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Capítulo 13 Los Longestaffe

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El señor Adolphus Longestaffe, caballero de Caversham en Suffolk y de Pickering Park en Sussex, se había encerrado cierta mañana durante casi una hora con el señor Melmotte en la calle Abchurch para hablar de sus asuntos privados y estaba a punto de abandonar la estancia con expresión insatisfecha. Hay hombres, y de provecta edad también, que piensan, pese a que ya deberían saber cómo es el mundo, que basta con encontrar la Medea adecuada para ellos, una que se ocupe de hacer hervir el caldero y así cocinar sus fortunas arruinadas de forma que ellos salgan como nuevos, frescos e impasibles. Este tipo de hechiceros estaban muy solicitados en la City, y en verdad las calderas seguían hirviendo, aunque el resultado del proceso raras veces terminaba en un rejuvenecimiento absoluto. No había existido una mejor Medea que el señor Melmotte, al menos en cuanto a su potencia financiera, y el señor Longestaffe creía que si lograba que el nigromante echara un somero vistazo a sus asuntos, todo terminaría bien. Pero el susodicho nigromante le había explicado al caballero que la propiedad no se creaba agitando ninguna varita mágica ni hirviendo pagarés en un caldero. El señor Melmotte confesaba ser capaz de aliviar la presión financiera que asolaba al señor Longestaffe a la mayor brevedad, transformando una propiedad en liquidez, y también podía averiguar el valor de mercado de dicha propiedad, pero no podía crear dinero de la nada.

—Solamente tiene usted una renta personal, señor Longestaffe.

—Correcto. Es lo que suele pasar con las propiedades familiares en el campo, señor Melmotte.

—Exacto. Y por lo tanto, no dispone usted de nada más. Su hijo, por supuesto, podría sumarse a la iniciativa, y en ese caso podría usted vender una de las dos propiedades.

—No podemos vender Caversham, señor. Mi esposa y yo residimos allí.

—¿Y su hijo no acepta vender la otra propiedad?

—No se lo he preguntado directamente, pero nunca hace nada de lo que le pido. Supongo que no aceptaría usted Pickering Park a cambio de un alquiler de por vida.

—No, creo que no, señor Longestaffe. A mi esposa no le gusta la incertidumbre.

Así pues, el señor Longestaffe se despidió envuelto en un sentimiento de orgullo aristocrático herido. Su propio abogado habría conseguido tan pocos resultados como él, y no tendría que haberle invitado a Caversham, como había hecho con el señor Melmotte. Desde luego, no habría invitado a la mujer y a la hija de su abogado. Al menos había logrado que el gran hombre le prestara unos pocos miles de libras, a un tipo de interés a convenir con el secretario del gran hombre, y lo había conseguido meramente contra la garantía del alquiler de una casa que poseía en la ciudad. Eso había sido incluso fácil, sin la demora que generalmente tenía lugar entre que se expresaba del deseo de dinero y se adquiría el mismo, y le había gustado. Pero ya empezaba a ocurrírsele que esa gratificación le costaría cara. Además, en aquel momento, Melmotte se le hacía odioso por otro motivo. Se había rebajado a pedirle a Melmotte que le hiciera director de la compañía de ferrocarril que el otro impulsaba y se había negado. ¡Le había dicho que no a él, Adolphus Longestaffe de Caversham! El señor Longestaffe se había rebajado aún más:

—¡Pero si lord Alfred Grendall forma parte de esa junta directiva! —dijo quejumbrosamente.

Ante lo cual el señor Melmotte procedió a explicarle que lord Alfred poseía aptitudes peculiares que le hacían idóneo para el puesto.

—Estoy seguro de que yo puedo hacer lo mismo que él —afirmó el señor Longestaffe.

Pero el señor Melmotte, frunciendo el ceño y hablando con cierta dureza, replicó que el número de directores ya estaba completo. Desde que dos duquesas habían visitado su casa, el señor Melmotte empezaba a pensar que tenía derecho a avasallar a cualquiera, especialmente a un caballero sin título nobiliario que le pedía entrar en su junta directiva.

El señor Longestaffe era un hombre alto y corpulento, de unos cincuenta años, con pelo y patillas cuidadosamente teñidos y ropa cortada de forma impecable, aunque siempre parecía que le fuera un poco estrecha; era alguien que dedicaba mucho tiempo a su aspecto personal. No es que se creyera atractivo, pero estaba especialmente orgulloso de su porte aristocrático. Albergaba la idea de que todas las personas entendidas en el asunto percibirían, con una sola mirada, que era un caballero de irreprochable estirpe y un hombre que sabía vestir a la moda. Estaba intensamente orgulloso de su posición en la vida, y se creía superior a todos los que trabajaban para ganar dinero. Por supuesto que había caballeros de muchos tipos, pero el representante de un caballero inglés, el modelo de todos ellos, era el que poseía tierras, títulos de propiedad familiares, una residencia antiquísima, muchos retratos de sus antepasados, algún que otro escándalo y una ausencia absoluta de cualquier tipo de empleo en toda la familia. Hasta empezaba a mirar con desprecio a los miembros de la nobleza, pues a muchos hombres de peor linaje los habían nombrado lords. Además, puesto que se había alzado y peleado cuatro o cinco veces por su patria, opinaba que un escaño en la Cámara era más bien señal de un origen humilde. Era, en suma, un estúpido al que ni se le había ocurrido la idea de ser útil para nadie, pero que se regía por una cierta noción de cómo debía comportarse la nobleza. Su posición le compelía a hacer muy poco y le impedía hacer muchas cosas. No podía ser tacaño con el dinero. Sí podía dejar sin pagar las facturas de su sastre, carnicero y otros proveedores hasta que los comerciantes perdieran la paciencia, pero no podía examinar la cuenta de gastos que le presentaban. Podía ser un tirano con sus criados, pero no preguntar por el vino que consumían cuando estaban en la zona del servicio. No sentía la menor piedad hacia sus inquilinos si cazaban sin su permiso, pero no se decidía a subirles el alquiler. Esa era su teoría vital, y trataba de vivir en consonancia, pero lo cierto es que ese empeño apenas le había proporcionado satisfacciones, ni a él ni a su familia.

En aquel momento, lo que más deseaba era vender la propiedad más pequeña y así aligerar las cargas de la otra. La responsabilidad de la deuda no era enteramente suya, al fin y al cabo, y estaba convencido de que la venta beneficiaría a la familia, no solo a él. Favorecería a su hijo, que disfrutaba de una tercera propiedad que ya había conseguido hipotecar por su cuenta. El padre no soportaba que alguien le dijera que no y temía que el hijo declinara la oferta. «Pero Adolphus también necesita dinero, como el que más», había dicho lady Pomona. Él había negado con la cabeza, hecho un aspaviento y suspirado con escepticismo. Las mujeres no entendían nada de dinero. Después de salir encogido del despacho del señor Melmotte, se dirigió a la oficina de su abogado en Lincoln Inn. Tuvo que decirle que el título de propiedad de su casa en Londres era la garantía del préstamo de unos miles de libras que Melmotte le había concedido. El señor Longestaffe sentía que el mundo en general era muy duro con él.

—¿Qué demonios vamos a hacer con ellos? —dijo Sophia, la hija mayor de la señora Longestaffe, a su madre.

—Creo que es una vergüenza para papá —dijo Georgiana, la segunda hija—. Desde luego, no veo por qué tenemos que invitarlos.

—No os preocupéis, yo me ocuparé de todo —dijo lady Pomona con voz cansada.

—Pero, ¿de qué sirve invitarlos? —objetó Sophia—. No digo que no vayamos a una de sus horribles fiestas en Londres, porque va todo el mundo. No hace falta hablar con ellos y después ni siquiera hay que fingir conocerles. En cuanto a la chica, creo que si la viera, ni siquiera la reconocería.

—Sería estupendo que Adolphus se casara con ella —dijo lady Pomona.

—Dolly jamás se casará con nadie —dijo Georgiana—. ¡Menuda idea, que se tome la molestia de pedirle a una chica que se lo quede! Además, no vendrá a Caversham ni a rastras. Si esa es la jugada, mamá, no funcionará.

—¿Por qué iba Dolly a casarse con esa criatura? —dijo Sophia.

—Porque a todo el mundo le gusta el dinero —dijo lady Pomona—. No tengo la menor idea de lo que va a hacer vuestro padre ni por qué nunca hay suficiente dinero para nada, porque yo desde luego no lo gasto.

—No creo que hagamos nada especialmente mal —dijo Sophia—. No sé cuánto ingresa papá, pero si tenemos que seguir viviendo, no se me ocurre qué podemos cambiar.

—Siempre ha sido así, desde que tengo recuerdo —dijo Georgiana— y no pienso preocuparme más del tema. Supongo que a los demás les pasa lo mismo, solo que nosotros no lo sabemos.

—Pero, queridas, ¡tenemos que invitar a los Melmotte!

—Bueno, si no somos nosotros, alguien tendrá que hacerlo. Tampoco voy a preocuparme por eso. Supongo que bastará con un par de días.

—Se quedan una semana entera.

—Entonces más vale que papá los lleve a pasear, y punto. Qué cosa más absurda. ¿Qué gana papá con invitarlos?

—El señor Melmotte es fabulosamente rico —dijo lady Pomona.

—Pero no va a darle su dinero así como así —continuó Georgiana—. Bueno, no voy a intentar entenderlo, pero menudo barullo para nada. Si papá no tiene dinero para mantener la casa, ¿por qué no se va al extranjero durante un año? Los Sidney Beauchamps hicieron eso, y las hermanas se lo pasaron bien en Florencia. Allí fue donde Clara Beauchamp conoció al joven lord Liffey. A mí no me importaría nada cambiar de aires, pero, desde luego, me parece horrible tener que recibir a esa gentuza en Caversham. Nadie sabe quiénes son, de dónde proceden o qué será de ellos.

Así habló Georgiana, la hermana más responsable de los Longestaffe y, en cualquier caso, la que poseía la lengua más afilada.

Esta conversación tenía lugar en el salón de la casa familiar de los Longestaffe en la calle Bruton. No era una residencia encantadora ni por asomo, pues poseía muy pocos de los lujos y detalles elegantes que en los últimos años se han añadido a las residencias londinenses de nuevo cuño. Era oscura e incómoda, con salones demasiado grandes, habitaciones mal situadas y muy poco espacio para los criados. Pero se trataba de la antigua residencia familiar, y tres o cuatro generaciones de Longestaffe habían vivido allí sin disfrutar de la radical novedad que se estaba imponiendo, y que al señor Longestaffe le resultaba especialmente desagradable. Queen’s Gate y los barrios de los alrededores eran, según el señor Longestaffe, pasto de los comerciantes opulentos. Incluso Belgravia, aunque tenía más categoría aristocrática, olía a recién llegados. Muchos de los que vivían allí jamás habían sido dueños de residencias londinenses como las familias de toda la vida. Las antiguas calles que unían Picadilly y Oxford, situadas en una o dos zonas conocidas al sur y al norte de dichos límites, eran los lugares adecuados para una residencia respetable. Cuando lady Pomona, aconsejada por una amiga de alto copete pero de gusto dudoso, había sugerido mudarse a la plaza Eaton, el señor Longestaffe había mirado a su mujer con incrédula desconfianza y había reprobado su sugerencia. Si la calle Bruton no era lo bastante buena para ella y para sus hijas, entonces podían quedarse en Caversham. La amenaza de un confinamiento permanente en Caversham siempre se repetía, pues el señor Longestaffe, con lo orgulloso que estaba de su hogar, cada año se ponía más nervioso en un vano intento de ahorrarse el gasto de la expedición anual. Los vestidos y los caballos de sus hijas, el carruaje de su mujer y el suyo propio, sus aburridas veladas en Londres y el baile que lady Pomona siempre estaba obligada a celebrar le impulsaban a mirar el final del mes de julio con más temor que cualquier otra época. Era más o menos el momento en que empezaba a estimar cuánto le costaría la temporada londinense de su familia. Sin embargo, jamás las había convencido para que se quedaran todo el año en el campo. Las chicas, que no sabían nada del Continente más allá de París, ya habían dicho que querían viajar a Alemania e Italia durante doce meses, pero también habían dejado claro, con todos los medios a su alcance, que se rebelarían contra las intenciones de su padre de que permanecieran en Caversham durante la temporada de Londres.

Georgiana acababa de terminar su enérgica protesta contra los Melmotte cuando su hermano entró en el salón. Dolly no solía aparecer por la casa de la calle Bruton. Tenía su propio apartamento y raras veces se dejaba convencer para cenar con su familia. Su madre le escribía notas sin fin, cada día, invitaciones de todo tipo: para cenar, para ir al teatro con ellas, para asistir al baile o a tal o cual velada. Dolly no las solía leer y nunca respondía. Las abría, las guardaba en algún bolsillo y procedía a olvidarlas. En consecuencia, su madre le idolatraba e incluso sus hermanas, que le superaban intelectualmente, le trataban con cierta deferencia. Podía hacer lo que le venía en gana, mientras que ellas se sentían esclavas del deber, obligadas por la pesadez del régimen de vida de los Longestaffe. La libertad de la que disfrutaba era increíble, desde el punto de vista de ellas, y muy envidiable, aunque eran conscientes de que la había usado para empobrecerse, a pesar de su fortuna inicial.

—Mi querido Adolphus —dijo la madre—. Qué amable por tu parte.

—Pues sí que lo es —convino Dolly, dejándose besar.

—Ay, Dolly, ¿quién iba a pensar que te veríamos hoy? —dijo Sophia.

—Servidle té —ordenó su madre. Lady Pomona siempre tenía el té listo para servir, desde las cuatro de la tarde hasta que se vestía para la cena.

—Preferiría soda con brandy —respondió Dolly.

—¡Mi querido muchacho!

—Bueno, no lo he pedido, y tampoco espero que me lo sirvas. No es que lo quiera, es que simplemente lo prefiero a la idea de tomar té. ¿Y el jefe?

Todas le miraron inquisitivamente. Algo debía pasar, cuando Dolly preguntaba por su padre.

—Papá ha salido en el carruaje justo después de comer —contestó Sophia con gravedad.

—Esperaré un poco para verlo —dijo Dolly mientras sacaba su reloj para mirar la hora.

—Quédate y cena con nosotros —propuso lady Pomona.

—No puedo, tengo que cenar con otro tipo.

—¡Otro tipo! Seguro que no tienes ni idea de dónde vais —dijo Georgiana.

—El otro tipo lo sabe. Bueno, y si no lo sabe, es un tonto.

—Adolphus —empezó lady Pomona muy seriamente—. Tengo un plan y necesito tu ayuda.

—Espero que no sea mucho trabajo, madre.

—Vamos a ir todos a Caversham, para la Pascua, y me gustaría especialmente tú vinieras con nosotros.

—¡Caramba! No puedo hacer eso, de ninguna manera.

—Espera, aún no lo sabes todo. La señora Melmotte y su hija también vendrán.

—¡Y un cuerno! —exclamó Dolly.

—¡Dolly, recuerda dónde estás! —le reprobó Sophia.

—Sí, sí, por supuesto. Y también me acordaré de dónde no voy a estar. No iré a Caversham a conocer a la vieja Melmotte.

—Querido —continuó la madre—, ¿sabes que la señorita Melmotte recibirá veinte mil libras anuales a partir del día en que se case? ¿Y que, con toda probabilidad, su marido será el hombre más rico de Europa?

—La mitad de Londres está cortejándola —dijo Dolly.

—¿Y por qué no eres uno de ellos?

—No habrá otra oportunidad como esta, en la que se encuentre en una casa prácticamente sola, sin la mitad de los solteros de Londres —sugirió Georgiana—. Si te decides, tendrás una ocasión de oro.

—Pero es que no me decido. ¡Santo cielo! No es mi estilo, madre.

—Sabía que no lo haría —espetó Georgiana.

—Todo se arreglaría si lo hicieras —dijo lady Pomona.

—Pues no se va arreglar si no hay otra solución. Bueno, ya llega el gobernador, oigo su voz. Voy a discutir un poco con él.

El señor Longestaffe hizo su aparición.

—Querido, mira, Adolphus ha venido a vernos —dijo lady Pomona. El padre inclinó la cabeza en dirección al hijo sin decir nada. Su esposa prosiguió—: Le hemos pedido que se quede a cenar, pero tiene otro compromiso.

—Aunque no sabe dónde —intervino Sophia.

—Mi amigo sí lo sabe, tiene una libreta de notas —dijo Dolly—. He recibido una carta, padre, muy larga. La han enviado esos tipos que tienen el bufete en Lincoln’s Inn. Me piden que hable con usted sobre no sé qué venta, y por eso estoy aquí. Es una pesadez, porque no entiendo nada de lo que me dicen. Quizá ni siquiera haya una venta de la que hablar. Si fuera así, no hay problema: me despido de todos y nos vemos otro día.

—Más vale que hablemos en el estudio —respondió el señor Longestaffe—. Prefiero no molestar a tu madre y a tus hermanas con negocios.

El caballero salió de la estancia y Dolly fue tras él, no sin antes obsequiar a sus hermanas con una mueca de desgana. Las tres damas siguieron tomando el té durante una media hora más, esperando. Sabían que nadie iba a informarlas del resultado exacto de la pequeña reunión, pero sí querían adivinar las señales de buen o mal humor que pudieran deducirse del rostro de su padre cuando este regresara. A Dolly ya sabían que no lo verían en un mes, probablemente. El padre y el hijo siempre discutían cuando se veían y, aunque el joven era un despreocupado en lo que respectaba al dinero, hasta ahora se había plantado firmemente acerca de sus derechos. Al cabo de una media hora, el señor Longestaffe regresó a la sala y, sin dilación, decretó la ruina familiar.

—Querida —dijo—, este año no iremos de Caversham a Londres.

Se esforzó por conservar una expresión tranquila mientras hablaba, pero su voz temblaba, alterada.

—¡Papá! —chilló Sophia.

—Querido, no puedes decirlo en serio —dijo lady Pomona.

—Por supuesto que no lo dice en serio —replicó Georgiana, levantándose.

—Lo digo muy en serio —respondió el señor Longestaffe—. Partiremos hacia Caversham dentro de unos diez días, y este año pasaremos la temporada allí.

—Pero si ya está anunciado el baile —se quejó lady Pomona.

—Entonces habrá que anunciar que no se celebrará.

Y con estas palabras, abandonó el salón y se dirigió a su estudio.

Las tres damas, cuando se hubieron quedado solas para deplorar su suerte, expresaron su opinión acerca de la terrible sentencia que el patriarca había pronunciado. Las hijas protestaron más furiosamente que la madre.

—No lo dice en serio —declaró Sophia.

—Sí que lo dice en serio —dijo lady Pomona, con lágrimas en los ojos.

—Pues tendrá que retractarse, eso es todo —decretó Georgiana—. Dolly debe haber sido muy duro con él y por eso lo paga con nosotras. ¿Para qué traernos a Londres si piensa privarnos de cualquier posibilidad de asistir a la temporada, incluso antes de que empiece?

—Me pregunto qué le habrá dicho Adolphus. Vuestro padre siempre es muy duro con él.

—Dolly sabe cuidarse solo, y vaya si lo hace —dijo Georgiana—. No le importamos nada.

—Ni un poquito —dijo Sophia.

—Mamá, lo que tenemos que hacer es ser firmes y negarnos a ir a Caversham, a menos que papá se comprometa a traernos de vuelta a Londres. Yo no pienso moverme, a menos que me saque a rastras de esta casa.

—Querida, no puedo decirle eso a tu padre.

—Entonces se lo diré yo. No voy a dejarme enterrar en esa casa durante un año sin nadie con quien hablar excepto ese obispo anciano y herrumbroso y el señor Carbury, que está aún más oxidado. No voy a soportarlo. Hay cosas que son inadmisibles. Y si te niegas, me alojaré en casa de los Primero; sé que la señora Primero me acogerá. No sería muy elegante, por supuesto. No me gustan los Primero; de hecho, los odio. Ay, sí, los odio. Lo sé muy bien. Son vulgares, pero ni la mitad que tu amiga, mamá, la señora Melmotte.

—Eso es un poco malvado, Georgiana. No es amiga mía.

—Si la recibes en Caversham, es que lo es. No entiendo cómo se te ocurrió ir allí, sabiendo lo difícil que se pone papá con ese tema y lo de volver a Londres.

—Todo el mundo pasa la Pascua en el campo, querida.

—No, mamá, no todo el mundo. La gente ya sabe que es un fastidio ir de aquí para allá. Los Primero seguro que no van así como así. Jamás he oído una tontería tan grande en toda mi vida. ¿Qué espera de nosotras? Si quiere ahorrar, que cierre Caversham de una vez por todas y que nos lleve al continente. Caversham es mucho más caro que Londres y es la casa más aburrida de toda Inglaterra.

Esa noche, la cena familiar en la calle Bruton no fue muy animada. No hicieron nada, se quedaron sentados a pasar la velada en taciturno silencio. A pesar de las rebeldes decisiones que las jóvenes habían proferido, no las ejecutaron en esa ocasión. Las dos muchachas guardaron silencio sin dirigir la palabra a su padre, y cuando este les hacía alguna pregunta, respondían con monosílabos. Lady Pomona no se encontraba bien y permaneció en un rincón del sofá, secándose los ojos, constantemente lacrimosos. Su esposo sí había compartido con ella, en la privacidad de sus habitaciones, cómo había ido la conversación con Dolly. El joven se había negado a dar su consentimiento a la venta de Pickering a menos que la mitad del dinero obtenido se le entregara de inmediato. Cuando su padre le había explicado que pensaba dedicar el producto de la venta a cancelar la hipoteca que pendía sobre Caversham, propiedad que con el tiempo terminaría en manos de Dolly, este replicó que también tenía una casa hipotecada a la que no le iría nada mal una inyección de dinero para aligerar la carga financiera. En resumen, que la venta de Pickering no parecía posible y, en consecuencia, el señor Longestaffe había decidido cortar los gastos de la residencia de Londres de cuajo.

Cuando las jóvenes se levantaron de la mesa para retirarse a descansar y se acercaron a su padre para besarle, como de costumbre, lo hicieron sin el más mínimo despliegue de afecto.

—Recordad que solamente tenéis esta semana para cumplir con vuestros compromisos en Londres —dijo su padre.

Sus hijas oyeron sus palabras, pero se fueron en un silencio digno, sin siquiera fingir que las habían oído.

El mundo en que vivimos

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