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Capítulo 9 El gran ferrocarril a Veracruz
Оглавление—Has estado invitado en su casa. Así que no veo cuál es el problema. —Su interlocutor habló con un deje agudo y nasal: era un caballero americano bien vestido que esperaba en una de las más elegantes salitas de un gran hotel con parada de ferrocarril en Liverpool. Se dirigía a un joven inglés que estaba sentado frente a él. Entre ambos, la mesa estaba cubierta de mapas, calendarios y programas impresos. El americano fumaba un enorme cigarro, que giraba constantemente en su boca y que mordía por la mitad. El inglés tenía una pipa corta. El señor Hamilton K. Fisker, de la firma Fisker, Montague y Montague, era el americano y el inglés era nuestro amigo Paul, el socio más reciente de la compañía.
—Pero si ni siquiera crucé una palabra con él —dijo Paul.
—En los negocios, eso no importa. Es suficiente para que me lo presentes. No vamos a pedirle ningún favor, ni queremos su dinero.
—Pensaba que sí lo queríais.
—Si invierte, será uno más, por lo que no será ningún préstamo. Se convertirá en un socio, si es tan listo como dicen, porque verá que es una manera fácil de ganar un par de millones. Si además se presenta en San Francisco, se haría con el doble de esa cifra. Los hombres de negocios no lo dudarán dos veces e invertirán allá donde él vaya, porque saben que entiende de qué va el juego y que su instinto no falla. Un hombre que ha llegado donde está con el sistema financiero que hay en Europa, ¡por todos los santos! No hay ningún límite a lo que podría ganar si se uniera a nuestro fondo. Somos más grandes que todos los británicos, y aún hay sitio para más. Invertimos en empresas más grandes, y no perdemos el tiempo como vosotros. Y Melmotte es el mejor de entre todos. Si se decide y apuesta por esto, no encontrará inversión más segura ni más rentable. Lo verá de inmediato, si puedo hablar con él media hora.
—Señor Fisker —dijo Paul misteriosamente—, puesto que somos socios, creo que debo informarle que la gente habla muy mal de la reputación del señor Melmotte.
El señor Fisker sonrió amablemente, giró el cigarro dos veces entre sus labios y luego cerró un ojo.
—Siempre se echa de menos la caridad del mundo, cuando un hombre tiene éxito.
La propuesta de negocio era la construcción de un ferrocarril desde el Pacífico sur y central, hasta México, que debía empezar en Salt Lake City, partiendo de la vía de San Francisco y Chicago, y cruzando las fértiles tierras de Nuevo México y Arizona, adentrándose en el territorio de la república mexicana, atravesar la ciudad de México y salir hacia el golfo, en el puerto de Veracruz. El señor Fisker admitía sin ambages que se trataba de una empresa titánica, y que la distancia abarcaba unas dos mil millas; reconocía que no era posible contabilizar completamente el coste de construcción de dicha vía de tren; pero parecía convencido de que estas preguntas no eran importantes, más aún, que eran infantiles. Si Melmotte se decidía a invertir, seguro que no preguntaría nada por el estilo.
Pero recapitulemos. Paul Montague había recibido un telegrama que su socio, Hamilton K. Fisker, le había enviado desde el puerto de Queenstown, en uno de los grandes cruceros de Nueva York, donde solicitaba que se reuniera con Fisker en Liverpool a la mayor brevedad. Dada la petición urgente, Montague se sintió obligado a obedecer. Personalmente, Fisker no le agradaba, y quizá era, en parte, porque durante su estancia en California jamás había podido resistir la combinación del buen humor, la audacia y la astucia del hombre. Le habían convencido para que participara en cualquiera de las propuestas que el señor Fisker tenía entre manos. Era un comportamiento absolutamente ajeno a su carácter habitual, y sin embargo, con su consentimiento habían abierto el molino de harina en Fiskerville. Temía por su dinero y no quería volver a ver a Fisker jamás; pero aun así, cuando Fisker viajó a Inglaterra, se sintió extrañamente orgulloso de ser su socio, y obedeció su llamada cuando este le convocó en Liverpool.
Si la fábrica de harina le preocupaba, ¡qué no debía inquietarle del actual proyecto! Fisker explicó que había venido con sendos objetivos: primero, pedirle permiso a su socio inglés para el cambio en el negocio, y en segundo lugar, obtener el apoyo de inversores ingleses. El cambio en cuestión implicaba la venta del establecimiento de Fiskerville, para utilizar todo el capital fruto de esa operación en el desarrollo de la vía de ferrocarril. «Aún si pudiera invertir todo el dinero, no lograría ni construir una milla de ferrocarril», objetó Paul, ante lo cual el señor Fisker se echó a reír. La meta de Fisker, Montague y Montague no era construir el ferrocarril hasta Veracruz, sino fundar y sanear una compañía. Paul pensó que el señor Fisker demostraba una absoluta indiferencia acerca de si el ferrocarril terminaría construido o no; claramente, era de la opinión que ganarían una fortuna, antes de que se moviera una paletada de tierra de la obra. Y a juzgar por los folletos hermosamente impresos, con mapas delicadamente dibujados, y lindas ilustraciones de trenes que se introducían en túneles bajo montañas cubiertas de nieve, y emergían al borde de lagos iluminados por el sol, el señor Fisker había realizado una encomiable labor. Pero cuando Paul examinó el material no podía dejar de preguntarse de dónde había salido el dinero para pagar todo eso. El señor Fisker había declarado que el propósito de su visita era obtener el consentimiento de su socio, pero al susodicho le parecía que se habían hecho muchas cosas sin su permiso. Y los temores de Paul en ese aspecto no se aliviaron en absoluto al descubrir que en los textos de los panfletos informativos, su nombre aparecía como uno de los representantes y directores generales de la compañía. Cada uno de los documentos ostentaba la firma de Fisker, Montague y Montague. Todas las preguntas y explicaciones acerca del proyecto las daban Fisker, Montague y Montague; y uno de los contratos declaraba que un miembro de la empresa se había instalado en Londres para ocuparse de los intereses de los inversores británicos. Daba la sensación de que Fisker estaba convencido de que su joven socio expresaría una satisfacción sin límites ante la grandeza de la responsabilidad que ahora recaía sobre él. Y si bien era cierto que una sensación de importancia, no del todo desagradable, asaltó a Paul, la verdad es que en la mente de Montague se formó la convicción, no del todo agradable, de que el dinero desaparecía o se gastaba sin que él pudiera decir nada, y que más le valía ser prudente, o de otro modo sus socios obtendrían su aquiescencia por omisión.
—¿Qué ha pasado con el molino? —preguntó.
—Hemos puesto un encargado al frente.
—¿No es un poco arriesgado? ¿Cómo controlan su trabajo?
—Nos paga una suma fija, señor. Pero, ¡por Dios! Cuando tenemos entre manos un negocio de esta magnitud, ¿qué es un simple molino? No vale la pena que perdamos el tiempo en eso.
—Entonces, ¿no lo han vendido?
—Bueno, no. Pero ya hemos acordado un precio de venta.
—Pero, ¿aún no se ha cobrado?
—Bueno, sí. Sí, ya hemos obtenido una cantidad, es cierto. Pero usted no estaba allí, de modo que los dos socios residentes actuaron en nombre de la compañía. Pero señor Montague, sin duda lo habría aprobado, de haber estado ahí. Sí, sin duda.
—¿Y qué hay de mi parte?
—Verá, eso es otro asunto. En cuanto hayamos avanzado un poco más en el tema del ferrocarril, no le importará gastar veinte o cuarenta mil dólares al año. Ya hemos obtenido la concesión del gobierno de Estados Unidos para pasar por esos territorios, y estamos manteniendo negociaciones con el presidente de la República de México. No me cabe duda de que ya tenemos oficinas en México, y también en Veracruz.
—¿De quién obtendremos el dinero?
—¿El dinero, señor? Bueno, ¿de dónde imagina usted que sale el dinero para esta iniciativa? Si logramos que las acciones incrementen su valor, el dinero entrará a manos llenas. Nosotros somos dueños de tres millones de dólares en acciones de la compañía.
—¡Seiscientas mil libras! —exclamó Montague.
—Por el valor equivalente, claro está. Y a medida que vayamos vendiendo, las pagaremos. Pero solamente venderemos con un buen margen. Si logramos que suban hasta ciento diez, estaríamos hablando de trescientos mil dólares, aunque seguramente será más que eso. Tengo que entrevistarme con Melmotte lo antes posible. Más vale que le escriba la carta de presentación.
—No conozco a ese hombre.
—No importa. Mire, la escribiré yo y solamente tendrá que firmarla.
Sin esperar a que Paul dijera nada, el señor Fiske redactó la siguiente misiva:
Hotel Langham, Londres
4 de marzo de 18—
Estimado caballero:
Tengo el placer de informarle de que mi socio, el señor Fisker, de la compañía Fisker, Montague y Montague de San Francisco, se encuentra actualmente en Londres, con el objetivo de invitar a los inversores británicos a participar en lo que quizá sea la empresa más ambiciosa de nuestro tiempo, esto es, el Ferrocarril del Pacífico Sur Central y México, que constituirá una vía de transporte directa entre San Francisco y el golfo de México.
El señor Fisker desea entrevistarse con usted tan pronto como se haya instalado, y es plenamente consciente de que su contribución a nuestra empresa sería muy deseable. Estamos seguros de que, gracias a su experta trayectoria empresarial, se dará cuenta enseguida de las magníficas perspectivas de nuestra iniciativa. Si es usted tan amable de fijar un día y hora, el señor Fisker se desplazará hasta su residencia.
Aprovecho para agradecerle a usted y a la señora Melmotte la agradable velada que pasé en su casa la semana pasada.
El señor Fisker propone que a su regreso a Nueva York, yo permanezca en Inglaterra para supervisar los intereses de los inversores británicos que participen en nuestra compañía.
Tengo el honor de ser su seguro servidor,
Paul Montague
—Pero si yo jamás he accedido a supervisar nada… —protestó Montague.
—No pasa nada si lo dice en esa carta, porque en el fondo no significa nada. Ustedes los ingleses están tan cargados de escrúpulos y manías que pierden toda una vida en ello, y también la ocasión de ganar una fortuna.
Después de varios minutos más de conversación y convencimiento, Paul Montague aceptó copiar la carta con su letra manuscrita, y firmarla. Lo hizo sumido en la duda, casi con renuencia. Pero se dijo que no ganaba nada, negándose a ello. Si el maldito americano, con su sombrero ladeado y los dedos cargados de anillos, había logrado convencer al tío de Paul para manejar a su voluntad los fondos de la empresa, Paul no podría detenerle. Así, a la mañana siguiente se dirigieron juntos a Londres, y durante la tarde el señor Fisker se presentó en Abchurch. La carta, escrita en Liverpool pero fechada desde el hotel Langham, se había enviado desde la estación de ferrocarril de la plaza Euston, en el momento en que Fisker había llegado. De modo que la visita empezó con la tarjeta de presentación de Fisker, y la solicitud de que esperara. Veinte minutos después, apareció en presencia del gran hombre, acompañado precisamente de Miles Grendall.
Ya se ha dicho que el señor Melmotte era un hombre corpulento, de grandes patillas, pelo hirsuto y con expresión astuta en un rostro por lo demás vulgar. Sin duda era un hombre de aspecto repelente, a menos que uno se sintiera atraído hacia él por aspectos internos de su carácter. Gastaba con magnificencia, desplegaba un poder inexorable en sus actos, tenía éxito en los negocios, y por esa razón, el mundo que le rodeaba no le rechazaba. Por contra, Fisker era un hombre pequeño y reluciente, de unos cuarenta años de edad, con un bigote retorcido, pelo marrón y grasiento que empezaba a calvear, bien parecido pero, en conjunto, de aspecto insignificante. Iba muy bien vestido, con un chaleco de seda, reloj de cadena y un bastón. Un observador distraído afirmaría a primera vista que Fisker no era gran cosa; pero después de conversar con él, muchos concederían que poseía algo que le distinguía de los demás. No sentía timidez, ni escrúpulos ni miedo alguno. Su mente quizá no era muy aguda, pero sabía utilizarla, y conocía bien sus límites y sus fuerzas.
Abchurch Lane no era un espacio impresionante, para ser las oficinas de un príncipe del comercio. En una pequeña casa esquinera había una escueta placa de cobre en una puerta batiente, en donde constaba el nombre Melmotte & Co, y nadie sabía quién era el Co. En cierto sentido, el señor Melmotte estaba asociado con todo el sector comercial, pues nunca se negaba a prestar su cooperación a ninguna empresa, siempre que fuera en sus términos. No obstante, jamás había aceptado la carga de un socio en la acepción habitual de la palabra. En la oficina, Fisker contó tres o cuatro administrativos instalados en sus mesas, y le acompañaron al piso de arriba por unas escaleras estrechas y retorcidas, hasta una estancia pequeña e irregular, donde había un ejemplar de The Daily Telegraph, para que los invitados se entretuvieran. Y allí esperó durante un rato, hasta que Miles Grendall le avisó de que el señor Melmotte le recibiría. El millonario le miró durante unos instantes, condescendiendo a tocar con sus dedos la mano que Fisker le ofrecía.
—No creo recordar —dijo— al caballero que me ha escrito acerca de usted.
—Imagino que no, señor Melmotte. Cuando estoy en mi casa en San Francisco, recibo a muchísima gente de la que luego apenas recuerdo nada. Si no me equivoco, mi socio mencionó que acudió a su casa en compañía de su amigo sir Felix Carbury.
—Conozco a un joven llamado Felix Carbury.
—Ese es. No me habría costado mucho esfuerzo obtener la presentación de un buen número de caballeros, si hubiera creído que no era suficiente con esta —aquí el señor Melmotte inclinó la cabeza—. Nuestra cuenta en Londres se encuentra en la Sociedad de Valores City y West End. Pero acabo de llegar a Londres, y mi principal objetivo durante mi visita era verle a usted, por lo que me reuní con mi socio, el señor Montague, en Liverpool y no perdí un momento en presentarme aquí.
—¿Qué puedo hacer por usted, señor Fisker?
En este punto, el señor Fisker empezó a narrar la gran aventura empresarial que constituía el Ferrocarril del Pacífico Sur Central y México, y exhibió una considerable habilidad, al resumir su grandeza en unas pocas palabras, aun así exuberantes y hermosas. En dos minutos había sacado su folleto, sus mapas y las fotos, procurando que el señor Melmotte se fijara en los omnipresentes Fisker, Montague y Montague que aparecían al pie de toda la documentación. A medida que Melmotte leía los papeles, Fisker de vez en cuando intercalaba alguna puntualización, sin referirse en absoluto a los futuros beneficios del ferrocarril, o a las ventajas que dicha red de transporte aportaría al mundo en general; simplemente se ocupaba de resaltar el valor de las acciones de la empresa, que sin duda podría aumentarse en bolsa gracias a una manipulación apropiada de las circunstancias y de los inversores.
—Parece dar a entender que en su país de origen, nadie tiene intención de invertir en su empresa —apuntó Melmotte.
—No hay duda alguna de que se venderán las acciones a espuertas allí. Son rápidos y saben cómo jugar a este juego; pero no hace falta que le diga, señor Melmotte, que nada le inyecta tanta vida a un negocio como la competencia. Cuando en San Luis o Chicago se enteren de que Londres apuesta por la empresa, se desatará el interés a buen seguro. Y lo mismo pasará aquí: si oyen que las acciones se venden en América, también despegarán aquí.
—¿Y cómo le va?
—Estamos trabajando en la concesión de la línea por parte del Congreso de Estados Unidos. Obtendremos la tierra a coste cero, claro está, y mil acres alrededor de cada estación; cada una estará separada por unas veinticinco millas.
—¿Y cuándo les entregarán la tierra?
—Cuando esté diseñada la línea hasta la estación.
Fisker sabía perfectamente que Melmotte no se lo preguntaba por el valor concreto del terreno, sino por el atractivo que el calendario de expansión tendría para los posibles especuladores.
—¿Qué quiere usted de mí, señor Fisker?
—Quiero que su nombre esté aquí —dijo Fisker, señalando el espacio donde constaba el título de presidente de la junta directiva inglesa, pero sin nombre.
—¿Quiénes formarán parte de esa junta directiva?
—Le pediríamos a usted que los seleccione, señor Melmotte. El señor Paul Montague debería ser miembro, y quizá su amigo sir Felix Carbury, si le parece bien a usted. Quizá podríamos incluir también a uno de los directores del City y West End. Pero en definitiva, la decisión está en sus manos, así como la cantidad de acciones a las que podría optar. Si apuesta por nosotros, señor Melmotte, formará parte de una de las mayores empresas que hayan surgido en los últimos años. ¡No habría límite al valor de las acciones que podríamos alcanzar!
—Imagino que tendría que respaldar el proyecto con algún capital inicial.
—En el Oeste sabemos que no hay que asfixiar la energía de un proyecto aplicando métodos anticuados. Mire lo que ya hemos logrado, trabajando sin ataduras. Mire la línea de ferrocarril que ya cruza el continente, de San Francisco a Nueva York. Mire…
—Eso no tiene la menor importancia, señor Fisker. La gente quería viajar de Nueva York a San Francisco, y no estoy tan seguro de que quieran llegar a Veracruz. Pero estudiaré su propuesta y tendrá noticias mías.
La entrevista había terminado y el señor Fisker estaba satisfecho. Si el señor Melmotte no tuviera la menor intención de participar en la empresa, ni siquiera le habría dedicado diez minutos. A fin de cuentas, apenas le pedían nada: que respaldara el ferrocarril con su nombre, y como pago el señor Fisker le había prometido unas doscientas o trescientas mil libras, del capital inicial que obtuvieran de los inversores británicos.
Así, quince días después de la llegada del señor Fisker, la compañía estaba plenamente lanzada en Inglaterra, con una junta directiva inglesa, de la cual el señor Melmotte era el presidente. Entre los directores se encontraban lord Alfred Grendall, sir Felix Carbury, Samuel Cohenlupe, esq., miembro del Parlamento por la circunscripción de Staines, así como un caballero judío, lord Nidderdale, que también poseía un escaño en el Parlamento; y el señor Paul Montague. Podía tacharse a la junta directiva de débil, y pensar que no sería capaz de prestar mucho apoyo a ninguna empresa, sobre todo pensando en miembros como lord Alfred o sir Felix, pero la mera presencia del señor Melmotte constituía un pilar tan sólido que la fortuna de la compañía se consideraba un hecho consumado.