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Por otro lado, entre lobos y perros no median más que unas decenas de miles de años de evolución. En nuestro caso, deberíamos remontarnos millones de años hasta llegar al momento en que nos separamos del chimpancé; y lógicamente no nos fijamos en el comportamiento de éste para educar a nuestros hijos.17 Los lobos y los perros comparten un 99,66 % de su ADN. De vez en cuando vemos en nuestras mascotas rasgos lobunos fugaces: el asomo de un gruñido cuando nos acercamos a quitarles una pelota de la boca; el juego violento en el que uno de los animales parece más presa que compañero de juego; cierta mirada salvaje en el perro que mordisquea un hueso con ansia.

El orden de la mayor parte de nuestras interacciones con los perros choca con fuerza contra su lado atávico. Alguna que otra vez parece como si un gen ancestral y renegado dominara el producto domesticado de sus iguales. El perro que muerde a su amo, el que mata el gato de la familia, el que ataca al vecino... Hay que reconocer este imprevisible lado salvaje de los perros. Hace miles de años que estamos criando esta especie, pero antes de que nosotros interviniéramos estuvo evolucionando durante millones de años. Eran depredadores. Tienen las mandíbulas fuertes y unos dientes diseñados para desgarrar carne. Actúan sin detenerse a pensar en lo que van a hacer. Están prestos a proteger —a sí mismos, a sus familias, su territorio—, y no siempre podemos prever cuándo se impondrá este instinto de protección. Y no aceptan de forma automática las premisas compartidas por los humanos en una sociedad civilizada.

El resultado es que, la primera vez que el perro se nos escapa, se desmadra y se lanza frenéticamente tras algo que no logramos ver en unos arbustos, nos entra pánico. Con el tiempo, nos familiarizamos mutuamente: el perro, con lo que esperamos de él; nosotros, con lo que hace. Somos nosotros quienes decimos que se desmadra; para el perro es una continuación lógica de andar, y en su momento aprenderá qué es lo uno y lo otro. Tal vez nunca veamos eso que se esconde entre los arbustos, pero al cabo de unos cuantos paseos aprenderemos que en los arbustos se esconden cosas y que el perro regresará. Convivir con un perro es un proceso de familiarización mutua. Ni siquiera el mordisco del perro es algo uniforme. Hay mordiscos que son producto del miedo, de la contrariedad, del dolor o de la ansiedad. No es lo mismo un mordisco agresivo que un pequeño bocado de exploración; los mordiscos de los juegos no son los mismos que los que se emplean para limpiarse.

Pese a esos momentos en que aparece su lado salvaje, los perros nunca vuelven a ser lobos. Los perros callejeros —que vivieron con personas pero se han ido o han sido abandonados— y los sueltos —a quienes alimentan los humanos pero viven separados de ellos— no tienen más cualidades lobunas. La vida de los sueltos parece que se asemeje a la de quienes vivimos en las grandes ciudades: junto a los demás y con actitud cooperativa, pero muchas veces solitarios. No se organizan socialmente en manadas con una sola pareja de cría. No construyen guaridas para los cachorros ni les procuran comida, como hacen los lobos. Es posible que establezcan un orden social como hacen otros cánidos salvajes, pero es un orden basado en la edad, más que en la lucha y el conflicto. Tampoco cazan en cooperación: husmean o cazan presas pequeñas solos. La domesticación los ha cambiado.

Tampoco los lobos que han sido socializados —criados entre humanos desde su nacimiento— pasan a convertirse en perros. Tienen un comportamiento intermedio. Los lobos socializados se interesan más por los humanos, les prestan más atención y siguen sus gestos comunicativos mejor que los que han nacido salvajes. Pero no son perros con piel de lobo. Los perros que se crían con un cuidador humano prefieren la compañía de éste a la de otras personas; los lobos no son tan selectivos. Superan con mucho a los lobos criados en cautividad en la interpretación de las señales de los humanos. Al ver un lobo atado a una correa, que se sienta y se tumba cuando así se le ordena, se podría pensar que hay poca diferencia entre el lobo socializado y el perro. Pero, cuando se ve ese mismo lobo delante de un conejo, se entiende la diferencia que aún sigue existiendo entre ellos: el lobo se olvida de la persona y se lanza a perseguir al conejo sin descanso. El perro que se encuentre cerca de ese mismo conejo puede esperar pacientemente, mirando a su amo, a la espera de que le permita correr. La compañía humana se ha convertido en el alimento motivador de los perros.

En la mente de un perro

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