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Capítulo 11 Lady Carbury en su casa
ОглавлениеDurante las últimas seis semanas, lady Carbury había vivido entre la depresión y el entusiasmo. Su gran obra, las Reinas criminales, se había publicado y la habían reseñado en numerosos lugares. Este asunto no siempre le había traído placer, pues dichos artículos contenían no pocas palabras duras acerca de ella. A pesar de la hermosa amistad que la unía con el señor Alf, uno de los subordinados de lengua más acerada se había encargado de la lectura de su libro, y lo había destrozado casi con ávida malignidad. Uno pensaría que una obrita tan ligera no merecía una reacción tan atenta y desatada. Pero con despiadada abundancia, el crítico había señalado error tras error. Sin duda, el autor del artículo era un sesudo especialista en todas las etapas de la Historia, pues cuando se detenía en los errores que lady Carbury había cometido, siempre se refería a los hechos históricos mal citados, mal fechados o mal narrados, como si estuviera familiarizado con ellos con tanta frescura como un alumno de doce años. El autor de la crítica sin duda poseía toda una biblioteca de referencia y dominaba el arte de localizar todas las citas que precisaba en un instante, y sin embargo daba la sensación de que su tarea se limitaba a comprobar uno por uno los errores, sin más conocimiento del asunto que el que tiene un ama de casa sobre el carbón, cuando hace inventario de los sacos que contiene el almacén. Hablaba del parentesco de una de las antiguas damas de mala vida, y de las fechas de las enfermedades de otra, con un aplomo pensado para demostrar que poseía el conocimiento exacto de dichos detalles, y que siempre lo había poseído. Debía ser un hombre de vasta y variada cultura, y se apellidaba Jones. El mundo no le conocía, pero su erudición estaba al servicio del señor Alf y de su crueldad. La grandeza del señor Alf consistía en que siempre tenía un lacayo apellidado Jones, o dos, para que le hicieran el trabajo sucio. Y no era poco trabajo, pues también contaba con un Jones para la filología, la ciencia, la política, la historia y un Jones especial, extraordinariamente preciso y al día de sus referencias, dedicado en cuerpo y alma a la crítica del drama isabelino.
Hay críticas que se escriben para vender un libro, y que se publican inmediatamente después de la puesta en venta del volumen, o incluso poco antes; existe la crítica que proporciona un nombre y una reputación, pero que no incide en las ventas, y que llega un poco más tarde; la crítica que denota, silenciosamente, al libro, y la que busca elevar o hundir al autor un peldaño, o dos, a veces; también la crítica que súbitamente encumbra a un autor, y la crítica que lo aplasta. Sabemos de personajillos, Jones exuberantes que declaran en voz alta que piensan hundir a un escritor, y también de Jones confiados que afirman haber cumplido con su objetivo. De todas las críticas y reseñas, la que busca hundir al escritor es la más popular, pues es la más fácil de leer. Cuando circula el rumor de que un notable es la diana de una crítica virulenta, es decir, que ha sido atropellado por una fuerza de la naturaleza, un autobús de reseñas negativas, hasta que su cuerpo literario ha quedado hecho una masa amorfa, entonces sí puede hablarse de éxito, y el Alf del día ha logrado algo importante; pero incluso la humillación de un objetivo tan humilde como la pobre lady Carbury, si es absoluta, es efectiva. Y dicha reseña quizá no fuera a incrementar las ventas del Evening Pulpit, pero sin duda a los lectores del periódico les infundirá satisfacción, y el sentimiento de que era dinero bien empleado. Cuando la circulación de un diario empieza a flojear, los propietarios siempre deberían, por principio, instar a su Alf de turno a que añadiera potencia a su departamento de atropellos.
Así pues, lady Carbury había sido aplastada por el Evening Pulpit. Quizá crean que se trató de una tarea fácil, y que el histórico señor Jones, de la cuadra de los Jones del señor Alf, no se vio obligado a esforzarse, manejando numerosos libros de referencia para contrastar datos. Lo cierto es que los errores saltaban a la vista, y la estructura de la obra, que se plegaba a los gustos morbosos del público, desvelando supuestas revelaciones de crímenes a menudo fabulados, recibió la reprobación del señor Jones, en su mejor tono. Pero la pobre autora, aunque hundida, habiendo quedado en no más que un montón de pulpa literaria durante una hora o dos, no quedó destrozada. A la mañana siguiente visitó a sus editores, y se encerró durante media hora con el socio mayoritario, el señor Leadham.
—Lo tengo todo aquí, negro sobre blanco— dijo, agraviada por la injusticia que se había cometido contra ella— y puedo demostrar que se equivoca. El caballero en cuestión visitó París por primera vez en 1522, de modo que no pudo ser su amante antes de esa fecha. Obtuve todos los datos de la Biographie Universelle. Pienso escribirle una carta al señor Alf personalmente, para que se publique en la sección de «Cartas al director».
—Le ruego que no haga tal cosa, lady Carbury.
—Puedo demostrar que tengo razón.
—Y ellos que usted se equivoca.
—Dispongo de todos los hechos, de las fechas…
Al señor Leadham no le importaban un ardite los hechos o las fechas, y no tenía ninguna opinión respecto a quién estaba en posesión de la verdad, si la señora o el crítico; pero sabía muy bien que el Evening Pulpit ganaría la partida contra cualquier autor que se enfrentara a ellos.
—Nunca luche contra un periódico, lady Carbury. ¿Quién ha obtenido una victoria con un acto así? Su negocio consiste en pelear, y usted no está acostumbrada a ello.
—¡Y el señor Alf es amigo personal! Es tan injusto —dijo lady Carbury, limpiándose las cálidas lágrimas que caían por sus mejillas.
—No nos va a perjudicar en lo más mínimo, lady Carbury.
—¿No cree que bajen las ventas?
—No mucho. Un libro de ese tipo no tiene una larga vida, ¿sabe usted? El Breakfast Table le dedicó una excelente reseña, y salió justo a tiempo. De hecho, la crítica del Pulpit no está tan mal; hasta me gusta.
—¡Cómo puede decir que le gusta! —exclamó lady Carbury, que con cada fibra de su autoestima aún dolorida por la amargura de las ruedas del autobús crítico que la había atropellado.
—Cualquier cosa es mejor que la indiferencia, lady Carbury. Mucha gente retendrá simplemente que el libro fue reseñado, pero ni se acordará del tono de la crítica. Es buena publicidad.
—¡Pero si dice que tengo que ir a clase de Historia! Después de lo mucho que me esforcé…
—Es una figura retórica, lady Carbury.
—¿Cree usted que el libro ha funcionado bien?
—Bien, más o menos como esperábamos, ya sabe.
—¿Suficiente como para que cobre algo más, señor Leadham?
El señor Leadham hizo que le mandaran un grueso libro de contabilidad, y giró varias páginas revisando columnas de cifras; luego se rascó la cabeza.
—Sí, algo más, pero no debe usted pensar que será mucho.
Y procedió a explicar que un primer libro nunca rinde una cantidad muy lucrativa. Sin embargo, cuando lady Carbury abandonó la oficina del editor, llevaba consigo un cheque. Iba elegante y su aspecto era muy agradable, y le había sonreído con calidez al señor Leadham. El señor Leadham, que al fin y al cabo no era más que un hombre, le había extendido un cheque, por una cantidad modesta, pero algo era algo.
Estaba claro que el señor Alf no se había portado bien; pero tanto el señor Broune del Breakfast Table como el señor Booker del Literary Chronicle sí habían cumplido con ella. Lady Carbury se había atenido a su palabra y había «hecho» la Nueva historia de una bañera del señor Booker en el Breakfast Table. Es decir, le habían permitido, a cambio de mirar a los ojos al señor Broune, posar su suave mano en su manga, y dar a entender que nadie podía comprenderla tan bien como él, parlotear sobre el sesudo libro del señor Booker de manera muy irreflexiva, y que le pagaran por su trabajo. Lo que el Breakfast Table había publicado sobre la obra no le había gustado demasiado al pobre señor Booker. Ofendía a su inteligencia contemplativa interior que arrojaran sobre él tamaña basura; pero su experiencia vital le decía que hasta la basura tenía algo de valor, y que debía pagar por ella de la forma en que, desafortunadamente, se había acostumbrado a hacerlo. Así, el propio señor Booker escribió el artículo sobre Reinas criminales para el Literary Chronicle, sabiendo que también lo que él escribiría era basura. «Notable vivacidad». «El poder de delinear al personaje». «Excelente elección del tema». «Considerable conocimiento de los detalles históricos de varios periodos». «Sin duda, el mundo literario volvería a saber de lady Carbury». La redacción de su crítica, junto a la lectura del libro, no llevó al señor Booker más de una hora. No lo hizo adrede, no trató de saltarse la lectura de las páginas, sino que simplemente entreabrió el volumen y echó un vistazo aquí y allá. Lo hacía así tan a menudo, que sabía muy bien cómo proceder. Habría podido escribir la reseña de un libro como ese estando dormido. Cuando hubo terminado, dejó la pluma a un lado y exhaló un profundo suspiro. Le resultaba injusto que las exigencias de su posición le obligaran a caer tan bajo en lo literario; pero no se le ocurrió que de hecho, no tenía ninguna obligación sino que tenía plena libertad para ser crítico, y morirse de hambre honestamente, si es que no existía otro modo de avanzar en su carrera. Pero se decía: «Si no lo hago yo, otro lo hará».
El hecho es que la reseña del Morning Breakfast Table logró destacar la obra de lady Carbury, hasta donde era posible. El señor Broune se entrevistó con la dama después de la recepción de la carta que hemos visto en el primer capítulo de esta historia, y profirió valiosas promesas, que cumplió al pie de la letra. Habían dedicado dos columnas enteras al libro, en las que aseguraban al mundo que no se había escrito jamás una mezcla más deliciosa de entretenimiento e instrucción, como las Reinas criminales de lady Carbury. Era el libro que todo el mundo estaba esperando, una obra fruto de un infinito esfuerzo combinado con una brillante imaginación. No cabía ninguna duda: era una maravilla. Durante su última entrevista, lady Carbury había sido dulce, estaba hermosa y convincente; el señor Broune había dado sus órdenes con buena voluntad, y de la misma manera le habían obedecido.
Así pues, aunque la reseña negativa la había afectado duramente, lady Carbury también había disfrutado de alabanzas, por lo que la suma de ambas llevó a pensar a lady Carbury que su carrera literaria aún podía culminar en éxito. El cheque del señor Leadham no era muy alto, ciertamente, pero tal vez era el principio de algo mejor. Al menos la gente hablaba de ella, y sus veladas de los martes estaban más concurridas que nunca. Pero su vida literaria y sus éxitos, su flirteo con el señor Broune, sus negocios con el señor Booker, y su decepción para con el señor Jones, no eran sino apéndices de su verdadera vida interior, cuyo principal y absorbente interés era su hijo. En este caso, la situación también oscilaba entre la tristeza y el entusiasmo, aunque la esperanza dominaba al miedo. Y había mucho que temer. Hasta la moderada contención de los gastos del joven que las circunstancias habían forzado era ya cosa del pasado. Aunque nunca le decía nada, lady Carbury se dio cuenta de que durante el último mes de la temporada de caza, su hijo había salido cada día a cazar. También sabía que poseía un caballo, aunque no en qué establos. Apenas le veía más de una vez al día, cuando iba a verle a su habitación hacia las doce del mediodía, y sabía que se pasaba el tiempo en el club, jugando toda la noche. Lady Carbury odiaba el juego, pues lo consideraba el pasatiempo más peligroso; pero también sabía que su hijo poseía suficiente dinero para sus gastos inmediatos, y que uno o dos comerciantes, dotados con una insoportable capacidad de persecución a sus deudores, habían dejado de molestarles. Así pues, por el momento se consolaba pensando que si bien su hijo jugaba a las cartas, al menos ganaba. Pero su alegría también procedía de una fuente más elevada: los rumores que le llegaban indicaban que sir Felix iba a llevarse el ansiado premio, la mano de la señorita Melmotte. Y de ser así, ¡qué bendición de hijo! Sería capaz, en el triunfo subsiguiente, de olvidar todos sus vicios, deudas, debilidad por el juego, hábitos nocturnos y la manera tan cruel como la había tratado. Aunque pensándolo bien, tanta felicidad parecía excesiva, inasible: la cifra inicial que corría por los círculos londinenses era de diez mil libras esterlinas, y que eso solo era el principio. La fortuna completa convertiría a sir Felix Carbury en el caballero sin título más rico de Inglaterra. En lo más profundo de su corazón, lady Carbury adoraba la riqueza, pero la deseaba más para su hijo que para ella. Luego, su mente se distrajo pensando en títulos nobiliarios, y las futuras glorias que caerían sobre el hijo cuyos vicios casi habían devorado a su madre, arrastrándola a la ruina.
Tenía otro motivo de alegría, que le proporcionaba gran satisfacción, aunque era bastante absurdo teniendo en cuenta la causa. Había descubierto que su hijo ostentaba el cargo de director de la Compañía de Ferrocarril del Pacífico Sur Central y México. Lady Carbury era perfectamente consciente (si no antes, ahora sí) de que su hijo era totalmente incapaz de prestar ayuda a ninguna empresa o compañía interesada en la obtención de beneficios, ni en Londres ni en ninguna otra parte del mundo. También intuía que había una razón detrás de ese cargo y ese título, que permanecía oculta, y que contenía una más que probable falsedad. Un barón arruinado de veinticinco años, que desde que alcanza la mayoría de edad se dedica al vicio y al dispendio, cuya conducta egoísta hace que sus propios amigos convengan en que no sabe qué son los principios, ¿de qué puede servirle a una empresa, y cómo logra el título de director? Pero aunque lady Carbury sabía que sir Felix era un inútil, no estaba sorprendida por su flamante empleo. Al menos ahora podía enorgullecerse un poco de su hijo, y no se olvidó de informar del acontecimiento a Roger Carbury. ¡Su hijo, compartiendo junta directiva con el señor Melmotte! ¡Toda una indicación de sus triunfos venideros!
Como el lector quizá recuerde, Fisker había empezado la mañana del sábado 19 de abril dejando a sir Felix en el club a eso de las siete de la mañana. Durante todo ese día, su madre no le vio el pelo. Le encontró durmiendo en su habitación a mediodía, y a las dos de la tarde aún no se había levantado. Cuando volvió a buscarle, ya no estaba. Pero el domingo sí logró hablar con él:
—Espero —dijo ella— que estés en casa el martes por la noche.
Hasta entonces nunca le había convencido para que asistiera a sus veladas literarias.
—¡Pero si vienen todos tus amigos! Mamá, es un aburrimiento.
—Vienen la señora Melmotte y su hija.
—Qué tontería, celebrar algo así en la casa de uno. Todo el mundo se da cuenta de que es forzado. ¡Y en un saloncito tan pequeño y apretujado!
Lady Carbury habló con franqueza:
—Felix, eres un tonto. Desde luego que ya no espero que hagas nada para complacerme, a pesar de que lo sacrifico todo por ti. No espero nada a cambio. Pero cuando hago algo que puede beneficiarte a ti, cuando me esfuerzo día y noche por arrancarte de las garras de la ruina, me parece que podrías poner algo de tu parte. No por mí, sino por tu propio bien.
—No sé a qué te refieres con que te esfuerzas día y noche. No es mi intención que trabajes día y noche.
—No hay ni un solo joven en todo Londres que no tenga los ojos puestos en esa chica, y ninguno tiene las oportunidades que tú tienes. Me he enterado de que van a ir al campo, por la Pascua, y que allí coincidirá con lord Nidderdale.
—No soporta a Nidderdale. Me lo ha dicho ella misma.
—La muchacha hará lo que le digan, a menos que se enamore de alguien como tú. ¿Por qué no te declaras el martes?
—Si voy a hacerlo, será a mi manera. No pienso dejar que nadie me obligue a ello.
—Claro que si no te tomas la molestia siquiera de estar en tu propia casa el día en que ella viene, no va a creerte cuando le digas que estás enamorado.
—¡Enamorado! ¡Qué tontería! Bueno, está bien. ¿A qué hora vienen los animales a por su rancho?
—No hay rancho, Felix, ni nada parecido. Eres tan desalmado y tan cruel que a veces pienso que debería permitir que te arruines, y no dirigirte jamás la palabra. Mis amigos llegan a eso de las diez, y estarán hasta las doce más o menos. Y creo que tú deberías estar aquí para recibirla a eso de las diez, desde luego no más tarde.
—Si logro terminar la cena para esa hora, vendré.
Cuando llegó el martes en cuestión, el obligado joven logró consumir su cena y también sorber su vaso de brandy, fumar su cigarro y jugar al billar a tiempo de presentarse en el salón de casa de su madre, no mucho después de las diez y media. La señora Melmotte y su hija ya se encontraban allí, y muchos otros, la mayor parte aficionados a la literatura. Entre ellos, el señor Alf, que se encontraba en ese preciso instante hablando del libro de lady Carbury con el señor Booker. Le habían recibido graciosamente, como si no fuera el responsable de la cruel reseña. Lady Carbury le había apretado la mano con tanta energía y afecto como siempre, dándole la misma bienvenida que reservaba para sus amigos del mundo literario, y simplemente le había mirado con ojos suplicantes, como si en silencio le preguntara cómo era posible que su corazón fuera tan cruel para alguien tan tierno, solo e inocente como ella.
—No lo soporto —le decía el señor Alf al señor Booker—. Este sistema de encumbrar por encumbrar, que parece que hayamos traído del extranjero, y no pienso dejarlo pasar.
—Si es lo bastante fuerte como para ello —dijo el señor Booker.
—Creo que sí. En cualquier caso, tengo fuerza suficiente como para demostrar que no tengo miedo de ser el primero en abrir fuego. Tengo el mayor respeto por nuestra querida anfitriona, pero su libro es simplemente malo, un horror, un pastiche desvergonzado de una docena de obras más reputadas, y al copiarlas casi se las ha arreglado para citar erróneamente los hechos y confundir las fechas. Luego me escribe y me pide que haga lo que pueda por ella. Pues eso he hecho.
El señor Alf sabía muy bien lo que el señor Booker había hecho, a su vez, y este no era ajeno a dicho conocimiento.
—Lo que dice usted es correcto —dijo el señor Booker— solo que usted quiere vivir en otro mundo.
—Efectivamente, y por eso debemos hacer las cosas de modo distinto. Me pregunto qué pensó su amigo Broune cuando vio que su crítico había declarado que las Reinas criminales era la obra histórica más grande de la época moderna.
—No vi la reseña. Desde luego el libro no vale demasiado, al menos hasta donde yo he podido leer. No me he expresado bien: quería decir que en este libro tanto la reseña viperina como las alabanzas son un desperdicio. Uno no aplasta una mariposa con una rueda, especialmente una mariposa amiga.
—La amistad no tiene nada que ver, esa es mi opinión —dijo el señor Alf, alejándose.
Mientras, lady Carbury sostenía la mano del señor Broune entre las suyas, susurrando:
—Jamás olvidaré lo que ha hecho por mí, ¡jamás!
—Solamente mi deber —dijo él, sonriendo.
—Espero demostrarle que una mujer puede ser muy agradecida, señor Broune— respondió ella. Luego soltó su mano y se alejó para atender a otro invitado. Había sinceridad en lo que le había dicho. Era dudoso que su gratitud fuera muy duradera, pero en aquel momento lady Carbury sí era consciente de que el señor Broune había hecho mucho por ella, y que estaba dispuesta a hacer algo a cambio de ese favor. Pero era inocente de cualquier sentimiento, o flirteo, o siquiera de invitación a un caballero que una vez había actuado como si fuera su amante. La dama había olvidado por completo ese pequeño y absurdo episodio en sus vidas. Estaba, en cualquier caso, demasiado ocupada como para pensar en ello; pero no le sucedía lo mismo al señor Broune. Aún no sabía si la señora estaba o no enamorada de él; o si lo estaba, si debía responder a sus atenciones, y de ser así, en qué modo. Pero al mirarla, tenía que reconocer que era hermosa, que tenía una figura elegante, que sus ingresos eran estables y su rango considerable. Aun así, el señor Broune sabía que no era un hombre casadero. Hacía tiempo que había decidido que el matrimonio no era bueno para sus negocios, y sonrió para sí al pensar en que era imposible que lady Carbury le hiciera cambiar de opinión en ese respecto.
—Cuánto me alegro de que haya podido venir esta noche, señor Alf —dijo lady Carbury al idealista editor del Evening Pulpit.
—¿Acaso no estoy siempre encantado de asistir a sus veladas, lady Carbury?
—Es usted tan bueno. Pero temía que…
—¿Qué temía, lady Carbury?
—Que quizá pensara que no le recibiría con afecto, después de… bueno, después de lo del jueves pasado.
—Nunca mezclo las cosas, lady Carbury. Y no lo escribo todo yo, naturalmente.
—Naturalmente. Qué criatura más amarga sería usted, si lo hiciera.
—Para ser sincero, no escribo ninguna de esas reseñas. Por supuesto, tratamos de encargar la tarea a personas en cuyo criterio confiamos y si, como en este caso, sucede que la opinión del crítico es hostil a las pretensiones literarias de una de mis amigas personales, solamente puedo lamentarme, y confiar en que dicha amiga posea la valentía de espíritu de diferenciar el individuo del señor Alf que tiene la desgracia de ser el editor de un periódico.
—Por su confianza, quedo por siempre agradecida —dijo lady Carbury con la más dulce de sus sonrisas. No creía una sola palabra de lo que acababa de decir el señor Alf. Pensaba, y no se equivocaba, que el señor Jones obedecía al pie de la letra a su jefe, y que este había ordenado la cruel reseña de sus Reinas criminales. Pero lady Carbury quería escribir otro libro, y pensaba que quizá lograría conquistar al señor Alf haciendo gala de valor y de fuerza de espíritu.
Durante la velada, el deber de lady Carbury consistía en halagar y repartir alabanzas entre sus invitados, y no dejó de hacerlo. Pero en todo momento pensaba en su hijo y en Marie Melmotte, y por fin consiguió separar a la joven de su madre. La propia Marie no ponía reparos a que sir Felix se dirigiera a ella con cierta intimidad. Jamás la había avasallado, ni se había mostrado despreciativo; y además, ¡era tan guapo! La pobre chica, confundida por sus múltiples pretendientes, y por la vida en la que la habían arrojado, vivía asolada por los repentinos ataques de censura de su padre, que a la semana siguiente olvidaba su existencia. No confiaba en su madre postiza, pues la verdad era que la pobre Marie había nacido antes de que su padre fuera un hombre casado, y lo ignoraba todo de su verdadera madre, y no disfrutaba un ápice de su actual vida. Por eso, había llegado a la conclusión, por su cuenta, de que le gustaría que alguien se la llevara lejos. Había vivido ya de maneras muy diferentes. Recordaba apenas la sucia callejuela en la parte alemana de Nueva York en la que había nacido, y vivido durante los cuatro primeros años de su vida, y también atesoraba destellos inciertos de la pobre y maltratada mujer que había sido su madre. Recordaba el mar, sus mareos; pero ya no sabía si esa mujer había viajado con ella o no. Luego había correteado por las calles de Hamburgo, a veces hambrienta, otras vestida con harapos; y recordaba vagamente también los problemas de su padre, y que durante un tiempo había vivido lejos de ella. Tenía sus propias ideas acerca de esa ausencia, pero jamás las había confesado a nadie. Luego su padre se había casado con su actual mujer en Fráncfort. Eso sí lo recordaba nítidamente, así como las habitaciones en las que habían vivido a partir de entonces, y el hecho de que a partir de ese momento, le habían dicho que sería judía. Pero pronto hubo nuevos cambios: se habían mudado de Fráncfort a París, y allí volvieron a ser cristianos. Habían residido en numerosas viviendas en la capital francesa, pero siempre habían vivido bien. A veces con carruaje, otras sin. Y luego fue lo bastante mayor como para comprender que su padre era alguien muy conocido, y de quien se hablaba mucho. Para ella, había sido una figura entre caprichosa e indiferente, no malo ni cruel, pero justamente en ese entonces sí se comportaba de forma cruel con ella y con su mujer. Y a veces la señora Melmotte lloraba y declaraba que estaban arruinados. Luego, de repente, volvía el estallido de lujo en París. Poseían una residencia privada, carruajes y caballos sin límite; frecuentaban sus salones un puñado de hombres grasientos y bastos, y apenas venían mujeres. Por ese entonces Marie apenas había cumplido los diecinueve, y era lo bastante joven tanto en apariencia como en modales como para pasar por una chica de diecisiete. De pronto, le dijeron que ahora vivirían en Londres, y la mudanza se había efectuado con munificencia. Llegaron a Brighton primero, donde habían alquilado la mitad de un hotel, y luego recalaron en Grosvenor, para entrar sin dilación en el mercado matrimonial. Nada le había resultado más desagradable, ni había sentido tanto miedo, como aquellos primeros meses que había pasado yendo de un Nidderdale a un Grasslough, como si fuera una mercancía. Era demasiado cobarde como para oponerse a nada, pero sin embargo también sentía el deseo de participar en su propio destino. Por suerte para ella, los primeros intentos de Nidderdale y Grasslough de hacer cambalaches con su padre habían terminado en nada; y por fin había logrado reunir algo de valor, y empezaba a creer que era posible intervenir si la situación no era de su gusto. También empezaba a creer en una situación que sí lo era.
Felix Carbury estaba recostado contra una pared, y ella se encontraba sentada en una silla a su lado.
—Te quiero más que a nada en el mundo —decía él, sin disimular, quizá indiferente a que los demás le oyeran.
—Oh, Felix, no hables así, te lo ruego.
—Lo sabes perfectamente. Ahora quiero que me digas si consentirás en ser mi esposa.
—¿Cómo voy a contestar eso? Papá lo decide todo.
—¿Puedo hablar con tu padre?
—Si quieres —dijo ella, susurrando muy bajito.
Y así fue como una de las grandes herederas de Londres, la más rica que había existido si lo que decía la gente era cierto, se entregó sin más a un hombre arruinado.