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Capítulo 17 Marie Melmotte escucha una historia de amor

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A la mañana siguiente llegó un telegrama de Felix. Llegaría a Beccles en el tren de la tarde y Roger, a petición de lady Carbury, mandó el carruaje a la estación a buscarlo. Así se hizo, pero Felix no se presentó. Aún debía llegar otro tren, con el cual se presentaría a la cena justo a tiempo, si la cena se retrasaba media hora. Lady Carbury, con una mirada tierna, casi sin decir palabra, suplicó a su primo que tuviera paciencia con su hijo. Roger frunció el ceño, como siempre hacía involuntariamente cuando algo no le gustaba, pero asintió. Habría que volver a enviar a alguien a la estación. Actualmente no abundaban los carruajes ni las calesas en Carbury. Roger poseía una pequeña calesa y un par de caballos que, cuando no se empleaban en la casa, se utilizaban en la granja. Cuando él viajaba en tren, optaba por caminar hasta la casa y dejaba su equipaje a cargo de un transporte barato que lo traía desde la estación. Pero hoy ya había mandado el carruaje una vez y ahora lo haría de nuevo, después de que lady Carbury dijera que así lo esperaba. Aunque sería con gran disgusto. La madre consideraba a su hijo sir Felix, el barón, con derecho a consideraciones especiales debido a su posición y su rango, y también por su intención de casarse con la heredera. Para Roger Carbury, sir Felix era un hombre dado al vicio y especialmente antipático que no merecía el más mínimo respeto. A pesar de eso, postergaron la hora de la cena y mandaron la calesa, que de nuevo regresó vacía. Lady Carbury, Henrietta y Roger pasaron la velada en un taciturno silencio.

A eso de las cuatro de la mañana, la casa se despertó a causa de la llegada del barón. Como no había logrado alcanzar ninguno de los trenes de la tarde, se las había arreglado para subirse en el tren del correo, y lo habían depositado en un pueblecito a cierta distancia de Carbury, hasta donde había llegado alquilando un carruaje. Roger bajó en bata para recibirlo, y lady Carbury también salió de su habitación. Sir Felix pensaba, evidentemente, que se había comportado de forma heroica. Roger tenía una opinión distinta y apenas habló.

—Ay, Felix, ¡estábamos tan preocupados! —dijo su madre.

—Yo también, más bien aterrorizado, al descubrir que tenía que recorrer más de quince millas campo a través con un par de viejos caballos que apenas pueden trotar.

—¿Por qué no viniste en el tren de la tarde?

—No pude escaparme. Un asunto del trabajo —mintió rápidamente Felix.

—¿Supongo que por una reunión de la junta? —apuntó Roger, frente a lo cual Felix guardó silencio. Roger sabía que no se había celebrado ninguna junta. El señor Melmotte estaba en el campo y sin él no había junta que valiera. Sir Felix no había trabajado; era puro descaro, indiferencia y una mentira como la copa de un pino. El joven al que Roger no quería dar la bienvenida en su casa, que había venido para llevar a cabo un ardid que le repugnaba y que acababa de despertarle a él y a sus criados a las cuatro de la mañana aún no se había disculpado. «¡Maldito jovenzuelo!», murmuró para sus adentros Roger. Luego, en voz alta, dijo:

—Mejor no hagamos esperar a tu madre en medio del rellano. Te acompaño a tu habitación.

—Está bien, está bien —dijo sir Felix—. Siento haberos molestado a todos. Me tomaré un brandy con soda antes de retirarme.

Esto volvió a ofender a Roger lo indecible.

—No creo que tengamos soda en la casa, y si hay, no tengo ni idea de dónde está. Puedo servirte un brandy si vienes conmigo.

Pronunció la palabra «brandy» como si implicara que se trataba de una bebida disipada y malvada. Roger estaba muy irritado. Tuvo que ir arriba, a buscar la llave del bar, para servir a ese insolente, ese descarado. Lo hizo, y el joven se bebió un vaso de brandy con agua sin darle la menor importancia a la actitud malhumorada de su anfitrión. Cuando se fue a la cama, comentó que el día siguiente quizá no apareciera hasta la hora de comer y expresó el deseo de desayunar en la cama. «Ha nacido para que lo cuelguen», murmuró Roger mientras se dirigía a su habitación, «y se lo merece».

Como a la mañana siguiente era domingo, todos fueron a la iglesia, excepto Felix. Lady Carbury siempre iba a misa cuando estaba en el campo y nunca cuando estaba en casa, en Londres. Era uno de los hábitos morales, como las cenas tempranas y los largos paseos, que encajaban con la vida de campo. Se imaginaba que si no iba, el obispo se enteraría de alguna manera y no estaría contento, y a lady Carbury le gustaba el obispo. En general, le gustaban todos los obispos, y era consciente de que el deber de una mujer era sacrificarse por la sociedad. En cuanto al motivo por el cual la gente iba a la iglesia, probablemente nunca se le había ocurrido pensar en ello. A la vuelta, se encontraron a sir Felix fumando un cigarro en el camino de gravilla, frente a uno de los ventanales del salón.

—Felix, si no te importa, llévate el cigarro un poco más lejos. Estás llenando la casa de humo de tabaco —dijo su primo.

—¡Por Dios, cuántos prejuicios! —exclamó el barón.

—Sea como sea, por favor haz lo que te pido.

Sir Felix se quitó el cigarro de la boca y lo arrojó sobre el camino. Roger procedió a acercarse y alejarlo de un puntapié. Eran las primeras palabras que los hombres intercambiaban esa mañana.

Después de comer, lady Carbury paseó con su hijo y lo instigó una vez más para que fuera a Caversham.

—¿Cómo demonios voy a ir allí?

—Tu primo te dejará un caballo.

—Está tan enfadado como un oso con dolor de cabeza. Es mucho mayor que yo y mi primo, pero no pienso aguantar sus insolencias. Si estuviera en cualquier otro sitio, ya me habría plantado en los establos para pedir un caballo y una silla.

—Roger no cuenta con tantos lujos.

—Pero supongo que sí tendrá un caballo, una silla y un mozo de cuadra. No necesito que sean de primera calidad.

—Está un poco molesto porque ordenó que fueran a recogerte a la estación dos veces ayer y no estabas.

—Odio ese tipo de persona, que siempre está acordándose de las pequeñas mezquindades. Un hombre así espera que uno funcione como si fuera un reloj, y como no eres tan puntual como él, te insulta. Le pediré un caballo, igual que haría en cualquier otra parte, y si no le gusta, que se aguante.

Una hora después, cuando se encontró con su primo, le dijo:

—¿Puedo llevarme un caballo a Caversham esta tarde?

—Nuestros caballos jamás salen en domingo —dijo Roger, y después de una pausa, añadió—: Puedes llevártelo, daré las órdenes pertinentes.

Al final, sir Felix se iría de Carbury el martes y sería culpa suya si su odioso primo volvía a poner pie en Carbury; así reflexionaba Roger mientras miraba a Felix salir a caballo de la propiedad. Pero, de repente, recordó lo probable que era que Felix terminara siendo el dueño de Carbury. Y si por casualidad Henrietta acababa siendo su esposa y por lo tanto la señora de Carbury, difícilmente podría negarse a recibir a su hermano en casa. Permaneció durante un rato en el puente mirando a su primo mientras avanzaba por el camino y escuchando el ruido de los cascos del caballo, que no trotaba, sino que galopaba trabajosamente. El joven le resultaba ofensivo de todas las maneras posibles. ¿Quién no sabe que solo las damas tienen permiso para cabalgar así? Un caballero hace trotar a su caballo. Roger Carbury poseía un único caballo, un viejo caballo de caza que era su favorito y al que adoraba como a un viejo amigo. Y ahora su querido animal, cuyas patas no eran tan fuertes como antes, tenía que galopar por el camino solo porque al jovenzuelo de Felix se le antojaba, en lugar de trotar tranquilamente, como debía. «¡Soda y brandy!», exclamó Roger, pensando en su disgusto de la madrugada. «Algún día morirá de delirium tremens en un hospital».

Antes de que los Longestaffe abandonaran Londres para recibir a sus nuevos amigos los Melmotte en Caversham, el señor Longestaffe y Georgiana, la hija más decidida, habían firmado una tregua. Por su parte, la hija se ocuparía de que los invitados recibieran el trato más exquisito y cortés; la cláusula de la nación más favorecida, por así decirlo. Los Melmotte serían tratados como si el viejo Melmotte fuera un caballero y la señora Melmotte, una dama. A cambio, los Longestaffe podrían regresar a Londres durante la temporada. Pero de nuevo, el padre introdujo una nueva cláusula. En lugar de quedarse durante largo tiempo, la familia permanecería solo seis semanas. El 10 de julio, los Longestaffe se instalarían en el campo hasta final de año. Cuando se propuso la cuestión del gran tour por el Continente, el padre casi se puso violento en su negativa. «¡En nombre de Dios! ¿De dónde esperáis que salga el dinero para todo eso?», exclamó. Cuando Georgiana le indicó que había personas que sí tenían dinero para viajar al extranjero, su padre le dijo que llegaría un día en que tendría que dar las gracias por tener un techo sobre su cabeza. Sin embargo, Georgiana se lo tomó como una licencia poética, pues no era la primera vez que hablaba así. El tratado quedó establecido, ambas partes dispuestas a llevarlo a cabo con honestidad. A los Melmotte se les daba un trato cortés y la casa de Londres no se cerraba.

La idea que las damas de la familia habían apuntado de que Dolly se casara con Marie Melmotte, pero que en el fondo nadie se había tomado en serio, quedó abandonada por completo. Dolly, a pesar de sus tonterías, tenía voluntad propia, y en su familia eso era invencible. Ni su padre ni su madre le habían convencido jamás de que hiciera algo que no le apeteciera, así que Dolly no se casaría con Marie Melmotte. Por eso, cuando los Longestaffe se enteraron de que sir Felix estaría en la Finca Carbury, no les pareció mal invitarlo a Caversham. En Londres se lo señalaba como el pretendiente mejor situado para hacerse con la mano de Marie Melmotte. Georgiana Longestaffe albergaba animosidad hacia lord Nidderdale, y por ese motivo se sentía inclinada a favorecer la causa de sir Felix. Así que, poco después de que llegaran a Caversham, se las arregló para hablar a Marie de sir Felix.

—Un amigo suyo vendrá a cenar el lunes, señorita Melmotte.

Marie, que aún estaba apabullada por la magnificencia, tamaño y general altivez de sus nuevas amistades, apenas pudo balbucear nada, por lo que Georgiana prosiguió:

—Creo que conoce usted a sir Felix Carbury.

—Ah, sí, conocemos a sir Felix Carbury.

—Está pasando unos días en casa de su primo. Creo que es por sus bellos ojos, Marie, porque a sir Felix no le gusta precisamente el campo.

—No creo que haya venido por mí —dijo Marie, ruborizándose. Una vez le había dicho que si quería hablar con su padre, podía hacerlo, lo cual equivalía a decirle que sí en la medida en que sus pobres facultades de decisión podían aceptar a un pretendiente sin el permiso de su padre. Pero desde ese día sir Felix no le había dicho ni una palabra más, ni tampoco había hablado con su padre, que ella supiera. Marie, sin embargo, había declinado las atenciones de los demás pretendientes porque había decidido que estaba enamorada de Felix Carbury y había decidido ser constante en sus afectos. Pero llevaba unos días preocupada, temiendo que él no correspondiera su amor.

—Nos hemos enterado —dijo Georgiana— de que es buen amigo de usted.

Y se echó a reír con una vulgaridad que la señora Melmotte no habría sido capaz de imitar.

El domingo por la tarde, sir Felix se encontró con las señoras paseando por la pradera, y también con el señor Melmotte. En el último momento también habían invitado a lord Alfred Grendall, no porque fuera amigo especial de los Longestaffe, sino porque era útil para entretener al gran director de la junta. Lord Alfred estaba acostumbrado a Melmotte, sabía cómo hablar con él y probablemente también sabía qué le gustaba comer y beber. Por lo tanto, habían invitado a lord Alfred a Caversham, y él había aceptado, pues todos sus gastos los pagaba el gran director. Cuando sir Felix se presentó, lord Alfred se estaba ganando su jornal hablando con el señor Melmotte en el invernadero. Tenía bebidas frías y una caja de cigarros, y probablemente pensaba que el mundo era muy duro con él. Lady Pomona había sido lánguida, aunque no distante, al recibirlo. La dama se esforzaba por cumplir con su parte del trato en lo relativo a la señora Melmotte. Sophia caminaba un poco más lejos con un tal señor Whitstable, un joven caballero del condado al que habían invitado a Caversham porque se lo consideraba lo bastante bueno para Sophia, o al menos tan bueno como era posible cazar, ahora que ella tenía veintiocho años; aunque los que conocían el tema de cerca sostenían que eran treinta y uno. Sophia era atractiva, pero tenía una belleza fría y repulsiva, y no había triunfado en Londres. Georgiana sí había tenido más admiradores, y alardeaba frente a sus amigas de las ofertas que había rechazado. Por otra parte, estas no tenían el menor reparo en hablar de sus muchos defectos. Aun así, caminaba con la cabeza bien alta, porque todavía no se había visto obligada a conformarse con los Whitstable. En ese instante no contaba con ningún pretendiente y trataba denodadamente de cumplir con su pacto para que su padre no tuviera ninguna excusa para no llevarlas a Londres.

Sir Felix se quedó unos minutos sentado en una silla en el jardín, conversando con lady Pomona y la señora Melmotte.

—Un jardín precioso, aunque a mí no me interesan particularmente. Pero si tuviera que vivir en el campo, es el tipo de jardín que me gustaría.

—Delicioso —dijo la señora Melmotte conteniendo un bostezo y colocándose el chal alrededor del cuello con firmeza. Estaban a finales de mayo y no hacía frío en esa época, pero en el fondo de su corazón, a la señora Melmotte no le gustaba estar sentada en el jardín.

—No es que sea un lugar muy bonito, pero la casa es cómoda y le sacamos el mejor partido —dijo lady Pomona.

—Mucho cristal, por lo que veo —comentó sir Felix—. Si hay que vivir en el campo, eso me gusta. Carbury tiene un aspecto muy pobre, en comparación.

Eso resultaba de por sí ofensivo, como si la finca de Carbury y el título pudieran compararse con las de los Longestaffe. Aunque necesitaban terriblemente el dinero, los Longestaffe eran gente de alcurnia.

—Para una casita, creo que Carbury es una de las más lindas del condado. Claro que no es muy grande.

—No, diantre —dijo sir Felix—. Es la pura verdad, lady Pomona: es como una prisión. No hay más que ver ese terrible foso.

Y se levantó de un salto para unirse a Marie Melmotte y Georgiana. Esta, contenta de que la liberaran por unos momentos de su parte del tratado, no tardó demasiado en dejarlos solos. Se había dado cuenta de que los dos caballos que quedaban en la carrera eran lord Nidderdale y sir Felix, y aunque no tenía muchas ganas de ayudar a este último, sí quería destruir a lord Nidderdale.

Sir Felix sabía que tenía una tarea entre manos y estaba dispuesto a cumplir con ella, hasta donde llegaba su débil voluntad. El premio era tan grande y la seguridad de la riqueza tan sólida que hasta él estaba dispuesto a esforzarse. Por eso había ido a Suffolk, viajando toda la noche por caminos embarrados en un viejo carruaje. La muchacha le importaba un comino, por supuesto. Sir Felix no tenía la capacidad de amar a nadie. Tampoco es que le disgustara, porque no solía sentir con fuerza, ni agrado ni desagrado, excepto cuando le ofendían. La consideraba simplemente el medio por el cual una porción de la fortuna del señor Melmotte pasaría a sus manos. En cuanto a la belleza femenina, tenía sus propias ideas y preferencias, y no era indiferente a tal cosa en absoluto. Pero desde ese punto de vista, Marie Melmotte no significaba nada para él. Era linda como lo son las jóvenes, y su actitud modesta se sumaba a una incipiente aspiración para la diversión en un mundo que pronto sería suyo. También en su pecho palpitaba la idea de ser algo más en ese mundo, de que ella también podía tener opiniones propias y decidir por sí misma, si tan solo contara con algún amigo de quien no tener miedo. Aunque aún era tímida, había decidido dejar de serlo, y ya tenía ideas propias acerca de la confianza abierta que debía existir entre dos amantes. Cuando estaba sola, y pasaba mucho tiempo sola, construía castillos en el aire, deslumbrantes y llenos de arte y pasión, y no de piedras preciosas y oro. Los libros que leía, si bien no eran considerados de muy buen gusto, dejaban una huella intensa en su imaginación. Creaba brillantes conversaciones en las que ella desempeñaba un papel notable, aunque en la vida real apenas había cruzado palabra con nadie desde que era una niña. Sabía que sir Felix Carbury le había hecho una oferta. Y sabía, o creía saber, que lo amaba. ¡Y ahora estaba a solas con él! Seguramente había llegado por fin el momento de que alguno de sus castillos se materializara.

—¿Sabes por qué estoy aquí? —preguntó él.

—Para visitar a tu primo.

—No, no es por eso. No le tengo mucho afecto, es un viejo solterón estirado y maniático y hasta malvado.

—¡Qué desagradable!

—Sí, lo es. No he venido a verlo, te lo aseguro. Pero cuando supe que tú estarías aquí con los Longestaffe, me decidí al momento. Me pregunto si te alegras de verme.

—No lo sé —dijo Marie, que no era capaz de encontrar las inspiradas palabras que su imaginación le otorgaba cuando estaba sola.

—¿Recuerdas lo que me dijiste esa noche en casa de mi madre?

—¿Te dije algo? No recuerdo nada en especial.

—¿Ah, no? Entonces es que no piensas mucho en mí. —Hizo una pausa, como si supusiera que caería entre sus labios igual que una cereza—. Pensaba que me habías dicho que me amarías.

—¿Eso hice?

—¿No fue así?

—No sé lo que dije. Quizá, si esas fueron mis palabras, no las dije en serio.

—¿Debo creer eso?

—O tal vez tú no lo dijiste en serio.

—Caray, yo sí hablaba en serio. No ha habido un hombre que hablara más en serio que yo. Y he venido aquí a decirlo de nuevo.

—¿A decir qué?

—¿Me aceptarás?

—No sé si me quieres lo bastante. —Marie ansiaba que Felix le dijera que la quería. Él no tenía ninguna objeción, pero sin pensarlo mucho, le parecía un aburrimiento. Ese tipo de frases eran soberanas tonterías. Felix quería que Marie lo aceptara y deseaba que, de ser posible, lo acompañara a ver a su padre para pedirle su consentimiento. Había algo en los grandes ojos y las enormes mandíbulas del señor Melmotte que le daba miedo—. ¿De veras me amas lo suficiente? —susurró ella.

—Por supuesto que sí. Es solo que no se me da bien hablar y todo eso, pero sabes que te quiero.

—¿De verdad?

—Por todos los diablos, sí. Siempre me gustaste, desde el primer momento en que te vi. De verdad.

Era una declaración de amor bastante pobre, pero fue suficiente.

—Entonces, yo también te amaré. Con todo mi corazón —declaró ella.

—¡Amada mía!

—¿Seré tu amada? ¿De veras? Está bien, lo seré. Ahora puedo llamarte Felix, ¿no es cierto?

—Claro que sí.

—Ay, Felix. Espero que me ames de verdad. Te cuidaré tanto. Sabes que hay muchos hombres importantes que me han pedido que los ame.

—Supongo que sí.

—Pero ninguno de ellos me ha importado lo más mínimo.

—¿Y tú me quieres a mí?

—Ay, sí.

Marie contempló el bello rostro de su amado y Felix vio que la muchacha tenía los ojos inundados de lágrimas. En cuanto a aspecto físico, hubiera preferido con mucho a Sophia Longestaffe. Otro hombre habría apreciado el brillo de verdad que había en las lágrimas y sonrisas de Marie, pero para Felix no significaban nada. Seguían caminando entre los setos que rodeaban la casa, donde nadie podía verlos, así que por un sentido del deber, Felix la tomó en sus brazos y la besó.

—Ay, Felix —dijo ella, alzando el rostro hasta él—. Nadie me había besado antes. —No la creyó ni por un momento y el asunto le importaba un pimiento—. Di que serás bueno conmigo, Felix. Te prometo que yo lo seré contigo.

—Por supuesto que seré bueno.

—Los hombres no siempre se portan bien con sus mujeres. Papá a veces es muy duro con mamá.

—Así que puede ser muy duro, ¿verdad?

—Uy, sí. Aunque no me regaña a menudo. No sé qué dirá cuando le contemos lo nuestro.

—Pero supongo que sabe que vas a casarte.

—Él quería me casara con lord Nidderdale o con lord Grasslough, pero ninguno de los dos me gustaba en absoluto. Creo que ahora vuelve a pensar en lord Nidderdale. Ay, ¡no me lo ha dicho, pero mamá me cuenta cosas! Pero no lo haré, jamás, ¡jamás!

—Espero que no, Marie.

—No tienes de qué preocuparte. No lo haría aunque amenazaran con matarme. Lo odio y a ti te amo. —Luego se inclinó sobre su brazo y volvió a mirar el hermoso rostro de su amado—. Hablarás con papá, ¿verdad?

—¿Te parece que es lo mejor?

—Supongo que sí. ¿Cómo piensas decírselo, si no?

—No sé si la señora Melmotte…

—Ah, no, por Dios. Nadie podría convencerla. Le tiene más miedo que nadie, mucho más que yo. Pensaba que era el caballero quien hablaba con el padre.

—Sí, sí, claro —dijo sir Felix, distraídamente—. No le tengo miedo, ¿por qué iba a tenerle miedo? Somos muy buenos amigos, ¿sabes?

—Me alegro.

—Me ha nombrado director de una de sus compañías.

—¿De verdad? Quizá le gustes como yerno.

—No hay forma de saberlo, ¿verdad?

—Espero que sea así. Me gustaría que te convirtieras en el yerno de papá. Espero que no esté mal decir eso… Ay, Felix, ¡di que me amas!

Y volvió a acercar sus labios a los de su amado.

—Pues claro que te quiero —dijo él, pensando que no merecía la pena besarla otra vez—. Pero no sirve de nada que hable con él aquí. Más vale que espere y nos veamos en Londres.

—Ahora está de buen humor —apuntó Marie.

—Me costaría mucho estar a solas con él. Además, no sería adecuado.

—¿Adecuado?

—En el campo y en casa de otra persona. ¿Se lo dirás a la señora Melmotte?

—Sí, se lo diré a mamá, pero ella no le dirá nada. No le importo mucho a mi madre, ¿sabes? Pero eso ya te lo contaré más tarde. Sí, a partir de ahora te contaré todo lo que quieras saber. Nunca he tenido a nadie con quien compartir nada, pero no me cansaré nunca de hablar contigo.

Felix la dejó tan pronto como pudo y escapó para hacer compañía a las demás damas. El señor Melmotte seguía instalado en el invernadero y lord Alfred permanecía a su lado, fumando y bebiendo brandy con soda. Mientras sir Felix pasaba frente al director, se dijo que valía más posponer la conversación hasta que todos volvieran a estar en Londres. Lo cierto era que el señor Melmotte no tenía aspecto de estar de buen humor, sino todo lo contrario. Sir Felix cruzó algunas palabras con lady Pomona y la señora Melmotte. Sí, esperaba tener el placer de verlas con su madre y con su hermana al día siguiente. Sabía que su primo no asistiría; le daba la impresión de que su primo Roger nunca acudía adonde iba todo el mundo. No, no había visto al señor Longestaffe. Esperaba tener el placer de verlo mañana. Luego escapó, se subió al caballo y salió al galope.

—Él será el hombre afortunado —le dijo Georgiana a su madre esa noche.

—¿En qué sentido?

—Se va a llevar la mano de la heredera y su dinero. ¡Dolly ha sido un estúpido!

—No creo que a Dolly le gustara esa chica —dijo lady Pomona—. Después de todo, ¿por qué no iba a casarse con una dama como Dios manda?

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