos (chimpancés enanos) de este parque y del Zoológico de San Diego. Aprendí la ciencia de las observaciones minuciosas, la recogida de datos y el análisis estadístico. Con el tiempo, esta forma de observar la realidad empezó a impregnar aquellas horas de recreo que pasaba en los parques para perros. De repente, los perros, con su fluido paso entre su propio mundo social y el de las personas, se transformaron en completos desconocidos: dejé de ver su conducta como algo simple y bien comprendido.

Donde antes veía un juego que me hacía sonreír entre Pumpernickel y un bull terrier, ahora advertía un baile complejo que requería una cooperación mutua, unas comunicaciones de fracciones de segundo y la evaluación de las capacidades y deseos de cada uno. El más leve giro de la cabeza o del hocico ahora parecía apuntar a un blanco y tener su significado. Veía perros cuyos propietarios no entendían nada de lo que hacían; descubrí a perros demasiado inteligentes para sus compañeros de juego; observaba personas que malinterpretaban las peticiones caninas como si fueran confusión, y el placer como si fuera agresividad. Empecé a llevar con nosotros una videocámara y a grabar nuestras salidas a los parques. En casa miraba las cintas de los perros: cintas de persecuciones, peleas, caricias mutuas, carreras y ladridos. Con aquella nueva sensibilidad a la posible riqueza de las interacciones sociales en un mundo completamente ajeno a la lingüística, todas aquellas actividades que antes consideraba corrientes ahora me parecían una fuente de información sin explorar. Cuando empecé a observar los vídeos a cámara superlenta, percibí conductas que jamás había visto en todos los años de había convivido con perros. Los juegos más simples entre dos perros, cuando los analizaba detenidamente, se tornaban una vertiginosa serie de comportamientos sincronizados, de activos intercambios de papeles y de variaciones de las exteriorizaciones comunicativas; una flexible adaptación a la atención de los demás, y un movimiento rápido entre una gran diversidad de actos lúdicos.

Lo que contemplaba eran instantáneas de las mentes de los perros, que se manifestaban en sus formas de comunicarse entre ellos y en sus intentos de hacerlo con las personas de su alrededor, y también en su modo de interpretar las acciones de otros perros y de las personas.

Ya nunca volví a ver a Pumpernickel, ni a ningún otro perro, igual. El cristal de la ciencia con que ahora los miraba, lejos de aguarme la fiesta de interactuar con él, me proporcionaba una forma nueva y valiosa de observar lo que hacía: una nueva manera de entender la vida como perro.

Desde las primeras horas de observación de aquellas cintas, no he dejado de estudiar el juego de los perros: cuando juegan entre sí y cuando lo hacen con las personas. Sin darme cuenta, participaba en un cambio radical que se estaba produciendo en la actitud de la ciencia hacia el estudio del perro. La transformación no es aún completa, pero el panorama de los estudios sobre perros ya es notablemente distinto del de hace veinte años. Donde antes no había más que un número inapreciable de estudios sobre la cognición y el comportamiento animales, hoy existen conferencias sobre el perro, grupos de investigación dedicados a su análisis, estudios experimentales y etológicos sobre el perro en Estados Unidos y otros países, y las publicaciones científicas están salpicadas de este tipo de investigaciones. Los científicos que se dedican a todas esas tareas ven lo que yo he visto: el perro es una perfecta puerta de entrada al estudio de los animales no humanos. Los perros llevan viviendo con los humanos miles de años, tal vez cientos de miles. Mediante la selección artificial de la domesticación, han evolucionado hasta ser sensibles precisamente a todo aquello que compone de forma importante nuestra cognición; entre otras cosas, y fundamentalmente, la atención a los demás.

En este libro expongo al lector la ciencia del perro. Los científicos que trabajan en los laboratorios y en este campo, estudiando los perros trabajadores y los perros de compañía, han reunido una impresionante cantidad de información sobre la biología del perro —sus capacidades sensoriales, su conducta— y sobre la psicología del perro —su cognición—. A partir de los resultados acumulados tras cientos de programas de investigación, podemos empezar a elaborar una imagen del perro desde dentro —la habilidad de su hocico, lo que oye, cómo nos dirige la vista y el cerebro que está detrás de todo ello—. El trabajo sobre la cognición del perro incluye el mío propio, pero se extiende mucho más allá, hasta resumir todos los resultados de los estudios más recientes. Para algunos temas sobre los que aún no existe información fiable sobre los perros, incorporo estudios sobre otros animales que pueden ayudarnos a comprender también la vida del perro. (Para quienes tengan curiosidad por las fuentes originales de lo que aquí se expone al final del libro hay una completa relación de éstas.)

En nada perjudicamos al perro si soltamos la correa para alejarnos y observarlo desde una perspectiva científica. Sus capacidades y su punto de vista merecen una atención especial. Y el resultado es magnífico: la ciencia, lejos de distanciarnos de este animal, nos aproxima más a él, de modo que la naturaleza del perro puede maravillarnos todavía más. El proceso y los resultados de la ciencia, si se utilizan con rigor pero con creatividad, pueden arrojar nueva luz sobre lo que las personas comentan a diario acerca de lo que su perro sabe, entiende o cree. En mi viaje personal, al aprender a observar el comportamiento de mi propio perro de forma sistemática y científica, llegué a comprenderlo y a apreciarlo mejor, y a tener con él una relación también de mayor calidad.

Me he adentrado en el perro y he vislumbrado su punto de vista. El lector puede hacer lo mismo. Si tiene un perro a su lado en la habitación, lo que ve en esa espléndida y lanosa masa de naturaleza canina está a punto de cambiar.

En la mente de un perro

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