Читать книгу El mundo en que vivimos - Anthony Trollope - Страница 23

Capítulo 18 Ruby Ruggles escucha una historia de amor

Оглавление

Ruby Ruggles, nieta del viejo Daniel Ruggles, de Sheep’s Acre, de la parroquia de Sheepstone, cerca de Bungay, recibió la siguiente nota de manos del cartero rural ese domingo por la mañana: «Un amigo estará cerca de los abedules de Sheepstone entre las cuatro y las cinco de la tarde del domingo». No había ni una palabra más en la nota, pero la señorita Ruby Ruggles sabía de quién era.

Daniel Ruggles era un granjero que poseía la reputación de tener una fortuna considerable, pero en el condado lo consideraban un miserable y un gruñón. Su mujer había muerto, se había peleado con su único hijo, cuya esposa también había fallecido, y lo había echado de casa. Sus hijas estaban casadas y vivían lejos, y el único miembro de su familia que residía con él era su nieta Ruby, que le causaba grandes dolores de cabeza. Tenía veintitrés años y se había prometido con un joven próspero de Bungay dedicado a los piensos para caballos, a quien Ruggles había prometido quinientas libras cuando se casaran. Pero Ruby había decidido, alocadamente, que no le gustaban los piensos, y acababa de recibir la mencionada nota, a todas luces peligrosa. Aunque el autor no la había firmado, Ruby sabía muy bien que procedía de sir Felix Carbury, el caballero más guapo que jamás había conocido. ¡Pobre Ruby! Viviendo en Sheep’s Acre, en Waveney, había oído poco y mucho del mundo que había más allá. Pensaba que la esperaban cosas gloriosas que no conocería si se convertía en la esposa de John Crumb, vendedor de pienso en Bungay. Por eso la invadió una alegría salvaje, mitad miedo y mitad pasión, cuando recibió la nota. Y por eso también se encontraba, puntualmente, a las cuatro de la tarde de ese domingo en los abedules de Sheepstone para reunirse con sir Felix sin peligro de ser vista. Pobre Ruby, quien justo cuando le habría ido bien la guía de un amigo gozaba de la libertad para entregarse a un amante.

El señor Ruggles era un arrendatario del obispo, y la granja de Sheep’s Acre formaba parte de la propiedad del obispado de Elmham, pero también era dueño de una pradera que pertenecía a las tierras de Carbury, y por lo tanto también le pagaba una renta a Roger. Los abedules de Sheepstone, donde Felix había concertado la cita, eran de Roger. En otra ocasión, cuando los dos primos se apreciaban más, Felix había acompañado a Roger a visitar a su inquilino y había visto a Ruby por primera vez; se había enterado de la historia de la joven por Roger. Sabía también que estaba prometida con John Crumb. Desde ese día, no había mencionado a Ruby a su primo. El señor Carbury había descubierto después, para su pesar, que la boda se había postergado o incluso que el noviazgo estaba roto, pero debido a que no soportaba a su primo, no le había dicho nada acerca de ese tema. Pero sir Felix probablemente sabía más de Ruby que el arrendatario de su abuelo.

Para el habitante de la ciudad, instruido y educado, quizá no existe una mente más difícil de entender que la de una chica como Rubby Ruggles. El campesino y su mujer viven el día a día sin complicaciones. Sus aspiraciones, sean para bien o para mal, para ganarse la vida honestamente o para darse a la bebida gracias a los frutos del trabajo o a medios deshonestos, son bastante sencillas si se analizan con atención. Y con hombres como Ruggles, casi siempre se entiende de dónde vienen y adónde van. Pero Ruby era más educada, tenía aspiraciones más altas y una imaginación desbordante, y era muchísimo más astuta que los hombres de su familia. Sabía leer, mientras que su abuelo apenas podía descifrar una carta. Era locuaz y aguda, pero su ignorancia en cuanto a la realidad de las cosas era más profunda que la de su abuelo, pues este aprendía de su contacto con los comerciantes en los mercados, en las calles que frecuentaba, incluso en el campo; incorporaba de forma inconsciente conocimientos sobre la situación relativa de sus compatriotas, y en relación a aquello que no sabía, su imaginación era más bien obtusa. Pero la joven construía castillos en el aire, imaginaba y anhelaba. En suma, tratándose de un ser superior en muchos aspectos, Ruby sin embargo caía en el error de creer que Felix era un Apolo, alguien a quien contemplar con placer y por el que desear ser contemplada. En una situación normal, el peligro hubiera pasado rápidamente si Ruby se hubiera casado.

Ruby Ruggles lo desconocía todo del mundo más allá de Suffolk y de Norfolk. Sus ambiciones eran tan grandes como vagas y tan activas como mal encaminadas. ¿Por qué ella, con lo linda e inteligente que era, debía casarse con John Crumb, el hombre más aburrido del mundo? Antes quería probar algo de las delicias que había leído en los libros. John Crumb no era feo; era robusto, decente, si bien un poco lento al hablar, pero en cuanto entendía las cosas, se explicaba con seguridad. Le gustaba la cerveza, pero no era un borracho, y estaba volcado en cuerpo y alma en su trabajo. Pero Ruby lo conocía desde niña, y desde siempre le había parecido un hombre aburrido. El olor a pienso se le había metido entre el pelo y la piel, y ni siquiera los domingos lograba expulsarlo de su cuerpo. Su complexión normal era bastante pálida, aunque de vez en cuando se enrojecía, con un tono que se mezclaba con el de su sombrero, chaleco y abrigo, y entonces parecía más bien un fantasma robusto en lugar de un hombre. Sin embargo, era capaz de romperle la crisma a cualquiera en Bungay y de cargar dos sacos de harina a los hombros. Y Ruby sabía que adoraba el suelo que ella pisaba.

Lástima que Ruby creyera que había algo mejor que eso, porque cuando sir Felix se cruzó en su camino, con su bello rostro ovalado y su piel sana y rosada, su pelo de guedejas marrones y su encantador bigote, la joven se perdió en un sentimiento que confundió con amor. Cuando el caballero la buscó por segunda y tercera vez, Ruby se encandiló más con sus inanes elogios que con las honradas promesas de John Crumb. Pero aunque era una tonta redomada, tenía principios. Era terriblemente ignorante, pero entendía que existía una sima de degradación que debía evitar. Pensó, como las polillas deben creer, que podía volar hacia la llama y no quemarse las alas. Era bien parecida, con hermosos rizos que enmarcaban su rostro de piel morena y grandes ojos oscuros. Era fuerte, sana y alta, y tenía una voluntad de hierro que le daba muchos dolores de cabeza a Daniel Ruggles, su abuelo.

Felix Carbury se desvió dos millas para pasar por el bosque de abedules que estaba a una media milla de la granja de Sheep’s Acre. En un giro estrecho se encontraba la verja que llevaba a la pradera, y sir Felix lo recordaba perfectamente. No era más que un camino de campo, casi siempre vacío, y en domingo estaría desierto. Se acercó a la verja a pie y se quedó esperando un rato, mirando hacia el bosque. No tardó mucho en aparecer una jovencita con un sombrero, que esperaba en la pradera al otro lado de la verja. Sin saber muy bien qué hacer con su caballo, Felix lo condujo trotando hacia el prado, lo desmontó y ató las riendas a un abedul. Luego se acercó a Ruby Ruggles y se sentaron los dos bajo un árbol.

—Qué descaro, llamarse amigo mío —dijo ella.

—¿Es que no lo soy?

—¡Menudo amigo! La última vez se suponía que volvería a Carbury en quince días, y eso fue… hace mucho.

—Pero te escribí, Ruby.

—Bah, ¿qué son las cartas? El cartero seguro que las ha leído y mi abuelo las ha debido de ver. No, no me gustan nada las cartas, no quiero que me escriba más.

—¿Crees que las ha visto?

—Si no es así, no será por lo bien que las disimuló. No sé por qué ha venido aquí ni tampoco por qué he venido a verlo. Es una locura.

—Porque te quiero, ¿por qué va a ser, eh, Ruby? Y tú has venido porque me quieres a mí. ¿No es eso, preciosa?

Y se echó cuan largo era a su lado y rodeó la cintura de Ruby con su brazo.

No es menester detallar todo cuanto hablaron e hicieron. Durante esa media hora, la felicidad de Ruby Ruggles fue completa. Tenía a su amante de Londres a su lado, y aunque Felix hablaba entre la broma y el desprecio, al fin y al cabo hablaba de amor y le prometía cosas y le decía que era guapa. Quizá no disfrutaba, porque la chica no le importaba nada, y simplemente la veía porque era lo que hacía un caballero que pasaba tiempo en el campo. Empezaba a pensar que el perfume que llevaba era demasiado fuerte, que las moscas eran molestas y que el suelo estaba duro. Antes de que pasara la media hora, ya tenía ganas de irse, mientras que Ruby se habría quedado allí para siempre, escuchándolo. Era la plasmación de las delicias de la vida que había leído varias veces en las novelas baratas que sacaba de la pequeña biblioteca ambulante de Bungay.

¿Qué venía después? No se había atrevido a pedirle que se casara con ella, ni siquiera lo había mencionado, y él no se había atrevido a pedirle a Ruby que fuera su amante. La chica poseía un valor animal, fuerza, fuego en la mirada, y Felix era lo bastante listo como para ser precavido. Al cabo de media hora, seguro que lamentaba haberla citado, pero al irse prometió que se verían de nuevo el martes por la mañana. Su abuelo estaría en el mercado de Harlestone y Ruby se citó con el joven en el huerto de la granja. Al prometerle que allí estaría, Felix decidió que no cumpliría su palabra. Volvería a escribir y la invitaría a ir a Londres; le mandaría dinero para el viaje.

«Supongo que me pedirá que sea su mujer», se dijo Ruby mientras avanzaba por el camino, alejándose de su propia casa para que, a la vuelta, nadie la relacionara con el joven, si es que alguien lo veía en la carretera. «No pienso ser otra cosa», añadió para sí. Luego dejó que su mente se distrajera examinando las diferencias entre John Crumb y sir Felix Carbury.

El mundo en que vivimos

Подняться наверх