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Capítulo 7 El mentor
ОглавлениеEl deseo de lady Carbury de que se produjera la esperada unión entre Roger y su hija se veía aún más impulsado por la preocupación que sentía por su hijo. Desde la primera solicitud de matrimonio de Roger, Felix había ido de mal en peor, hasta que su estado constituía una vergüenza sin arreglo. Si su hija lograba consolidar su posición económica, se decía lady Carbury, ella podría dedicarse a los intereses de su hijo. No tenía muy claro en qué consistiría esa dedicación, pero sabía que se había gastado mucho dinero en su educación y crianza, y que se vería obligada a seguir gastando aún más hasta incluso verse privada de la posibilidad de un techo para ella y para su hija. Durante sus momentos de mayor angustia, apelaba sin dudarlo a Roger Carbury, para que ofreciera sus sensatos consejos, que sin embargo nunca seguía. Carbury le recomendó vender la casa en la ciudad, y encontrar una casita más modesta para ella y su hija en lugar menos oneroso, y también para Felix si es que este consentía. Si no, entonces tenía que dejar que el joven se hiciera cargo de sus responsabilidades. Sin duda, cuando no tuviera un centavo para gastar en Londres, ya llamaría a su puerta, por lejana que estuviese. Roger siempre hablaba severamente del barón, o eso le parecía a lady Carbury.
n los que sabía que Roger no simpatizaría. Aún creía que sir Felix florecería y alcanzaría grandeza, riqueza y que en suma se convertiría en el epítome de la moda, como marido de una rica heredera, y a pesar de los vicios de su hijo, estaba orgullosa de él aún antes de que lo consiguiera. Cuando lograba sacarle dinero, como las veinte libras de hacía unos días; cuando con indiferencia supina a sus objeciones se dirigía a su club a las dos de la madrugada; cuando bromeaba impúdicamente sobre la cuantía de sus deudas, lady Carbury sentía una marea de desesperanza y tristeza, y se abandonaba a una explosión de lloros histéricos, y generalmente se pasaba la noche en vela, preocupada. Pero si se casaba con la señorita Melmotte y conquistaba así la solución a todos sus problemas merced a su belleza personal, entonces lady Carbury se sentiría muy orgullosa de todas esas penurias. Roger Carbury, ella lo sabía, no sentiría la menor simpatía por esa lógica. Para él, el joven ya había caído en desgracia: cualquier caballero que no pudiera pagar sus deudas y sus facturas arruinaba su buen nombre. Y entretanto, el corazón de lady Carbury latía con otras esperanzas, a pesar de sus ataques de histeria y de sus temores. Su Reinas criminales podía convertirse en un libro de éxito, estaba casi convencida. Leadham y Loiter, los editores, estaban contentos con ella y eran muy educados. El señor Broune se había comprometido con una reseña. El señor Booker había dicho que vería lo que podía hacer. Y las prudentes y cáusticas palabras del señor Alf garantizaban al menos una reseña en el Evening Pulpit. No, no aceptaría el consejo de Roger de abandonar Londres; pero no dejaría de pedirle consejo. A los hombres les gusta. Y si podía, lograría que Henrietta aceptara casarse con él. ¿Qué mejor lugar tranquilo que la Finca Carbury, la residencia de su hija, para cuando lady Carbury deseara retirarse? Y luego, su mente volaba hacia la satisfacción. Si al final de la temporada Henrietta se comprometía con su primo, Felix se convertía en el marido de la heredera más rica de Europa y ella era reconocida como la autora del libro más ambicioso del año, ¡qué triunfo paradisíaco se abría, a pesar de todos los sinsabores que había tenido que pasar! Entonces, la naturaleza apasionada de lady Carbury la empujaba hacia la euforia, y durante una hora se sentía muy feliz, a pesar de todo.
Unos días después del baile de los Melmotte, Roger Carbury estaba en Londres, sentado en la salita privada de lady Carbury. La causa oficial de su visita era revisar el estado de las deudas del barón, así como evaluar la necesidad indispensable —o así lo creía Roger— de tomar medidas para impedir o ralentizar el ritmo de dispendio de Felix. ¡Le resultaba horrible que un joven que no tenía un chelín, ni perspectivas de ganarlo, poseyera caballos de caza! Estaba indignado, y dispuesto a expresar su vehemente opinión frente al propio interesado, si es que aparecía por la casa.
—¿Donde está ahora, lady Carbury?
—Creo que está con el barón.
Cuando Felix estaba con el barón, quería decir que había salido de caza a unas cuarenta millas de Londres.
—¿Cómo puede? ¿Con qué caballos, quién los paga?
—Roger, no te enfades conmigo. ¿Qué puedo hacer yo para impedírselo?
—Creo que deberías negarle tu ayuda hasta que no cambie de actitud.
—¡Es mi propio hijo!
—Exactamente. Pero, ¿hasta cuando seguirá así? ¿Vas a permitirle que te arruine a ti y a Hetta? Esto es insostenible.
—No querrás que lo eche de casa.
—Más bien te está echando a ti. Y es tan absolutamente deshonesto, ¡un comportamiento impropio de un caballero! No entiendo cómo sobrevive. ¿No le estarás dando dinero, verdad?
—Un poco.
Roger frunció el ceño.
—Entiendo que le des un techo, cama y comida pero no que le permitas dilapidar en sus vicios lo poco que tienes. —Había hablado sin rodeos, y lady Carbury parpadeó ante la crudeza de sus palabras. —El tipo de vida que lleva requiere grandes ingresos. Sé de lo que hablo, y ni siquiera yo cuento con dinero suficiente para vivir así.
—Eres muy distinto a él.
—Soy mayor, por supuesto. Mucho mayor. Pero Felix no es tan joven como para no comprender la situación. ¿Tiene alguna fuente de ingresos, aparte del dinero que le das?
Lady Carbury procedió a revelar la sospecha que abrigaba desde hacía un par de días.
—Creo que está jugando a las cartas.
—Eso le llevará a perder dinero, no a ganarlo —dijo Roger.
—Supongo que alguien gana, alguna vez.
—Los que ganan son los fulleros, y los que pierden tontos infelices. Preferiría que formara parte de estos últimos: que sea un idiota antes que un hombre sin honor.
—Roger, ¡qué severo eres!
—Dices que juega. ¿Cómo crees que pagará, si llega a perder mucho dinero?
—No sé nada a ciencia cierta. Pero tengo motivos para pensar que desde la semana pasada, dispone de más dinero que de costumbre. Lo he visto yo misma. Llega a casa tardísimo, come a deshoras. Ayer entré en su habitación a las diez, y no se despertó. En la mesita de noche había billetes y monedas, más dinero del que suele tener a su disposición.
—¿Y no te lo quedaste?
—¿Pretendes que robe a mi propio hijo?
—¡Pero si dices que no tienes dinero para pagar las facturas de esta casa, y que no ha dudado en tomar prestado lo que ha querido, aun cuando le has expuesto la gravedad de vuestra situación! ¿Por qué no te devuelve el dinero que le diste?
—Bueno, sí. Eso debería hacerlo, si lo tiene. Había un fajo de papeles en la mesita: pagarés firmados por otros hombres.
—Los revisaste.
—No, solamente los vi por encima. No es que tenga curiosidad, pero es mi hijo y me preocupa. Creo que ha comprado otro caballo. Vino a casa un mozo de establo, y se lo dijo a los criados.
—¡Por el amor de Dios!
—Si tan solo pudieras convencerle para que dejara las cartas… Por supuesto, no está bien, gane o pierda; aunque estoy segura de que Felix no hará nada malo. Nadie puede acusarle de ser malvado. Y si ha ganado dinero, lo cierto es que me iría bien que me devolviera un poco de lo que le he dado. Se me han acabado las opciones, y nadie puede acusarme de habérmelo gastado en frivolidades para mí.
Roger volvió a repetir sus ya añejos consejos. No tenía ningún sentido mantener el nivel de vida que la casa de la calle Welbeck les exigía. Quizá hubieran podido seguir allí, si no tuvieran que pagarles todos los caprichos al manirroto de sir Felix, pero actualmente estaban galopando hacia la ruina más absoluta. Si lady Carbury sentía el deber de ofrecerle un techo al desgraciado de su hijo, a pesar de su locura y de sus vicios, como sin duda en tanto que madre se veía en la obligación de hacerlo, entonces debía encontrar una residencia lejos de Londres. Si el joven quería permanecer en Londres, que lo hiciera a su costa y con sus propios recursos. Debía tomar una decisión y hacer algo en la vida. Quizá en India podía empezar una digna carrera como comerciante.
—Si fuera un hombre se deslomaría antes que vivir a tu costa —dijo Roger.
Pero aceptó hablar con su primo al día siguiente para convencerle; esto era, si podía encontrarle. No resultaba fácil localizar a los jóvenes que juegan toda la noche y se pasan el día cazando. Pero vendría a las doce, porque a esa hora generalmente Felix desayunaba. Luego por fin le ofreció a lady Carbury una garantía que no fue la peor parte de la conversación.
—En caso de que no te devuelva el dinero que precisas, sería un honor para mi prestarte cien libras hasta que llegue tu renta de mitad de año. —La voz de Roger cambió de tono cuando cambió de tema—: ¿Puedo ver a Henrietta mañana?
—Por supuesto, ¿cómo no? Está en casa ahora, creo.
—Esperaré a mañana, cuando venga a ver a Felix. Me gustaría que supiera que la visitaré. Paul Montague ha estado en Londres y me imagino que vino a verla, ¿no?
—Sí, vino.
—¿Y no le visteis en ninguna otra ocasión?
—También estaba en el baile de los Melmotte. Felix le consiguió una invitación, y allí coincidimos. ¿Ha vuelto a ir a Carbury?
—No, a Carbury no. Creo que fue a Liverpool por un tema de sus socios. Otro buen ejemplo de un joven ocioso. No es que Paul se parezca a sir Felix, claro está —añadió, empujado por un fuerte espíritu de honestidad.
—No seas muy duro con el pobre Felix —pidió lady Carbury.
Roger, al despedirse, pensó que era imposible ser muy duro con sir Felix Carbury.
A la mañana siguiente, lady Carbury fue al cuarto de su hijo antes de que este se levantara, y con voz tremendamente frágil le dijo que su primo Roger venía a hablar con él.
—¿Y por qué demonios quiere hablar conmigo? —dijo Felix desde la cama, sin moverse.
—Si me hablas así, Felix, me veré obligada a irme de esta habitación.
—Quiero decir, ¿con qué objeto? Sé perfectamente lo que me dirá, tan bien como si acabara de escucharlo. Está muy bien predicar sermones a la gente de bien, pero no sirve de nada con los que llevamos mala vida.
—¿Por qué dices eso? Tú eres bueno.
—Madre, me irá perfectamente, sobre todo si ese tipo me deja tranquilo. Sé jugar mis cartas, y no necesito sus consejos. Y ahora, si me dejas tranquilo, me levanto y me visto.
Lady Carbury tenía la intención de pedirle algo de dinero, pues estaba convencida de que aún lo tenía, pero le faltó valor. Si le pedía dinero y lo aceptaba, equivalía en cierto modo a reconocer que jugaba, y a aprobar tácitamente esa actividad. Aún no eran las once, por lo que era pronto para él; pero Felix había decidido largarse de la casa antes de que el pesado de su primo se presentara para propinarle su sermón. Para ello, tenía que moverse deprisa. A las once y media ya había desayunado, y había decidido cambiar de acera en la calle si era preciso, para evitarle, en dirección a Marylebone, un camino que sabía Roger jamás tomaría. Se fue a las doce menos diez, astutamente modificó el recorrido girando por la primera esquina, y justo entonces se dio de bruces con su primo. Roger, preocupado por lo que lady Carbury le había encargado, con tiempo de sobra, había llegado pronto y se había dedicado a pasear por el vecindario; aunque no pensaba en Felix, sino en la hermana del joven. El barón sintió que lo habían pillado con las manos en la masa, injustamente, pero no por ello abandonó la esperanza de huir.
—Iba a casa de tu madre para hablar contigo —abrió fuego Roger.
—¿De veras? Cuánto lo siento, tengo una cita a la que no puedo faltar. Podemos quedar otro día.
—Por diez minutos no pasará nada —dijo Roger, cogiéndole del brazo y arrastrándole de vuelta a la casa.
—Bueno, en este momento…
—Seguro que no se molesta. He venido porque tu madre me lo ha pedido, y no puedo esperar todo el día en Londres a que tengas un momento. Vuelvo a Carbury esta misma tarde, y tu amigo seguro que podrá esperar. —Su firmeza era demasiado para Felix, que no tenía valor como para apartarse de su primo con violencia física, y seguir por otro camino. Pero a medida que volvían a la casa de lady Carbury, el dinero que tenía en el bolsillo (pues aún conservaba sus ganancias) le animó, así como el recuerdo de las dulces palabras que había cruzado con Marie Melmotte después del baile, y decidió que no se dejaría avasallar por Roger Carbury. Pronto llegaría el día en que incluso lo desafiaría; casi estaba seguro de que no faltaba mucho. Sin embargo, la charla que se avecinaba le causaba una desazón y un miedo prácticamente físicos.
—Tu madre me dijo que tienes caballos —declaró Roger.
—No sé qué entiende ella por caballos. Tengo uno, el único que no vendí.
—¿Tienes un caballo solamente?
—Bueno, para ser exactos tengo un caballo de caza y otro de exhibición.
—¿Y otro en Londres?
—¿Quién te ha dicho eso? No, no es cierto. Al menos, que yo sepa. Hay uno cuya compra me han pedido que estudie, en unos establos.
—¿Y quién paga el mantenimiento de esos animales?
—En cualquier caso, no te lo he pedido a ti.
—No. Te falta valor para eso. Pero no tienes el menor escrúpulo en pedirle dinero a tu madre, aunque eso la obligue a pedírmelo a mí o a otros amigos. Has malgastado todo el dinero que te pertenecía por derecho propio, y ahora la estás arruinando a ella.
—Eso no es cierto. Aún tengo dinero.
—¿De dónde lo has sacado?
—Todo esto está muy bien, Roger, pero no creo que tengas derecho a hacerme estas preguntas. Tengo dinero. Si compro un caballo es porque puedo permitírmelo. Si compro dos, o tres, es porque tengo dinero para mantenerlos. Por supuesto que tengo deudas, pero también hay gente que me debe dinero a mí. Estoy bien, y no necesitas preocuparte.
—Entonces, ¿por qué le pides a tu madre hasta su último centavo, y después no tienes nada para pagarle lo que te ha prestado a ti?
—Puedo devolverle las veinte libras, si te refieres a eso.
—Me refiero a eso y a mucho más. Supongo que has estado jugando.
—Insisto en que no estoy obligado a contestarte, y no pienso hacerlo. Si no tienes nada más que añadir, me despido.
—Sí tengo algo más que añadir, y lo haré —Felix se dirigió a la puerta, pero Roger se le adelantó y se interpuso.
—No pienso quedarme aquí contra mi voluntad —declaró Felix.
—Vas a tener que escucharme, así que más vale que te estés quieto. ¿Quieres que el mundo te considere un rufián?
—¡Venga!
—Pues eso es lo que sucederá. Has despilfarrado todo tu dinero, y porque tu madre te quiere y es débil de carácter, te aprovechas para gastar todo lo que tiene, hasta poner en peligro su subsistencia y la de tu hermana.
—No le pido que pague mis gastos.
—¿No? ¿Y cuando le pides dinero, qué haces?
—Aquí tienes las malditas veinte libras, cógelas y dáselas —dijo Felix, extrayendo y contando los billetes de su cartera—. Cuando se las pedí, no pensaba que iba a montar este escándalo por una tontería.
Roger aceptó los billetes y se los guardó.
—¿Has terminado? —dijo Felix.
—No. ¿Pretendes que tu madre te mantenga y pague tu ropa durante toda tu vida?
—Espero ser capaz de mantenerla yo, dentro de poco, y hacerlo mejor que quienes se dicen sus amigos. La verdad, Roger, es que no tienes ni idea de lo que está en juego. Si me dejas en paz, verás que no me irá nada mal.
—No conozco a ningún joven a quien le vaya peor, ni que tenga un concepto menos moral del bien y del mal.
—Bien, esa es tu opinión. Por supuesto, disiento. No todos compartimos las mismas ideas. Ahora, por favor, tengo que irme.
Roger pensaba que no había dicho ni la mitad de lo que tenía que decirse, pero no sabía si valía la pena. ¿De qué serviría hablar con un joven que estaba desprovisto de compasión y de dignidad? El remedio a su conducta radicaba antes en la actitud de la madre, no en la del hijo. Si no fuera tan espantosamente débil, lady Carbury se apartaría de su hijo y dejaría que sufriera en la más abyecta pobreza. Eso le haría despertar, y cuando la agonía de la necesidad domara su espíritu indolente, entonces aceptaría su techo y sus alimentos con humildad y agradecimiento. Ahora que tenía dinero en el bolsillo, se dedicaría a comer y beber y darse a todos los lujos que le apeteciera, sin el menor inconveniente. Mientras nadara en la prosperidad, nada le conmovería.
—Serás la ruina de tu hermana, y le romperás el corazón a tu madre —dijo Roger por fin, con un último intento que no tuvo el menor efecto en el joven holgazán.
Cuando lady Carbury llegó al saloncito, que fue en cuanto se cerró la puerta de entrada tras su hijo, le pareció todo un éxito que Roger hubiera recuperado sus veinte libras.
—Sabía que las devolvería, si tenía dinero —dijo.
—Entonces, ¿por qué no te las dio antes?
—Supongo que no quería tocar el tema. ¿Te ha dicho si está ganando dinero en las mesas de juego?
—No, no me dijo la verdad en todo el rato que hablamos. Puedes estar segura de que así ha sido, no obstante: consigue su dinero jugando. ¿De qué otra manera puede obtenerlo? Y también te digo esto: perderá todo lo que ha ganado. Sus palabras eran las de un hombre inconsciente, sin la menor noción de la realidad. Decía que pronto será él quien proporcione un techo para Henrietta y para ti.
—¿Ha dicho eso? ¡Mi querido niño!
—¿Tú le crees?
—Oh, sí. Y es cierto, es prácticamente seguro. Habrás oído hablar de la señorita Melmotte.
—He oído hablar del gran estafador que se ha establecido en Londres, sí, y que está comprando su entrada y ascenso en la sociedad.
—Todo el mundo visita su casa ahora, Roger.
—Pues vergüenza debería darle a todo el mundo. ¿Qué sabemos de él, excepto que tuvo que abandonar París porque se había ganado la reputación de ser un canalla especialmente próspero? Bueno, cuéntame qué tiene que ver él en todo esto.
—Hay quien piensa que Felix se casará con su única hija, y no es nada descabellado. Es bien parecido, ¿no crees? ¿Quién es tan guapo y agraciado como él? Y dicen que ella heredará medio millón.
—Así que esa es la jugada, ¿eh?
—¿No te parece bien?
—No, en absoluto. Pero no llegaremos a ponernos de acuerdo en eso. ¿Puedo ver a Henrietta durante unos minutos?