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Capítulo 20 Ruby Ruggles escucha una historia de amor

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El plan a medio formar de Roger Carbury de quedarse cenando con Hetta en casa mientras lady Carbury y sir Felix se iban a Caversham se vino abajo. Solo pensaba ponerlo en práctica si Hetta aceptaba su propuesta, pero, en realidad, ni él le había propuesto nada ni Hetta había aceptado. Cuando llegó la noche, lady Carbury se preparó para salir con su hijo y su hija, y Roger se quedó solo. En su día a día, estaba acostumbrado a la soledad. Durante gran parte del año comía y cenaba y vivía sin compañía alguna, así que esta ausencia no tenía por qué hacerle sentir especialmente triste. Sin embargo, no pudo evitar reflexionar sobre la soledad de su vida, en esa ocasión. Sus primos, que eran invitados en su casa, no se preocupaban por él en lo más mínimo. Lady Carbury se había presentado allí para aprovecharse, sir Felix ni siquiera fingía tratarle con cortesía y la propia Hetta, aunque era amable y dulce, lo hacía más bien por piedad que por amor. No le había pedido nada esa tarde, era cierto, pero casi creía que si se lo pedía, ella le diría que sí. Y sin embargo, cuando le habló de lo mucho que la quería y de que siempre sería así, ella guardó silencio. A medida que el carruaje que los llevaba a la cena de Caversham se alejaba, Roger se quedó mirándolo desde el puente mientras escuchaba los cascos de los caballos y se decía que no tenía nada por lo que vivir.

Si alguna vez un hombre se había portado bien con otro, ese era él para con Paul Montague, y ahora este le había robado lo que más quería en el mundo. No pensaba con lógica ni con exactitud. Cuanto más lo pensaba, más condenaba a su antiguo amigo. Roger nunca mencionaba los favores que Montague le debía. Al hablar con Hetta, solamente había aludido al afecto mutuo que se tenían ambos, pero Roger pensaba que Montague debía devolverle esos favores no enamorándose de la muchacha que él había escogido. Y que si había sucedido sin querer, sin darse cuenta, tenía que retirarse de la carrera en cuanto descubriera que Roger tenía los ojos puestos en Hetta. No lograba perdonar a su amigo, aunque Hetta le asegurase que Paul jamás la había cortejado. Roger estaba decepcionado, y era culpa de Paul. Si no hubiera estado en Carbury cuando Hetta los visitó, quizá a estas alturas Hetta sería la señora de la casa. Roger se quedó sentado hasta que un criado vino a anunciarle que la cena estaba servida. Entró y comió para que nadie se diera cuenta de su abatimiento y después de la cena fingió sentarse a leer. Pero no leyó una sola palabra, pues su mente estaba fija en su prima Hetta. «Qué pobre criatura es el hombre», se dijo, «que no es lo bastante dueño de sí como para dominar un sentimiento como este».

En Caversham, por otra parte, se celebraba una fiesta por todo lo alto, tanto como puede hacerse en el campo. Estaban el conde y la condesa de Loddon y lady Jane Pewet de Loddon Park, el obispo y su esposa y los Hepworth. Estos, junto con los Carbury, la familia del prelado y los otros invitados, sumaban veinticuatro sentados a la mesa. Como había catorce damas y solo diez caballeros, no se podía decir que el banquete se hubiera organizado muy bien. Pero las cosas en el campo no se pueden ejecutar con la misma exactitud que en Londres y, además, los Longestaffe, aunque seguían la moda, no tenían fama de ser muy precisos en estos temas. Pero lo que faltaba en meticulosidad lo compensaban con esplendor. Tenían tres criados con peluca y librea, y en esta parte del campo solamente lady Pomona gozaba de esa situación. También tenían un mayordomo corpulento, cuya mera apariencia aportaba prestancia a la familia. El gran salón en el que nadie pasaba ni un momento se abrió, y se quitaron las sábanas que cubrían los sofás y las sillas que nadie utilizaba de ordinario. Solo se hacía una vez al año en Caversham, pero cuando sucedía, no se escatimaba en gastos para contribuir a la magnificencia de la gala. Lady Pomona y sus dos altas hijas se levantaron para recibir a la bajita condesa de Loddon y a lady Jane Pewet, que era la imagen de la madre a una escala menor. La señora Melmotte y Marie se quedaron atrás, apartadas como si se avergonzaran; eran una estampa digna de verse. Entonces llegaron los Carbury y, después, la señora Yeld y el obispo. La gran sala pronto se hubo llenado, pero nadie tenía mucho que decir. Por lo general, el obispo era un hombre que sabía dar conversación, capaz de hablar una hora seguida sin despeinarse. Pero en esta ocasión nadie rompía el silencio. Lord Loddon tartamudeaba, haciendo débiles intentonas que nadie secundaba. Lord Alfred era una estatua que se acariciaba el bigote gris con la mano. El gran hombre, Augustus Melmotte, se puso los pulgares en el chaleco y permaneció impasible. El obispo se dio cuenta de un vistazo de lo desesperado de la situación y no hizo ningún intento por cambiarlo. El dueño de la casa estrechó la mano de todos sus invitados y se dedicó a sobrevivir el momento. Lady Pomona y sus hijas eran dignas de ser miembros de la familia real, por su actitud y su belleza, pero estaban cansadas y no eran demasiado listas. De acuerdo con el tratado, la señora Melmotte había sido atendida con educación durante cuatro días enteros. No se podía esperar que las damas de Caversham salieran incólumes de tamaño esfuerzo.

Cuando se anunció que la cena estaba lista, sir Felix tomó la mano de Marie Melmotte para acompañarla. No cabía duda de que las damas de Caversham cumplían su parte del trato. Creían que dicho noviazgo era del gusto de los Melmotte y por eso contribuyeron a él. El propio Augustus entró en el comedor con lady Carbury a su lado, para gran satisfacción de la dama. Tampoco había estado muy lucida en el salón, pero ahora era su momento.

—Espero que le guste Suffolk —dijo.

—Ah, sí. Está bien, muy bien. Un lugar muy bonito para tomar aire fresco.

—¡Exactamente, señor Melmotte! Cuando es verano, las flores están preciosas.

—Tenemos flores más bonitas en Londres, en los balcones de mi casa, que las que veo aquí.

—Sin duda, pues usted es el dueño de las flores a nivel mundial, señor Melmotte. ¿Qué no puede hacer el dinero? Convierte una calle de Londres en un seto de rosas y construye grutas encantadas en Grosvenor.

—Londres es una ciudad hermosa, sí que lo es.

—Siempre que uno tenga dinero, señor Melmotte.

—Y si no se tiene, es el mejor lugar para encontrarlo. ¿Usted vive en Londres, señora? —Había olvidado que lady Carbury había pisado su casa, y cuando se la habían presentado, ni siquiera había cazado su nombre al vuelo.

—Sí, claro, vivo en Londres. Tuve el honor de asistir a una de sus veladas, de hecho —dijo lady Carbury con su sonrisa más dulce.

—Ah, ¿de veras? Tengo tantos invitados que a veces me olvido de quién viene.

—¿Y por qué no debería, señor Melmotte? Con tanta gente a su alrededor, no es de extrañar que se olvide usted de algunas personas. Soy lady Carbury, la madre de sir Felix Carbury, a quien usted quizá recuerde.

—Ah, sir Felix. Sí, lo conozco. Está ahí, sentado al lado de mi hija.

—¡Qué feliz casualidad!

—No sé. Los jóvenes de hoy en día encuentran su felicidad de otras maneras. Tienen otras cosas en las que pensar.

—Felix solo piensa en su trabajo.

—Ah, no lo sabía.

—Pertenece a una de sus juntas directivas, señor Melmotte.

—¡Ah, así que ese es su trabajo! —exclamó el señor Melmotte, con una sonrisa lobuna.

Lady Carbury era bastante lista y estaba al tanto de lo que sucedía a su alrededor, pero no sabía demasiado de la City e ignoraba profundamente cuáles eran las funciones de los directores cuyos nombres de vez en cuando aparecían en los diarios.

—Se esfuerza mucho, pues, como le decía, le importa su trabajo sobremanera —prosiguió— y sabe que es un gran privilegio disfrutar de las ventajas de su guía y su consejo.

—No me molesta mucho, señora, y yo a él tampoco.

Después de eso, lady Carbury no dijo nada más acerca de la posición de su hijo en la City. Trató de tocar varios temas de conversación, pero el señor Melmotte no seguía su sutil danza. Tras un rato, lo abandonó, desesperada, y se entregó a las diatribas a favor del protestantismo impelidas por el párroco de Caversham, que estaba sentado a su otro lado y que se había entusiasmado al escuchar el nombre del padre Barham.

Frente a ella, casi en diagonal, estaban sir Felix y su amada.

—Se lo he dicho a mamá —había susurrado Marie mientras entraba con él en el salón. Ahora vivía con esa idea, común en todas las chicas enamoradas, de que podía contárselo todo a su amante.

—¿Y qué ha dicho? —preguntó Felix.

Marie tuvo que sentarse y arreglar su vestido antes de contestar, ante lo cual él añadió:

—Aunque me dijiste que no importaba mucho lo que opinara.

—Dijo más de lo que esperaba. Cree que papá te rechazará porque no eres lo bastante rico. ¡Espera! Habla de otra cosa o la gente se enterará.

No pudo decir más antes de que se les acercaran los demás invitados. Puesto que Felix no estaba muy ansioso por hablar de amor con el padre de la novia a menos de dos codos, cambió de tema sin la menor objeción.

—¿Has ido a montar?

—No, aquí casi no hay caballos, al menos no para los invitados. ¿Cómo volviste a tu casa? ¿Te pasó algo? ¿Tuviste alguna aventura?

—Ninguna —replicó Felix, pensando en Ruby Ruggles—. Monté hasta llegar a Carbury, tranquilamente. Mañana vuelvo a Londres.

—Nosotros regresamos el miércoles. No se te olvide venir a vernos antes de que pase mucho tiempo —dijo ella, bajando la voz.

—Por supuesto que lo haré. Supongo que será mejor que vaya antes de que tu padre se dirija a la City para trabajar. ¿Va cada día?

—Sí, sí, cada día. Siempre regresa hacia las siete. A veces está de buen humor cuando vuelve, aunque otras no. Lo mejor es pillarlo después de la cena, pero entonces suele estar muy ocupado. Casi siempre está Lord Alfred y luego viene más gente, y juegan a las cartas. Creo que sería mejor si lo vas a ver a su despacho.

—¿No te echarás atrás, Marie? —preguntó él.

—Claro que no. Ahora que lo he decidido, nada me hará cambiar de opinión. Creo que papá lo sabe. —Felix la miró cuando dijo esto y creyó leer en su expresión mucho más de lo que jamás había visto. Quizá fuera capaz de aceptar fugarse con él y, de ser así, como era hija única, seguro que la perdonarían. Pero si se fugaba y se casaba con ella para luego descubrir que no la perdonaban y que Melmotte no abría el cofre del tesoro ni le daba un chelín de su fortuna, ¿qué sería de Felix? Pensándolo bien, y considerando todos los gastos y molestias que la empresa conllevaba, Felix decidió que no valía la pena fugarse con Marie Melmotte.

Después de cenar apenas habló con la joven; la propia estancia, la misma en la que se habían reunido antes de la cena, no parecía apta para mantener una conversación agradable. De nuevo, nadie abría la boca y los minutos pasaban como pesados cañonazos, hasta que finalmente llegaron los carruajes para llevarse a los invitados a sus casas.

—Se han preocupado de que te sentaras a su lado durante la cena —dijo lady Carbury tan pronto como subieron al carruaje.

—Bueno, eso es algo natural: una joven dama y un caballero, supongo.

—Eso nunca tiene nada de natural, siempre hay alguien que lo ha organizado. No lo habrían hecho si no creyeran que al señor Melmotte le gustaría. Ay, Felix, ¡si lo lograses!

—Lo intentaré, madre, pero no dramatices.

—No, te prometo que no lo haré. No te extrañes si me ves tan ansiosa. Te has portado espléndidamente con ella durante la cena. Me has hecho tan feliz esta noche… ¡Que Dios te bendiga! —añadió, y se dirigió a su habitación, aún diciéndose—: Si esto sale bien, seré la madre más orgullosa de toda Inglaterra.

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