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Capítulo 3 El club Beargarden

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La casa de lady Carbury en la calle Welbeck era modesta, sin pretensiones de llegar a mansión, ni siquiera a residencia; pero como su dueña tenía algo de dinero cuando la adquirió, la había convertido en un hogar agradable y bonito, y se sentía orgullosa de poseer, a pesar de la dificultad de su posición económica, un entorno cómodo para recibir a los amigos de su círculo literario que la visitaban los martes. Allí vivía aún, con sus dos hijos. La salita posterior estaba separada del resto del salón por unas puertas que siempre permanecían cerradas, y allí trabajaba lady Carbury. Era allí donde escribía sus obras y esbozaba su plan para atraer la buena voluntad de los dueños de periódicos y de la crítica literaria. En ese rincón raras veces la molestaba su hija, y no recibía visitantes, exceptuando editores y críticos. Pero como su hijo no estaba sometido a ninguna ley doméstica, interrumpía su privacidad sin el más mínimo remordimiento. Apenas había terminado de pergeñar dos notas a toda velocidad, después de terminar su carta al señor Ferdinand Alf, cuando Felix entró en la salita con un cigarro en los labios y se dejó caer en el sofá.

—Querido mío —dijo su madre—, haz el favor de prescindir del tabaco cuando entres aquí.

—Qué cansancio, madre —dijo él, arrojando sin embargo el objeto a la chimenea—. Algunas mujeres juran que les gusta el tabaco, y otras que no lo soportan. Depende solamente de si desean halagar o insultar al caballero.

—¿No insinuarás que pretendo insultarte?

—A fe mía que no lo sé. Pero, ¿puedes prestarme veinte libras?

—¡Querido Felix!

—Claro que sí, madre. Pero, ¿qué hay de las veinte libras?

—¿Para qué las quieres?

—Bueno, la verdad es que solamente para tenerlas, al menos hasta que salga algo mejor. Uno no puede vivir sin dinero en el bolsillo. Puedo sobrevivir con muy poco, como la mayoría. No pago nada, si puedo evitarlo. Hasta voy al barbero a crédito, y mientras fue posible, tuve una berlina para ahorrar en taxis.

—Oh, Felix. ¿Es que nunca terminará?

—Nunca supe ver el final de nada, madre. Jamás fui capaz de azuzar el caballo cuando los perros estaban siguiendo el rastro de la presa. No dejé pasar un plato que me gustaba, pensando en los que venían después que me gustaban aún más. ¿De qué serviría?

El joven no dijo carpe diem, pero sin duda era el espíritu de su filosofía.

—¿Has ido a casa de los Melmotte hoy?

Eran las cinco de una tarde invierno, la hora en que las damas beben su té, los hombres ociosos se dedican a jugar al whist en el club, y a los jóvenes ociosos se les permite flirtear, a veces. Lady Carbury pensó que su hijo podría haber dedicado la tarde a cortejar a Marie Melmotte, la insigne heredera.

—Vengo de allí.

—¿Y qué piensas de ella?

—Para ser sincero, madre, pienso muy poco en ella. No es bonita ni tampoco fea. No es lista, ni estúpida. Ni una santa, ni una pecadora.

—Entonces será una buena esposa, ¿no?

—Tal vez. En cualquier caso, estoy dispuesto a creer que será lo bastante buena esposa para mí.

—¿Qué dice su madre?

—Es todo prudencia. Se me ocurre que aun si me caso con la hija, nunca sabré de dónde procede la madre. Dolly Longestaffe dice que es una judía bohemia, pero creo que es demasiado gorda como para eso.

—¿Y eso importa, Felix?

—En lo más mínimo.

—¿Es educada contigo?

—Sí, lo es.

—¿Y el padre?

—Bueno, para empezar no me echa de su casa, ni nada por el estilo. Por supuesto que somos media docena los que estamos cortejando a su hija, y creo que el viejo está perplejo con todos ellos. Le preocupa más cuántos duques se sientan a su mesa que los pretendientes de su hija. El primero que la conquiste se la podría llevar sin el menor problema.

—¿Y por qué no tú?

—En efecto, ¿por qué no? Hago lo que puedo, y nunca dio buenos resultados azotar un caballo. ¿Me prestas las veinte libras?

—Felix, creo que no eres conscientes de lo pobres que somos. ¡Aún tienes tus animales!

—Si te refieres a ellos, sí, aún poseo dos caballos, y no he pagado ni un chelín por el alquiler de sus establos y su mantenimiento desde que empezó la temporada. Mira, madre: es un juego arriesgado, pero estoy jugando según tus consejos. Si logro casarme con la señorita Melmotte, todo terminará bien. Pero no creo que para ello tenga que arrojarlo todo por la borda y que el mundo se entere que no tengo un centavo. Para alcanzar sus objetivos, un hombre tiene que llevar la vida que desea. Apenas salgo de caza, pero si vendo mis caballos, tendré que contarles a un buen puñado de tipos en la plaza Grosvenor por qué lo hice.

Este argumento presentaba una verdad plausible, que la pobre mujer era incapaz de contradecir. Antes de que terminara la entrevista, el dinero solicitado llegó a los bolsillos de Felix, aunque en ese momento lady Carbury apenas podía permitírselo. Sin embargo, el joven desapareció con el corazón ligero y dinero en las manos, sin prestar atención a las súplicas de su madre para que su relación con Marie Melmotte llegara a un presto y feliz final.

Cuando dejó a su madre, Felix se dirigió al único club al que ahora pertenecía. Los clubes para caballeros eran lugares agradables, exceptuando por una cosa. Para ser miembro, había que poseer dinero o peor aún, abonar cuotas anuales y por ende, poseer dinero por anticipado; por eso, el joven barón se había visto obligado a contenerse. De hecho, de entre todos los clubes a los que podía acceder, escogió el peor. Era el Beargarden, y recientemente había abierto sus puertas con la expresa filosofía de combinar parsimonia con dilapidación. Según algunos jóvenes parsimoniosos y despilfarradores, los clubs se arruinaban porque ofrecían comodidad a viejos clientes que pagan poco o nada excepto sus cuotas, y con su mera presencia consumían tres veces más de lo que el club ingresaba. El Beargarden no abría hasta las tres de la tarde, porque antes de esa hora los dueños presumían que los clientes no necesitarían ningún club. No había periódicos de la mañana, no había biblioteca ni tampoco sala de desayuno. El Beargarden solamente ofrecía salones para cenar, sala de billar y salas de juego. Había un único proveedor, de modo que el club se aseguraba de que solamente le estafaba un comerciante. Todo era lujoso, pero los lujos tenían que salir bien de precio. Era una buena idea, y se decía que el club prosperaba. Herr Vossner, el proveedor, era una joya y lo supervisaba todo para que no hubiera incidentes. Hasta colaboraba en la delicada y difícil tarea del pago de las deudas de juego, y se comportaba con gran cariño y galantería con los que firmaban cheques cuyos banqueros habían declarado que no tenían fondos. Herr Vossner era una joya, y el Beargarden un éxito. Y probablemente, ningún joven londinense disfrutaba tanto del Beargarden como sir Felix Carbury. El club se encontraba cerca de otros establecimientos del mismo tipo, en una callecita justo después de girar por la calle de Saint James, y se enorgullecía de su exterior sobrio y tranquilo. ¿Para qué gastar dinero en una fachada? ¿Por qué invertir en columnas de mármol y cornisas, que no se podían ni comer, ni beber, ni apostar a las cartas? Eso sí, el Beargarden hacía gala de los mejores vinos —o eso decía— y los sillones más cómodos, y dos mesas de billar que era lo más perfecto que jamás se había erigido sobre cuatro patas de madera. Allí se dirigió sir Felix esa tarde de enero tan pronto como obtuvo de su madre un cheque por valor de veinte libras.

Se encontró con su amigo, Dolly Longestaffe, de pie en las escaleras con un cigarro entre los labios, mirando distraído a la aburrida casa de ladrillos grises frente al club.

—¿Vas a cenar, Dolly? —preguntó Felix.

—Supongo que sí, porque cualquier otra cosa sería una complicación endemoniada. Sé que estoy invitado a otra parte, pero no tengo ganas de ir a casa a cambiarme. ¡Ay, madre! No sé cómo lo hacen los demás, de verdad que no.

—¿Irás de caza mañana?

—Bueno, sí; aunque no lo sé, la verdad. Quería salir de caza la semana pasada, cada día, pero mi criado nunca me despertaba a tiempo. No entiendo por qué demonios hay que ir a cazar de buena mañana. ¿Por qué no a las dos o las tres de la tarde, para que no tengamos que despertarnos en medio de la noche?

—Porque no se puede ir de caza a la luz de la luna, Dolly.

—A las tres de la madrugada no hay luna. Bueno, de todos modos no logro llegar a la plaza Euston a las nueve de la mañana. Ni tampoco creo que a mi criado le guste levantarse tan pronto. Dice que lo hace, que entra en mi cuarto y me despierta, pero yo no me acuerdo.

—¿Cuántos caballos tienes en Leighton, Dolly?

—¿Cuántos? Creo que cinco, pero el tipo que los cuida vendió uno, y luego compró otro. Sé que hizo algo.

—¿Quién los monta?

—Él, supongo. Bueno, y yo, claro está, pero no voy mucho por ahí. Alguien me dijo que Grasslough montó a dos la semana pasada. No recuerdo haberle dado permiso. Creo que sobornó a mi cuidador; y me parece una maldita bajeza. Se lo preguntaría, pero sé que me dirá que le di permiso. Bueno, quizá lo hice cuando andaba borracho.

—Pero si tú y Grasslough nunca habéis ido de juerga juntos.

—No me cae nada bien. Se da muchos aires porque es un lord, y tiene una naturaleza ladina. No sé por qué quiere montar mis caballos.

—Para no tener que gastar dinero.

—Pero si no tiene problemas. ¿Por qué no tiene caballos propios? Te diré lo que he decidido, Carbury, vaya que sí, y por Jorge que me atendré a ello. Jamás pienso prestarle uno de mis caballos a nadie más. Si alguien quiere un caballo que se lo compre.

—Pero hay gente que no tiene dinero, Dolly.

—Pues que se espabilen. Yo aún no he pagado los míos esta temporada. Llegó un tipo aquí ayer…

—¡No! ¿Aquí, en el club?

—Sí. Me siguió y dijo que quería que le pagara no sé qué. Creo que se trataba de los caballos, por los pantalones que llevaba.

—¿Y qué le dijiste?

—¿Yo? Nada.

—¿Cómo terminó la cosa?

—Cuando acabó de hablar, le ofrecí un cigarro y mientras lo encendía me fui para arriba. Supongo que se largó cuando se cansó de esperar.

—Mira, Dolly: ojalá me dejaras montar dos de tus caballos durante un par de días. Eso sí, mientras no vayas tú, claro está. Ahora no tienes problemas de dinero.

—No, no los tengo —dijo Dolly, con aquiescencia melancólica.

—Quiero decir que no me gustaría tomar prestados tus caballos sin que tú te acuerdes. Nadie sabe mejor que tú lo mal que lo estoy pasando. Sé que las cosas cambiarán, pero mientras tanto, es muy duro. No le pediría este favor a nadie más, solamente a ti.

—Bueno, puedes montarlos durante dos días. No sé si mi cuidador te creerá. No creyó a Grasslough, y se lo dijo. Pero Grasslough fue y sacó a los caballos del establo, y se quedó tan ancho. Eso me contaron.

—Podrías mandarle una nota al cuidador, para que esté avisado.

—¡Menudo fastidio! No, no creo que pueda. Te creerá, porque sabe que tú y yo somos amigos. Creo que me tomaré una copita de curaçao antes de cenar. Ven y pruébalo, seguro que nos abre el apetito.

Eran casi las siete de la tarde. Nueve horas después, los dos jóvenes, acompañados de otros dos caballeros —uno de los cuales era lord Grasslough, la peculiar aversión de Dolly Longestaffe— se levantaron de la mesa de juego de una de las salas del club. Pues aunque el Beargarden no abría antes de las tres de la tarde, la hospitalidad que no proveía durante el día se ofrecía sin restricciones durante la noche. Nadie podía desayunar en el Beargarden, pero las cenas a las tres de la mañana eran de lo más habitual. Y así había sido aquella noche, con una cena o más bien una sucesión de cenas, con sopas y caldos y tostadas calientes que habían circulado de vez en cuando entre los caballeros, primero unos y después otros. Eso sí, no habían dejado de jugar en ningún momento, desde la apertura de las salas de juego a las diez de la noche. A las cuatro de la mañana, Dolly Longestaffe se encontraba en condiciones de prestar sus caballos y no recordarlo. Trataba afectuosamente a lord Grasslough, y también a sus otros compañeros, pues su mente en estado etílico adoptaba dicha actitud afectuosa de manera natural. No estaba borracho perdido, de ninguna de las maneras, y no decía mayores estupideces que cuando estaba sobrio; pero estaba dispuesto a jugar a cualquier cosa, la entendiera o no, y apostando lo que fuera. Cuando sir Felix se levantó y dijo que no jugaría más, Dolly le imitó, satisfecho. Cuando lord Grasslough, con una expresión sombría en el rostro, dijo que no era cosa de hombres romper así la partida, cuando tanto dinero había cambiado de manos, Dolly procedió a sentarse de nuevo, amablemente. Pero no bastaba con Dolly.

—Voy de caza mañana, así que no puedo jugar más —dijo sir Felix (aunque quería decir ese mismo día)—. Un caballero debe retirarse a descansar.

—No estoy de acuerdo —dijo lord Grasslough—. Cuando un caballero ha ganado tanto como tú esta noche, debe quedarse.

—¿Por cuánto tiempo? —preguntó sir Felix, en tono enfadado—. Eso es una tontería; todo tiene su final, y yo no pienso seguir jugando esta noche.

—Bueno, como desees —dijo lord Grasslough.

—Efectivamente, eso deseo. Buenas noches, Dolly. Arreglaremos cuentas la próxima vez que nos veamos. Lo tengo todo en la cabeza.

La noche había sido importante para sir Felix. Se había sentado en la mesa de cartas con el triste cheque de su madre por valor de veinte libras y ahora tenía no sabía cuánto en los bolsillos. También había bebido, aunque no tanto como para ofuscar su mente. Sabía que Longestaffe le debía más de trescientas libras, y también que lord Grasslough y el otro jugador le habían entregado casi el doble de eso en dinero y cheques. El dinero de Dolly Longestaffe llegaría, sin duda, aunque Dolly se quejara de los cobradores. Mientras avanzaba por la calle Saint James en busca de un taxi, calculó que llevaba encima unas setecientas libras. Al pedirle la pequeña suma a lady Carbury, le había dicho que no podía seguir en la carrera por la mano de la señorita Melmotte sin dinero, y al salir de su casa con el cheque en el bolsillo, se consideró muy afortunado. Ahora poseía una bonita suma, que como mínimo le facilitaría la tarea de conquistar a la heredera. No se le pasó por la cabeza ni por un momento pagar sus deudas, por supuesto. Ni siquiera esa cantidad sería suficiente para un objetivo tan quijotesco; pero al menos podría acicalarse, mejorar su presencia, comprar regalos, y ser visto como un joven caballero con dinero. Es difícil cortejar a una heredera sin un centavo en el bolsillo.

No encontró taxi, pero en su actual estado de ánimo no le importó ir andando a casa. Poseer tal cantidad de dinero le alegraba, y convertía el paseo nocturno en una excursión de lo más placentera. Entonces, de repente, recordó el gemido con el que su madre había hablado de pobreza, cuando le había pedido dinero. Quizá podría devolverle las veinte libras. Pero se le ocurrió, con un ataque de precaución muy poco propio de su carácter, que tal vez no sería aconsejable. ¿Quién sabía si volvería a necesitar esas veinte libras en poco tiempo? Y además, no podría devolverle el dinero sin contarle cómo lo había obtenido. Sería preferible no decirle nada. Mientras entraba en la casa y se dirigía a su cuarto, decidió que guardaría silencio.

Esa mañana llegó a la estación a las nueve, y fue a cazar a Buckinghamshire, montando dos de los caballos de Dolly Longestaffe, por los cuales había pagado treinta chelines al hombre de Longestaffe.

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