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Capítulo 5 Después del baile
Оглавление—Es un trabajo muy arduo —dijo sir Felix mientras subía en la berlina con su madre y su hermana.
—Pues imagina cómo lo he pasado yo, sin nada que hacer —dijo su madre.
—Es precisamente porque yo tenía una tarea entre manos el motivo por el cual lo califico de arduo. Por cierto, ahora que lo pienso, pasaré por el club antes de irme a casa —Y sacó la cabeza por la ventana, para detener al conductor por señas.
—Son las dos de la madrugada, Felix —dijo su madre.
—Pues sí, pero es que tengo hambre. Quizá tú has cenado, pero yo no.
—¿Vas a cenar al club? ¿A esta hora?
—Si no, me iré a dormir con hambre. Buenas noches.
Y saltó de la berlina y llamó un taxi que le llevó al Beargarden. Se dijo que los hombres que estuvieran en el club le reprocharían que no les diera la posibilidad de recuperarse de sus pérdidas. La noche anterior había vuelto a jugar y a ganar. Dolly Longestaffe le debía ya una considerable cantidad de dinero, y lord Grasslough también. Estaba seguro de que Grasslough iría al club después del baile de los Melmotte, y estaba decidido a que no creyeran que se había rebajado a retirarse a casa, empujado por su madre y su hermana. Así reflexionaba para sus adentros, pero la verdad era que el demonio del juego había hecho mella en su pecho, y aunque temía perder dinero de verdad y era consciente de que si ganaba, tardarían en pagarle, no podía mantenerse lejos de las mesas de juego.
Ni la madre ni la hija pronunciaron palabra hasta que llegaron a casa y subieron al piso de arriba. Entonces, lady Carbury habló de lo que más le preocupaba en ese momento:
—¿Crees que juega?
—Pero si no tiene dinero, mamá.
—Me temo que eso no le detendrá. Y sí que tiene dinero, aunque no sea mucho para él y su círculo de amigos. Si se ha dado al juego, todo está perdido.
—Supongo que todos juegan, más o menos.
—A mí no me consta. Estoy agotada, con el corazón destrozado, por lo poco que se preocupa por mí. No es que no me obedezca; quizá una madre no debe esperar que sus hijos la obedezcan. Es que no le importa nada de lo que digo. Mis palabras caen en saco roto. No tendrá el menor escrúpulo en comportarse mal delante de mí, igual que si fuera una extraña.
—Hace mucho tiempo que Felix hace lo que se le antoja, mamá.
—¡Exactamente! Lo que se le antoja, sí. Pero yo soy la que tengo que pagar sus gastos, como si fuera un niño pequeño. Hetta, te has pasado toda la velada hablando con Paul Montague.
—No, mamá. Eso no es verdad.
—Se ha pasado toda la noche a tu lado.
—Yo no conocía a nadie más. Y difícilmente podía pedirle que no me dirigiera la palabra. Bailé con él dos veces. —Su madre se sentó, llevándose ambas manos a la cabeza, y la sacudió con un gesto desesperado—. Si no querías que hablara con Paul, no deberías haberme llevado al baile.
—No quiero impedirte que hables con él. Ya sabes lo que quiero.
Henrietta se acercó y le dio un beso en la frente.
—Buenas noches, madre.
—Creo que soy la mujer más desgraciada de Londres —sollozó de repente lady Carbury.
—¿Por culpa mía, mamá?
—Podrías hacer tanto, si quisieras. Trabajo como un animal, y nunca gasto un chelín si puedo evitarlo. No quiero nada para mí, nada. Nadie ha sufrido tanto como yo. Pero Felix no piensa en mí, nunca.
—Yo sí pienso en ti, mamá.
—Si eso fuera cierto, aceptarías el ofrecimiento de tu primo. ¿Qué derecho tienes a rechazarle? Estoy convencida de que es por ese joven.
—No, mamá. No es por eso. Mi primo es muy agradable, pero eso es todo. Buenas noches, mamá.
Lady Carbury permitió que su hija le volviera a dar un beso, y luego se quedó a solas.
A las ocho de la mañana siguiente, cuatro jóvenes acababan de levantarse de la mesa de juego del Beargarden. Era un club tan flexible, que no tenía ninguna regla con respecto a la hora del cierre. La única ley era que no abría antes de las tres de la tarde. Pero los criados habían recibido la sutil directriz de retrasarse o no servir bebida ni comida después de las seis de la mañana, de modo que hacia las ocho, la atmósfera cargada de humo empezaba a ser irrespirable incluso para los pulmones jóvenes que poblaban las salas. El grupo de caballeros consistía en Dolly Longestaffe, lord Gresslough, Miles Grendall y Felix Carbury, y los cuatro se habían divertido durante las últimas seis horas con varios juegos de lo más inocente. Habían empezado con whist, y durante la última media hora habían seguido con hookey a ciegas. Felix había ganado durante toda la noche. Miles Grendall lo odiaba, y había comentado discretamente con el joven lord que lo más adecuado y provechoso sería aliviar los bolsillos de sir Felix y recuperar sus pérdidas de las dos últimas noches. Los dos hombres habían jugado pues con una estrategia común, y como eran jóvenes no habían sabido disimularlo, de modo que se había creado cierta atmósfera de hostilidad durante la partida. No debe creer el lector que ninguno de los dos hizo trampas, o que el barón sospechara que había habido juego sucio. Pero Felix sí había comprendido que esa noche Grendall y Grasslough eran sus enemigos, y se había inclinado hacia Dolly en busca de amistad y simpatía. Dolly, sin embargo, estaba un poco bebido.
A las ocho de la mañana se habían apaciguado los ánimos, aunque el dinero no había cambiado de manos. El motivo era que el dinero en efectivo se había superado con creces durante las apuestas de la noche. Grasslough era el que había perdido más, y las cifras y pedazos de papel con las cantidades que debía estaban ahora en poder de Carbury, que contó hasta unas dos mil libras de ganancias por ese lado. Lord Grasslough negó la cifra pero fue en vano. Eran sus iniciales, sus pagarés, y ni siquiera Miles Grendall, que era el más despierto y lúcido de todos, podía negarlo. El propio Grendall había perdido otras cuatrocientas libras, y las había quedado a deber a Carbury. Una cantidad pequeña, pero para Miles equivalía a cuarenta mil libras, porque no podía pagar ni una ni otra. A pesar de todo, entregó su pagaré con aire de despreocupación. Grasslough tampoco tenía un centavo, pero sí tenía un padre; ciertamente, tan empobrecido como él, pero al menos en su caso el asunto tenía visos de solucionarse. Dolly Longestaffe estaba tan bebido que no era capaz ni siquiera de sumar cuánto debía. Carbury y él quedaron en arreglar las cosas, más adelante.
—Supongo que estarás aquí mañana, quiero decir, esta noche —dijo Miles.
—Sí, claro. Pero, una cosa —respondió Felix.
—¿Qué cosa?
—Creo que deberíamos saldar cuentas antes de jugar otra vez.
—¿Qué quieres decir con eso? —exclamó Grasslough furioso—. ¿Qué insinúas?
—Nunca insinúo, Grassy —dijo Felix—. Creo que cuando la gente juega a las cartas, tendría que ser con dinero en efectivo. Pero no pienso quedarme con tus pagarés. Esta noche tendrás oportunidad de resarcirte.
—Espléndido —dijo Miles.
—Hablaba con lord Grasslough —dijo Felix—. Es un viejo amigo, y nos conocemos bien. Y no te has portado bien esta noche, Grendall.
—¿Cómo? ¿Qué demonios significa eso?
—Creo que deberíamos saldar nuestra cuenta pendiente antes de jugar de nuevo.
—Yo suelo satisfacer mis deudas una vez a la semana —dijo Grendall.
Nadie dijo nada más, pero los jóvenes no se separaron amigablemente. Felix, camino de casa, calculó que si llegaba a cobrar sus ganancias, podría empezar la temporada de nuevo con caballos, sirvientes y todos los lujos de los que había disfrutado en otros tiempos. Si le pagaban, ¡cobraría más de tres mil libras!