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Capítulo 22 La moralidad de lord Nidderdale

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En los mentideros del mundo de los negocios de Londres se decía que la Compañía de Ferrocarril del Pacífico Sur y de México era lo mejor que existía bajo el cielo. El señor Melmotte había invertido en ella de lleno, y muchos declaraban, haciéndole una gran injusticia a ese gran hombre, Fisker, que el ferrocarril era idea del propio Melmotte, que se le había ocurrido a él y lo había lanzado e impulsado. Un tren desde Salt Lake City a México tenía, sin duda, el mismo sabor que un castillo en España. Los americanos, a pesar de ser unos descreídos, tenían imaginación. México no cuenta entre la alta sociedad londinense con una reputación de seguridad financiera ni con esa estabilidad que produce su cuatro, cinco o seis por ciento con regularidad envidiable. Pero estaba el asunto del ferrocarril de Panamá, que había rendido casi un veinticinco por ciento de beneficio, y la vía que cruzaba el continente hasta San Francisco y que había construido muchas fortunas. Se creía que a un hombre despierto que invirtiera en el ferrocarril de Melmotte le podía ir igual de bien y, sin duda, eso respondía a la actitud del señor Melmotte acerca de la compañía. El señor Fisker «había dado con una mina de oro» al convencer a su socio Montague para que hablara con el gran hombre.

El propio Paul, al que no se puede describir como un hombre despierto, en el sentido que la Bolsa le daba al término, no tenía ni idea de cómo avanzaba el asunto. En las reuniones de la junta directiva, que nunca se extendían más allá de media hora, Miles Grendall leía en voz alta dos o tres documentos. Luego Melmotte hablaba lentamente, tratando de ser alegre y de indicar triunfo, y entonces todo el mundo estaba de acuerdo, alguien firmaba algo y la junta de ese día se daba por concluida. A Paul esto le resultaba muy insatisfactorio. Más de una vez había tratado de interrumpirlos, no tanto para descalificar los procedimientos como para entenderlos o preguntar alguna duda. Pero el silencioso desprecio del presidente de la empresa le desconcertaba, y no era lo suficientemente fuerte para enfrentarse a la oposición que presentaban contra él sus colegas de la junta. Lord Alfred Grendall declaraba que «no creía que fuera necesario» y lord Nidderdale, de quien Montague ya era amigo íntimo después de las horas que pasaba en el Beargarden, le daba un codazo cariñoso en las costillas y le pedía que se callara. El señor Cohenlupe pronunciaba un pequeño discurso en inglés fluido, aunque a trompicones, y aseguraba al Comité que todo se hacía según las regulaciones aprobadas por la City. Sir Felix, después de las dos primeras reuniones, no había vuelto a aparecer. Y así, Paul Montague salía de ahí con sensación de intranquilidad mientras continuaba siendo uno de los directores de la Compañía del Ferrocarril del Pacífico Sur Central y México.

No sé si el hecho de que el resultado pecuniario fuera bueno aligeraba su carga o más bien al contrario. La empresa no llevaba constituida ni seis semanas, o al menos Melmotte no había invertido en ella hasta entonces, y ya le habían indicado dos veces a Paul que debería vender cincuenta acciones a ciento doce libras con diez centavos. No sabía ni siquiera cuantas acciones tenía, pero en ambas ocasiones consintió y, al día siguiente, recibió un cheque por valor de seiscientas veinticinco libras, una cifra que representaba un beneficio enorme en comparación con el precio original de la acción. Fue Miles Grendall quien le sugirió que vendiera, y cuando Paul le preguntó cómo se habían repartido las acciones, le dijeron que todo dependía del capital inicial invertido y de la disposición final de la ley de propiedad de California. «Pero, por lo que veo, amigo», le dijo Miles, «no creo que tengas nada de que preocuparte. Pareces el mejor de todos. Melmotte no te aconsejaría que vendieras gradualmente si no creyera que el retorno está garantizado».

Paul Montague no entendía nada de todo esto y sentía que estaba en arenas movedizas y que en cualquier momento se hundiría para siempre. La incertidumbre, y lo que temía que en realidad fuera deshonestidad, de todo el montaje le provocaba gran tristeza; eran los momentos en los que su conciencia intentaba poner orden en su confusión. Pero otras veces sentía un triunfo desbordante cuando pensaba en el dinero que estaba ganando. Aunque en la junta no le hicieran caso cuando pedía explicaciones, fuera de la compañía su reputación había crecido, y hasta los que pertenecían a la empresa le mostraban deferencia. Melmotte le había invitado a cenar dos o tres veces y el señor Cohenlupe le había suplicado que aceptara su invitación para visitar Rickmansworth. Lord Alfred siempre se portaba amablemente con él y Nidderdale y Carbury estaban ansiosos por incluirle en su grupo de amistades. Muchas puertas se abrieron para él a raíz de su entrada en la junta. Aunque Melmotte supuestamente era el genio tras la idea, se sabía que Fisker, Montague y Montague eran la empresa que había cuidado del germen del ferrocarril, y también que Paul Montague era uno de los Montague cuyo apellido figuraba en esa sociedad. La gente de la City y también de la alta sociedad estaba convencida de que Paul entendía todo lo que sucedía y le trataban como si parte del maná que caía del cielo estuviera a su disposición, lo cual no podía sino complacer al joven. Resistía la tentación parcialmente: aunque a veces se decidía a investigar hasta las últimas consecuencias, eso solo sucedía en ciertas ocasiones. El dinero, en fin, le gustaba. Pronto se agotaría el tiempo durante el que había prometido no hacerle ninguna propuesta de matrimonio a Henrietta Carbury. Cuando eso sucediese, sería espléndido contar con los medios suficientes para darle a una esposa una casa confortable. En sus aspiraciones y sus miedos tenía a Hetta Carbury como única guía, y la convirtió en el centro de sus esperanzas. Sin embargo, si Hetta lo hubiera sabido, quizá le habría pedido que la apartara de su corazón.

Había otros directores que también experimentaban un cierto desasosiego y tendencia a quejarse al gran director, debido a una preocupación de signo completamente distinto a la que afligía a Montague. No habían invitado ni a sir Felix Carbury ni a lord Nidderdale a vender sus acciones y, en consecuencia, aún no habían recibido pago alguno por el uso de sus apellidos. Sabían que Montague sí las había vendido, aconsejado por Grendall. Paul no se escondía del hecho, y se lo había contado a Felix, a quien algún día esperaba considerar su cuñado. También le había dicho cuánto había producido la venta, y los dos hombres habían tratado de comprender el origen del beneficio. Si el precio inicial de las acciones era de cien libras y Montague había obtenido doce libras de beneficio sobre cada acción, se suponía que el capital inicial se reinvertía en más acciones. Pero hasta aquí llegaban, y ambos admitían que el asunto los superaba. Montague había escrito a Hamilton K. Fisker a San Francisco, pidiéndole explicaciones, pero aún no había recibido respuesta. Sin embargo, no era el dinero del que Montague disfrutaba lo que preocupaba a Nidderdale y Carbury. Entendían que Paul había sido el primero en invertir dinero, en no poca cantidad, y por lo tanto que fuera también el primero en obtener réditos les parecía natural. Tampoco le reprochaban a Melmotte sus propias decisiones, pues era un gran hombre. De lo que se traía entre manos Cohenlupe no sabían nada, pero era un experto en bolsa y probablemente también habría aportado capital. Cohenlupe era demasiado discreto como para que preguntasen por él. Sí sabían, no obstante, que lord Alfred había vendido acciones y obtenido beneficio, y también que era completamente imposible que lord Alfred hubiera aportado un centavo propio. Si lord Alfred Grendall tenía derecho a cosechar sin sembrar, ¿por qué ellos no? Y si aún no había llegado su momento, ¿por qué motivo sí era la hora de lord Alfred? En el caso de que fuera por miedo a las acciones que lord Alfred pudiera emprender si no recibía dinero fresco rápidamente, ¿qué tenían que hacer ellos para inspirar el mismo temor? Lord Alfred pasaba muchas horas con Melmotte, casi tantas que se había convertido prácticamente en su criado personal, y la conclusión es que de ahí procedía su disfrute anticipado del dinero. Sin embargo, los dos jóvenes no estaban del todo convencidos.

—No has vendido acciones aún, ¿verdad? —preguntó sir Felix a lord Nidderdale en el club. Nidderdale asistía como un reloj a las reuniones de la junta directiva y Felix temía que él también hubiera cobrado.

—Ni una acción.

—Y no has cobrado beneficios.

—Ni un chelín. De momento, el único dinero que yo he metido en esto es la cena que le pagué a Fisker.

—Entonces, ¿qué ganas yendo a las reuniones?

—No lo sé. Supongo que algo saldrá de esto.

—Mientras, nos hemos jugado el nombre y la reputación. Y es Grendall quien está sacando tajada.

—Pobre tipo —dijo el otro—. Si le va tan bien, Miles debería repartir algo de lo que está ganando. Creo que deberíamos decirle que tenga el dinero listo, para cuando llegue la factura de Vossner.

—Pues sí, me parece buena idea. Digámosle eso. ¿Se lo dices tú?

—No creo que sirva de nada. Parece antinatural pedirle que pague nada.

—Antes los hombres pagaban sus deudas —dijo sir Felix, que aún poseía fondos y un considerable puñado de pagarés.

—Pues ya no lo hacen, a menos que les apetezca. ¿Cómo se libraba uno de pagar las deudas antes?

—Se arruinaba, desaparecía y nadie oía hablar de él nunca más —dijo sir Felix—. Como si hubieran descubierto que hacía trampas a las cartas. Si pasara esto ahora, ¡nadie diría nada!

—Yo no lo haría tampoco —declaró lord Nidderdale—. ¿De qué sirve ser una mala bestia? No soy muy creyente, pero creo en eso de perdonar a la gente. Por supuesto que hacer trampas no está bien, ni tampoco que un hombre juegue si no puede hacer frente a sus deudas de juego. Pero no me parece que sea peor que emborracharse como una cuba, como hace Dolly Longestaffe, o pelearse con todo el mundo, como hace Grasslough, o tratar de casarse con una pobre chica solo porque tiene dinero. Creo en vivir en casas de cristal, pero no en arrojar piedras. ¿Lees la Biblia, Carbury?

—¡La Biblia! Bueno…, sí y no. Supongo que… Hace tiempo, sí.

—A menudo pienso que yo nunca habría sido el primero en tomar una piedra y arrojarla contra la pobre mujer. Vive y deja vivir, ese es mi lema.

—Pero, ¿estás de acuerdo conmigo en que hay que hacer algo con respecto a esas acciones? —insistió sir Felix, pensando que tampoco había que llevar la doctrina del perdón tan lejos.

—Eso sí, por supuesto. Le diré a Grendall que le dejo vivir con todo mi corazón, pero que él también debería dejarme vivir un poco a mí. ¿Quién le pone el cascabel al gato?

—¿Qué gato?

—No sirve de nada hablar con Grendall ni con el padre ni con el hijo —declaró lord Nidderdale, que sabía lo que se decía—. Uno gruñirá sin decir nada y el otro soltará cualquier mentira que le pase por la cabeza. No, el gato en este caso es nuestro grandísimo director, Augustus Melmotte.

Este intercambio tuvo lugar el día después de que Felix Carbury volviera de Suffolk y en un momento de su vida en que, como sabemos, su único objetivo era obtener el consentimiento del viejo Melmotte para que su hija se casara con él. Eso ya era bastante cascabel para ese gato, en su opinión. En lo más profundo de su corazón, Melmotte le aterrorizaba. Pero como bien sabía Felix, Nidderdale también quería la mano de Marie. Era un tipo raro, ese Nidderdale, con su mención a la Biblia, a perdonar faltas y a las herederas con las que casarse. Carbury sabía que Nidderdale pretendía a la chica, y lo mismo valía al revés. ¡Y Nidderdale había sido tan obvio en su mención del tema! Para luego preguntar con todo el descaro quién le ponía el cascabel al gato.

—Tú vas por allí más a menudo que yo —dijo sir Felix—, así que quizá sea mejor que se lo comentes tú.

—¿Que voy por dónde?

—A la junta.

—Pero tú, en cambio, te pasas el día en su casa. Conmigo sería cortés y educado porque soy un lord, pero, por la misma razón, pensará que soy un idiota.

—No veo por qué —dijo sir Felix.

—No le tengo miedo, si es que insinúas eso —continuó lord Nidderdale—. Es un viejo chanchullero y no dudo que nos arrancaría la piel a tiras a ti y a mí si creyera que con eso ganaría un chelín. Pero tengo suerte de que no pueda hacerlo, y en conjunto creo que le gusto bastante, porque siempre he sido honesto con él. Si fuera su elección, sabes que la chica sería mía mañana mismo.

—¿Y te la quedarías? —preguntó sir Felix. No dudaba de la aseveración de su amigo, pero no sabía qué replicar a eso.

—Pero es que ella no me quiere a mí, y lo cierto es que no estoy muy seguro de querer quedarme con ella… ¿Te imaginas tener que arrostrar con ella si el dinero desapareciera de repente?

Lord Nidderdale se alejó con discreción, dejando al barón profundamente sumido en la reflexión de cómo serían las cosas tal y como las había descrito su amigo. Qué espanto si él, sir Felix Carbury, se casaba con la chica y descubría que no había dinero.

El viernes siguiente, día de junta directiva, Nidderdale se dirigió a las oficinas del gran hombre en Abchurch y se las arregló para entrar en la sala al mismo tiempo que Melmotte. Este siempre era exquisito en su trato con lord Nidderdale, pero hasta entonces jamás había abordado ningún tema de negocios cuando hablaba con su supuesto yerno preferido. El lord dijo, mientras se dejaba caer sobre uno de los brazos del sillón de Melmotte:

—Quería preguntarle algo.

—Lo que usted desee, milord.

—¿No cree que Carbury y yo deberíamos tener derecho a vender algunas acciones?

—No. Si me lo pregunta, esa sería mi respuesta.

—¡Ah! Vaya, no lo sabía. ¿Y por qué no deberíamos vender acciones, igual que los demás?

—¿Acaso usted y sir Felix han invertido dinero en la empresa?

—Bueno, si vamos a eso, no, creo que no. ¿Cuánto ha invertido lord Alfred?

—Yo he comprado las acciones de lord Alfred —dijo Melmotte, haciendo hincapié en el sujeto de la frase—. Si decido adelantarle el dinero a lord Alfred Grendall, supongo que puedo hacerlo sin tener que pedir su consentimiento ni el de sir Felix Carbury.

—Por supuesto, por supuesto. No era mi intención preguntar qué hace usted con su dinero.

—Estoy seguro de que así es y, por lo tanto, no cabe hablar más de ello. Si espera un poco, lord Nidderdale, verá que todo terminará bien. Si tiene usted unos miles de libras y no sabe qué hacer con ellas, inviértalas en la empresa. Luego podrá vender las acciones, y con beneficios. De momento, se supone que si lo hace en un plazo de tiempo razonable, podrá optar a un puesto de director, y por eso se le han asignado acciones, pero no puede venderlas aún.

—Ah, claro —dijo lord Nidderdale, fingiendo entenderlo todo.

—Si las cosas van como espero entre usted y Marie, podrá optar a cualquier número de acciones que desee. Es decir, si su padre acepta un acuerdo razonable.

—Espero que sí, sin duda —dijo Nidderdale—. Gracias, quedo su seguro servidor, y yo se lo explicaré todo a Carbury.

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