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Capítulo 8 Enfermos de amor

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Roger Carbury tenía razón al decir que él y su prima, una dama viuda, no se pondrían de acuerdo sobre el matrimonio y los cazadores de fortunas. Era totalmente imposible. Para lady Carbury, la perspectiva de que su hijo se uniera en matrimonio con la señorita Melmotte solamente despertaba una profunda alegría y sensación de triunfo exultante. Si Marie Melmotte fuera rica y su padre estuviera condenado por una sentencia en tribunales, quizá hubiera experimentado una ligera sombra de duda. No obstante, el dinero pesaría más en la balanza que la pérdida de respetabilidad, y lady Carbury ya se encargaría de encontrar motivos por los cuales Marie no debía cargar con los pecados de su padre, incluso mientras gozaban de los frutos de esos pecados. Además, la situación era muy diferente: el señor Melmotte no estaba mezclado en ningún proceso, sino que era el anfitrión de duquesas y príncipes en su casa de la plaza Grosvenor. La gente decía que la reputación en Europa del señor Melmotte era ciertamente la de un estafador de marca mayor, que no se detenía ante nada frente a la búsqueda deshonesta y fructífera de dinero. También se rumoreaba que no había tenido escrúpulos en organizar la caída y la ruina de los que habían confiado en él, mediante planes cuidadosamente premeditados y trampas que habían tardado mucho tiempo en cristalizar; y que se había quedado con las tierras y las propiedades de todos los que habían entrado en contacto con él. Que se alimentaba de la sangre de viudas y niños, pero, ¿qué le importaba eso a lady Carbury? Si las duquesas le aceptaban, ¿tenía ella que mostrar reparos? La gente también pronosticaba la caída futura de Melmotte, afirmando que un hombre que había hecho fortuna de la manera en que lo había hecho, estaba destinando a terminar mal. Pero quizá eso no sucedería antes de que Marie recibiera su fortuna, y Felix necesitaba ese dinero, lo necesitaba mucho. ¡Era el joven más adecuado del mundo para casarse con una heredera que recibiría medio millón de libras! A lady Carbury no se le ocurría ninguna otra forma de ver las cosas.

Y tampoco a Roger Carbury: jamás había caído en la condonación de los antecedentes que, debido a la prisa del mundo en que vivimos, a menudo acarrea el éxito; esa creciente sensación que empuja a las personas a creer que no deben seguir las reglas establecidas para todo el mundo, y que pueden tratar con quien les apetezca, y como les apetezca. Se ceñía a la anticuada idea de que «el que toca el betún, queda manchado». Era un caballero, y se sentiría deshonrado al entrar en la casa de alguien como Augustus Melmotte. Ni todas las duquesas de Inglaterra o el dinero de la City podían alterar su opinión o inducirle a modificar su conducta. Pero también sabía que sería inútil explicárselo así a lady Carbury. Confiaba, sin embargo, en que uno de los miembros de esa familia sí apreciara la diferencia entre honor y ruina. Henrietta Carbury poseía, a su entender, mayor capacidad de entendimiento que su madre, y su carácter aún no se había estropeado. En cuanto a Felix, se había revolcado tantas veces en las alcantarillas que su alma ya estaba teñida de negro. Solamente media vida de sufrimientos prolongados le salvarían. Encontró a Henrietta en el salón.

—¿Has podido hablar con Felix? —preguntó la joven, tan pronto como se hubieron saludado.

—Sí, me lo encontré en la calle.

—Nos hace tan desgraciadas.

—Lo entiendo perfectamente, y tenéis motivos para ello. Soy de la opinión, como sabe, de que tu madre le consiente más allá de lo razonable.

—¡Pobrecita! Adora el suelo que pisa Felix.

—Hasta una madre no debería desperdiciar su adoración de esa manera. El hecho es que tu hermano os arrastrará a la ruina si esto sigue así.

—¿Y qué puede hacer mamá?

—Irse de Londres, y negarse a pagarle ni un chelín más de sus caprichos.

—Pero, ¿qué haría Felix en el campo?

—Si no hiciera nada, habría mejorado mucho con respecto a lo que hace en la ciudad. Supongo que no querrá que se convierta en un jugador profesional.

—Ay, señor Carbury. ¡No querrás decir que se dedica a eso!

—Me resulta difícil y cruel decirte estas cosas, pero en un asunto de tanta importancia, solamente puedo decirte la verdad. No tengo la menor influencia sobre lo que hará tu madre, pero quizá tú sí la tengas. Me pide consejo, y luego decide no hacerme el menor caso. No la culpo por eso, pero me preocupo, claro está que me preocupo, por… Por la familia, ¿entiendes?

—Estoy segura de que así es.

—Y especialmente por ti. Porque nunca le apartará de su lado.

—No creo que me vayas a pedir que deje de hablar con mi hermano.

—Pero piensa que corres el riesgo de terminar hundida en el fango, por su culpa. Por su mediación, ya ha pisado usted la residencia de ese hombre, Melmotte.

—No creo que eso represente ningún perjuicio para mi reputación —dijo Henrietta, levantándose.

—Disculpa si te parezco entrometido.

—Oh, no. No considero que seas entrometido.

—Entonces, perdóname si mis palabras son duras. A mí me parece que tu reputación corre peligro si visitas la casa de un hombre como ese. ¿Por qué le frecuenta tu madre? No es porque le guste, ni porque sienta la menor simpatía por él o por su familia. Simplemente lo hace porque su hija es una heredera.

—Todo el mundo le frecuenta, señor Carbury.

—Sí, esa excusa dan todos. ¿Es razón suficiente para que asistas a un baile? ¿O es que no hay otro sitio excepto el lugar al que acuden todos, sencillamente porque se ha puesto de moda y es agradable? ¿No crees que deberías escoger tus amistades por tus propios motivos? Admito que la familia tenga una razón: tienen mucho dinero, y Felix cree que puede hacerse con una parte de él si le jura amor eterno a una muchacha. Después de lo que has oído, ¿sigues pensando que debes relacionarte con los Melmotte?

—No lo sé.

—Yo sí lo sé, y muy bien. Son una vergüenza. Sería menos objetable que fueras amiga de un barrendero —dijo Roger con una energía que desconocía poseer. Frunció el ceño, le brillaban los ojos. Respiraba con fuerza. Por supuesto, a Henrietta se le ocurrió de inmediato la petición de mano que seguía flotando entre ambos, y que seguramente Roger estaría preocupado porque la conexión con los Melmotte le afectara a él, a través de su enlace con Henrietta; pero no le dio importancia, pues estaba segura de que jamás aceptaría casarse con él. La verdad era que, además, era un hombre demasiado sencillo como para pensar en cosas tan complicadas. Él prosiguió, decidido:

—Felix ya ha caído tan bajo que no puede fingir preocuparse por las casas que frecuenta. Pero a mí me apenaría que te vieran a menudo en la residencia de los Melmotte.

—Señor Carbury, creo que mamá tendrá buen cuidado de no llevarme allí donde no deba.

—Desearía que tú también tuvieras una opinión con respecto a lo que es o no es propio de una joven de tu clase.

—Espero tenerla, por supuesto. Lamento que creas lo contrario.

—Soy un hombre a la antigua, Henrietta.

—Y pertenecemos a un mundo nuevo, y peor. Lo sé y creo que estoy de acuerdo. Siempre has sido muy amable, pero tengo dudas de que puedas cambiar las cosas, tal y como están. Siempre he pensado que tú y mamá no encajáis demasiado.

—Yo pensaba que tú y yo sí… Que sí podríamos encajar bien.

—Oh, en cuanto a mí, no te preocupes: siempre estaré del lado de mi madre. Si opta por visitar a los Melmotte, ciertamente la acompañaré. Y si eso me contamina de alguna forma, entonces supongo que así debe ser. No veo porqué tengo que creerme mejor que los demás.

—Siempre he creído que eres mejor que nadie.

—Eso debía ser antes de que visitara a los Melmotte. Seguro que ahora ya no piensas lo mismo, o así me lo has dado a entender. Me temo, señor Carbury, que nuestros caminos deben separarse.

Roger miró fijamente a la joven mientras hablaba, y gradualmente empezó a comprender lo que Henrietta insinuaba. Era tan fiel a lo que pensaba, que ni se le había ocurrido que con ella pudiera surgir la sombra violeta de la mentira que las mujeres asumen como un encanto adicional. ¿Era posible que creyera que al advertirla contra esas nuevas amistades estaba pensando en sus futuros intereses?

—Yo solamente tengo un deseo en este mundo —dijo, estirando su mano en un vano esfuerzo por atrapar la de ella— y es compartir el mismo camino que tú. No digo que sea también tu deseo; pero debes saber que soy sincero en mis sentimientos. Lo que le he dicho de los Melmotte era por tu bien. ¿No habrás pensado que lo decía por mí?

—Oh, no. ¿Cómo podría?

—Me dirigía a ti como a mi prima, que quizá me considera una especie de hermano mayor. Ningún contacto con una legión de Melmotte podrá alterar mi opinión de ti: eres la mujer a la que pertenece mi corazón. Incluso si verdaderamente cayera en desgracia —si es que la ruina pudiera hacer mella en alguien tan puro como tú—, sentiría lo mismo. Te quiero tanto que ya te he aceptado, para bien o para mal. No soy capaz de cambiar; mi naturaleza es demasiado terca para eso. ¿Tienes algo que decirme que pueda aliviar mi situación? —Al girar Henrietta la cabeza, insistió—: ¿Entiendes hasta qué punto necesito tu ayuda?

—Creo que puedes vivir sin mi ayuda, perfectamente.

—Por supuesto que sí, claro que viviré. No hay duda de ello. Pero no viviré feliz. Ya no lo soy ahora, tal y como estamos. Me he amargado, mi ánimo experimenta altibajos, y ya no estoy a gusto con mis amigos. Me gustaría en cualquier caso que me creyeras cuando te digo que te amo.

—Supongo que lo crees, y que quiere decir algo.

—Lo creo, y quiere decir mucho. Dice todo lo que un hombre puede decirle a una mujer. Nada más y nada menos. Debes comprender que hablo en serio, hasta el punto de que rozo la alegría exultante por un lado y por el otro siento la más absoluta indiferencia hacia el mundo, pendiente como estoy de una respuesta. Jamás cejaré, no hasta que me digas que piensas casarte con otro.

—¿Qué puedo decir?

—Que me amarás.

—¿Y si no puedo decir eso?

—Entonces, di que lo intentarás.

—No, eso no pienso decirlo. El amor debe llegar sin forzarse. No concibo cómo una persona puede intentar querer a otra, tal y como me pides. Me gustas mucho, pero casarse es algo mucho más grave.

—Conmigo no sería grave, querida mía.

—Sí lo sería, cuando descubrieras que soy demasiado joven para compartir tus gustos.

—Perseveraré, lo sabes bien. ¿Me juras que si te prometes con otro hombre, me lo dirás al instante?

—Supongo que puedo prometerlo, sí —dijo ella después de una pausa.

—¿Aún no hay nadie más?

—No, aún no. Pero señor Carbury, no tienes ningún derecho a preguntármelo. No me parece generoso por tu parte. Te permito que me digas cosas que nadie más podría porque eres primo mío, y porque mi madre confía mucho en ti. Pero nadie excepto ella tiene derecho a preguntarme algo así.

—¿Estás enfadada conmigo?

—No.

—Te he ofendido porque te quiero mucho, discúlpame.

—No me he ofendido, pero no me gusta que un caballero me haga ese tipo de preguntas. No creo que a ninguna joven le guste. No tengo porqué contarle a nadie todo lo que me pasa.

—Quizá cuando entiendas hasta qué punto mi felicidad depende de ello, podrás perdonarme. Adiós, por ahora. —Henrietta le tendió la mano y permitió que él la sostuviera entre las suyas por un instante—. Cuando camino por las rosaledas de Carbury, y recuerdo los paseos que solíamos dar, siempre me pregunto qué posibilidad hay de que alguna vez vuelvas allí, como la dueña de la casa.

—Ninguna.

—Claro, no esperaba oír otra cosa. Bueno, me despido. Que Dios te bendiga.

El hombre no poseía el menor ápice de poesía. Ni siquiera le importaba ser romántico. Todas las señales externas del amor que tanto gustan a muchos hombres y que constituyen la única dulzura que muchas mujeres experimentan en su vida no significaban nada para él. Hay hombres y mujeres para los cuales hasta las postergaciones y decepciones del amor son encantadoras, incluso cuando existen en detrimento de la esperanza. Para dichas personas, la melancolía es dulce, dulce penar, dulce también sentir que la desgracia romántica les ha atrapado, igual que a los héroes y heroínas cuyos sufrimientos constituyen la materia de la poesía. Pero no para Roger Carbury. Él estaba convencido de haber encontrado a la mujer de su vida, digna de su amor, y después de haberla elegido, la deseaba con increíble intensidad. Había dicho la pura verdad cuando le había confesado que la vida sin ella no tenía sentido. En Inglaterra, no había nadie menos susceptible de arrojarse desde lo alto de un monumento o de hacerse saltar los sesos. Sentía el dolor en cada rincón de su mente. No lograba superar ningún escollo, ni alcanzar consuelo de ninguna manera. Solamente una cosa existía en su horizonte: perseverar hasta hacerla suya, o hasta que finalmente la perdiera de una vez por todas. Y si el resultado final era ese, como empezaba a temer, entonces seguiría viviendo pero en adelante, lo haría como un hombre que hubiera perdido una mano o una pierna.

En el fondo de su corazón, estaba casi seguro de que la chica estaba enamorada del otro joven. También tenía la práctica certeza de que nunca había confesado ese amor, ni a sí misma ni a él. Tanto Paul como Henrietta le habían asegurado ese extremo, y Roger era un hombre a quien las palabras satisfacían fácilmente, y que tenía tendencia a creer al prójimo. Pero también sabía que Paul Montague sentía afecto por ella, y que el joven no pensaba renunciar a sus posibilidades de conquistar a Henrietta. Por eso, mirando hacia el futuro y adelantándose a los acontecimientos, creía adivinar que Henrietta terminaría convertida en la esposa de Paul. ¿Qué haría él, de ser así? Su felicidad personal quedaría completamente aniquilada, y solamente le quedaría ser testigo de la felicidad, prosperidad y alegría de la joven pareja. Roger se transformaría en una suerte de hada madrina, aunque la agonía de su decepción jamás le abandonaría. Sí, podía proceder así, darles su bendición; o también tenía la posibilidad de confesarle a Paul el profundo resentimiento que su ingratitud le causaría. ¿Acaso no había sido como un padre para él, o como un hermano? Le había abierto las puertas de su casa y le había prestado su dinero. ¿Qué derecho tenía Paul a irrumpir justo cuando Roger se disponía a alcanzar la perfecta felicidad y robarle todo lo que amaba en este mundo? Era consciente de que no todo encajaba en ese argumento, que cuando Paul se había enamorado de la chica no sabía nada del afecto de su amigo por ella; y que Henrietta, aún si Paul no hubiera aparecido, quizá jamás le habría concedido su mano de todos modos. Lo sabía, porque era un hombre de inteligencia despejada. Pero la injusticia y su tristeza eran tan grandes que perdonar y recompensar ese comportamiento se le antojaba una actitud débil y estúpida; casi propia de una mujer. Roger Carbury no creía en el perdón de las ofensas que los demás infligían. Si uno perdona todas las malas acciones, ¡termina por fomentar que los demás sigan perpetrándolas! Al entregarle una capa al que acaba de robártela, la pregunta es: ¿cuánto tiempo tardará en privarte también de la camisa y los pantalones? Roger Carbury regresó esa tarde a Suffolk, y tras reflexionar durante todo el trayecto, decidió que jamás perdonaría a Paul Montague si este se convertía en el marido de su prima Henrietta.

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