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ANIMALES ENTRE COMILLAS

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Está nevando y empieza a anochecer, lo que significa que tenemos unos tres minutos para que yo me vista y salgamos a jugar al parque antes de que otros juerguistas empiecen a estorbar con la nieve. Fuera, bien abrigada, voy abriendo surcos en la ya gruesa capa de nieve y Pump sale disparada dando brincos y dejando sus huellas de conejito gigante. Me dejo caer para perfilar con mi cuerpo en la nieve lo que se diría que es un ángel, y Pump hace lo propio, en su caso quizás un ángel canino, mientras se revuelca sobre el lomo de un costado a otro. La observo con toda alegría por ese juego que compartimos. Luego percibo un olor terrible que procede de donde ella se encuentra. En seguida me doy cuenta de lo que pasa: Pump no está haciendo un ángel de nieve; se está revolcando sobre el cadáver en descomposición de un animal pequeño.

Existe un debate entre quienes consideran que los perros en el fondo son animales salvajes y quienes los tienen por criaturas que hemos moldeado con nuestras propias manos. Los primeros suelen apelar a la conducta del lobo para explicar la del perro. A los actuales y populares adiestradores de perros se los admira porque coinciden con quienes están del lado lobuno del perro. Se suelen burlar de los del segundo grupo, que tratan a sus perros como babosas personas cuadrúpedas. Ni unos ni otros están en lo cierto. La respuesta está exactamente en medio de las dos posturas. Los perros son animales, claro está, con tendencias atávicas, pero detenerse aquí significa tener una visión a medias de la historia natural del perro. Este animal ha sido reconvertido con mucho acierto. Hoy es un animal entre comillas.

La inclinación a ver a los perros como animales más que como creaciones de nuestra psicología es esencialmente correcta. Para evitar la antropomorfización, algunos recurren a lo que podría llamarse una biología desconsiderada: una biología libre de subjetividad o de confusas ideas como la conciencia, las preferencias, el sentimiento o las experiencias personales. El perro no es más que un animal, dicen, y los animales no son más que unos sistemas biológicos cuya conducta y psicología se pueden explicar con una terminología simple y general. Hace poco vi salir de una tienda de mascotas a una mujer con su terrier, al que acababan de calzarle unos diminutos zapatos —para evitar que con los pies arrastrara a casa la porquería de la calle, explicaba la señora mientras tiraba de él, que, muy rígido, parecía ir patinando por aquella sucia calle—. Es posible que la mujer hubiera salido ganando de haber pensado más en la naturaleza animal de su perro y menos en su parecido con cualquier peluche. En realidad, como veremos, captar algunas de las complejidades de los perros —la agudeza de su olfato, lo que pueden o no pueden ver, la pérdida del miedo y el sencillo cariño que demuestran al mover la cola— facilita muchísimo comprender al perro en su conjunto.

Por otro lado, y en muchos sentidos, decir que el perro es sólo un animal y explicar que todo su comportamiento nace de la conducta del lobo es una afirmación incompleta y engañosa. La clave por la que los perros consiguen vivir con nosotros en nuestra propia casa es el propio hecho de que no son lobos.

Por ejemplo, hace ya mucho que cayó en desuso la equivocada idea de que nuestros perros nos toman por su «manada». El lenguaje que se emplea con las «manadas» —el perro «alfa», el dominio, la sumisión— genera las imágenes más dominantes y omnipresentes de la familia que componen los humanos y los perros. Nace de donde nacieron los perros: los perros surgieron de unos antepasados lobos, y los lobos forman manadas. Por eso, se dice, los perros forman manadas. La aparente lógica de esta idea la desmienten ciertos atributos que no transferimos de los lobos a los perros: los lobos son cazadores, pero no dejamos que nuestros perros salgan a cazar para alimentarse.16 Con el perro nos sentimos seguros en la puerta de la guardería, en cambio nunca dejaríamos a un lobo solo en una habitación con nuestro bebé durmiendo, cuatro kilos de carne vulnerable.

Sin embargo, a muchos los seduce la analogía con una organización de dominación en manada —sobre todo aquella en la que nosotros somos quienes dominamos y los perros quienes están sometidos—. Una vez aplicada, esta idea popular de manada se abre camino en todas las interacciones con nuestros perros: primero comemos nosotros, luego el perro; nosotros ordenamos, el perro obedece; nosotros paseamos el perro, no él a nosotros. Inseguros de cómo tratar a un animal que se entromete en nuestra vida, la idea de «manada» nos sirve de marco de referencia.

Lamentablemente, esta actitud no sólo reduce el tipo de comprensión y de interacción que podemos tener de los perros, sino que sienta una falsa premisa. Esta «manada» a que se hace referencia se parece muy poco a las auténticas manadas de lobos. El modelo habitual de manada era el de una jerarquía lineal, con una pareja alfa dominante y por debajo de ella varios lobos «beta», «gamma» u «omega», pero los actuales biólogos especialistas en lobos piensan que se trata de un modelo muy simplista. Se formó con la observación de lobos cautivos. Con poco espacio y pocos recursos, en espacios pequeños y cerrados, unos lobos sin ningún grado de parentesco se organizan a su manera, y el resultado es un poder jerárquico. Lo mismo podría ocurrir con cualquier especie que se confinara en un espacio reducido.

En su vida salvaje, las manadas de lobos están formadas casi por completo por animales emparentados o que se han apareado. Son familias, no grupos de iguales que compiten por hacerse con el mando. En una manada típica hay una pareja de cría y una o dos generaciones de sus descendientes. La manada se organiza con una conducta social y otra de caza. Sólo se aparea una pareja y los demás miembros de la manada, adultos o jóvenes, participan en la crianza de los cachorros. Los diferentes individuos cazan y comparten la comida; a veces, para presas grandes que uno solo no podría cazar, se juntan varios lobos para hacerse con ella. De vez en cuando, animales no emparentados se unen para formar una manada con múltiples parejas con quien aparearse, pero son casos excepcionales, probablemente motivados por la necesidad de adaptarse al medio. Algunos lobos nunca se integran en una manada.

La única pareja de cría —padres de la mayoría de los otros miembros de la manada— guía el curso y las conductas del grupo, pero llamarlos «alfa» implica una competencia por ostentar el mando que no es exacta del todo. No son alfas dominantes más de lo que pueda serlo el padre o la madre en una familia de humanos. Asimismo, el estatus de subordinado del lobo joven tiene más que ver con la edad que con una jerarquía impuesta de forma estricta. Las conductas que se consideran «dominantes» o «sumisas» no se adoptan en una lucha por el poder, sino para mantener la unidad social. El rango no nace de una jerarquía, sino que es un signo de madurez. Normalmente se puede observar en las posturas expresivas de los animales cuando se saludan e interactúan entre ellos. El lobo joven que se acerca a otro mayor moviendo la cola, sin levantarla, y con el cuerpo casi rozando el suelo, está reconociendo la prioridad biológica del de mayor edad. Los cachorros se encuentran naturalmente en un nivel subordinado; en las manadas de familias mezcladas, los cachorros pueden heredar parte del estatus de sus padres. En algunos casos, se puede afianzar el rango o alcanzarlo mediante ataques y encuentros peligrosos entre miembros de la manada, pero la mayoría de las veces se trata más de una conducta agresiva que del intento de un intruso por escalar en el orden jerárquico. Los lobeznos aprenden cuál es su lugar más mediante la observación e interacción con sus compañeros de manada que porque de algún modo se los ponga en su sitio.

La realidad del comportamiento de la manada de lobos difiere manifiestamente de la de los perros en otros sentidos. Los perros domésticos normalmente no cazan. La mayoría de ellos nacen en la unidad familiar en la que van a vivir, cuyos miembros dominantes son los humanos. Los intentos de aparearse de las mascotas no tienen relación (afortunadamente) con los de sus humanos adoptivos —los de la supuesta pareja alfa—. Ni siquiera los perros asilvestrados —los que quizá nunca hayan convivido con una familia humana— suelen formar manadas sociales tradicionales, aunque puedan ir juntos.

Tampoco nosotros somos la manada del perro. Nuestras vidas son mucho más estables que las de una manada de lobos: el tamaño y la composición de la manada de lobos están en flujo permanente, cambian con las estaciones, con el número de crías, con los lobos jóvenes que se hacen mayores y dejan atrás sus primeros años, y con las existencias de presas. Lo habitual es que los perros que adoptamos pasen toda la vida con nosotros; a nadie se le echa de casa en primavera, ni nadie se nos une en invierno para ir a la caza de un gran alce. Lo que sí parecen haber heredado los perros domésticos de los lobos es la sociabilidad de la manada: un interés por estar con los demás. En efecto, los perros son unos oportunistas sociales. Se adaptan a las acciones de los demás y, curiosamente, resulta que los humanos somos unos animales a los que es muy fácil adaptarse.

Recurrir al modelo simplista y desfasado de las manadas supone pasar por alto las auténticas diferencias que hay entre el comportamiento del perro y el del lobo, y olvidar algunas de las características más interesantes de las manadas de lobos. Para explicar por qué los perros atienden nuestras órdenes, nos respetan y nos consienten, es mejor recurrir al hecho de que somos su fuente de alimentación en lugar de apoyar la idea de que somos alfas. Es cierto que podemos hacer que los perros se sometan a nosotros por completo, pero esto tampoco es biológicamente necesario ni particularmente enriquecedor para ninguno de los dos. La analogía con la manada no hace más que reemplazar nuestros antropomorfismos por una especie de «bestiamorfismos», cuya alocada tesis parece ser algo así como: «los perros no son humanos; por consiguiente, los debemos ver exactamente como no humanos en todos los sentidos».

Los perros y nosotros nos parecemos más a una inofensiva pandilla que a una manada: una pandilla de dos (o tres, cuatro o más). Somos una familia. Compartimos costumbres, preferencias y casas; recorremos los mismos trayectos y nos detenemos a saludar a los mismos perros. Si somos una pandilla, somos una pandilla alegre que no deja de mirarse el ombligo, sin más preocupación que la de mantenernos unidos. Nuestra pandilla funciona porque compartimos las principales premisas de nuestro comportamiento. Por ejemplo, aprobamos unas normas de conducta en casa. Acuerdo con mi familia que no se permite orinar en el salón en ninguna circunstancia. Es un acuerdo tácito, afortunadamente. Al perro hay que enseñarle esta norma de convivencia: ningún perro conoce el valor de las alfombras. De hecho, éstas podrían considerarse un agradable lugar donde aliviar la vejiga.

Los adiestradores que aceptan la idea de manada extraen de ella el componente de «jerarquía» e ignoran el contexto social en el que surge. (Además, ignoran que aún nos queda mucho por conocer sobre la conducta del lobo en libertad, dada la dificultad de seguir de cerca a estos animales.) El educador de ideas lobunas dirá quizá que los humanos somos los líderes de la manada, responsables de la disciplina y del sometimiento de los demás. Estos amaestradores enseñan al perro mediante la aplicación de un castigo cuando, por ejemplo, se encuentran con el inevitable pis sobre la alfombra. El castigo puede ser un grito, obligar con fuerza al perro a oler su orina, una palabra fuerte o un brusco tirón de la correa. Es habitual llevar al perro a la escena del crimen para poner en práctica el castigo, una táctica especialmente equivocada.

Esta postura se aleja de lo que sabemos sobre la realidad de las manadas de lobos y se acerca a la idea obsoleta del reino animal con los humanos en la cúspide de la pirámide, ejerciendo el poder sobre los demás. Parece que los lobos aprenden los unos de los otros no mediante el mutuo castigo, sino a través de la observación mutua. También los perros son grandes observadores de nuestra forma de reaccionar. En lugar de mediante el castigo que ellos sufren, los perros aprenden mejor cuando se les deja que descubran por sí mismos qué conductas se recompensan y cuáles no conducen a ningún resultado. La relación con nuestro perro se define por lo que ocurre en esos momentos no deseados —por ejemplo, al regresar a casa y encontrarnos con un charco de pis en el suelo—. Castigar al perro por esta conducta —algo que tal vez se produjo unas horas antes—, con una táctica basada en el dominio, es una forma rápida de avanzar hacia una relación en que impere el maltrato. Cuando el adiestrador castiga al perro, es posible que la conducta problemática desaparezca temporalmente, pero la única relación que se crea es entre el educador y nuestro perro. (Será una conducta que durará muy poco si no existe un trabajo conjunto entre el adiestrador y nosotros.) El resultado será un perro mucho más sensible y posiblemente miedoso, no uno que entienda lo que queremos enseñarle. Es mejor dejar que el perro utilice sus habilidades de observación. Ante una conducta no deseada dejamos de atenderlo y de darle de comer: no le damos nada que pueda desear. La buena conducta consigue todo esto y más. Es una parte integral de cómo el niño aprende a ser persona. Y así es como se genera la cohesión de la pandilla de humanos y perros.

En la mente de un perro

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