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Capítulo 10 El éxito del señor Fisker
ОглавлениеEl señor Fisker se sentía muy satisfecho del avance que había logrado, pero no terminó de convencer a Paul Montague de la bondad de sus planes. El señor Melmotte se había convertido en parte de su aventura empresarial, y su presencia era una realidad tal, un hecho tan incontestable en el Londres dedicado a los negocios y el comercio, que Montague ya no podía negarse a reconocer que los sueños de Fisker tenían muchas posibilidades de convertirse en realidad. Melmotte dominaba la compañía de telégrafos, y había investigado en San Francisco y Salt Lake City con tanta facilidad como si preguntara por los barrios de Londres. Era presidente de la rama inglesa de la compañía, y tenía (o como decía él, gestionaba) acciones valoradas en dos millones de dólares. Aun así, subsistía entre muchos la sensación de que Melmotte, pese a ser un torreón de grandeza, estaba erigido sobre arenas movedizas.
Paul ya se había incorporado totalmente al proyecto, sin prestar atención a los consejos en contra de su viejo amigo Roger Carbury, y se había trasladado a Londres, para poder ocuparse personalmente de todos los detalles relacionados con el gran ferrocarril. Habían abierto una oficina justo detrás de la Bolsa, con dos o tres administrativos y un secretario, posición que ocupaba el señor Miles Grendall. Paul, que tenía conciencia y era muy sensible al hecho de que no solamente era miembro de la junta, sino que también era uno de los apellidos responsables de todo el asunto, estaba rotundamente ansioso por empezar a trabajar de veras, y se presentaba en los momentos más inoportunos en las oficinas de la compañía. Fisker, que aún no había regresado a América, hacía lo que podía para poner freno a su inquietud, y en más de una ocasión se burlaba así de su socio:
—Mi querido amigo, ¿de qué sirve que se ataree tanto? En este tipo de negocios, una vez se ponen en marcha, no hay mucho que hacer. Y por otra parte, ya puede uno quemarse las pestañas antes de arrancar, a veces se fracasa sin un movimiento. Pero no se preocupe, está todo arreglado. Basta con que pase usted por ahí los jueves. Piense que un hombre como Melmotte no soportará ninguna interferencia real.
Paul trataba de reafirmar su posición:
—Soy uno de los gerentes de la compañía, y como tal pienso tomar parte en la dirección de la empresa. Al fin y al cabo, mi fortuna está invertida en ello, y para mí es tan importante como la fortuna del señor Melmotte lo sea para él.
—¿Fortuna? ¿Qué fortuna, dígame, tenemos entre los dos? —replicó Fisker—. Unos míseros miles de dólares de los que más vale ni hablar, y que no son suficientes para emprender ningún proyecto. ¿Y ahora, dónde está usted? Mire, le diré: ganaremos más cuando todo esto estalle, si es que así sucede, que después de años y años de duro trabajo respetando las reglas.
Desde luego, a Paul Montague el señor Fisker no le gustaba un ápice, ni tampoco compartía su filosofía de negocios, pero se dejó arrastrar por ambos. «¿Cuándo y cómo podía haberlo evitado?», le escribió a Roger Carbury. «El dinero se había invertido incluso antes de que pusiera pie en Inglaterra. Es muy fácil decir que no tenía ningún derecho a hacerlo; pero es que ya era un hecho consumado. Ni siquiera podía demandarlo, sin verme obligado a regresar a California, y allí no tenía ni la menor oportunidad». Es decir, que Fisker siguió sin gustarle nada a lo largo de todo el asunto, y aun así había que admitir que Fisker poseía un gran mérito, que contribuía a que Montague le apreciara un poco. Aunque no admitía la más mínima interferencia de Paul en el negocio, sí que aceptaba su derecho a compartir el momento de afortunada prosperidad. Pero en cuanto a los verdaderos datos financieros de la empresa, no estaba dispuesto a revelarle nada a Paul. No obstante, a Fisker no le faltaba el dinero, y se preocupaba de que a su socio le ocurriera lo mismo. Le pagó todos los intereses pendientes de sus ingresos estipulados hasta la fecha, y le entregó nominalmente un buen número de acciones del ferrocarril, con la indicación de que no debía venderlas hasta que hubieran aumentado hasta el diez por ciento de su valor, y que en cualquier transacción de compraventa no debía aspirar sino a ganar la plusvalía derivada de dicha venta. Paul nunca supo qué le permitían hacer a Melmotte con su parte de las acciones; y hasta donde sabía, el poder de Melmotte era ilimitado en todo y sobre todos. El humor del joven se perturbó, sintiéndose desgraciado, inquieto y extravagante a resultas de dicha situación. Vivía en Londres y disponía de dinero, pero no podía quitarse de encima la sensación de que todo estaba a punto de desmoronarse, como un castillo de naipes, y que terminaría arruinado y caído en desgracia, uno más del puñado de estafadores que participaba en el asunto.
Todos sabemos bien como, en dichas circunstancias, la vida de un hombre se entregará al disfrute de los placeres que le sobrevienen, y en mucha menor medida soportará las desgracias, sacrificios y tristezas. Si el joven miembro de la junta directiva le hubiera descrito a su amigo el estado en el que se encontraba, habría dicho que estaba sumido en las dudas, las sospechas y el miedo, hasta el punto que su vida era una pesada carga. No obstante, los que le acompañaban en aquellos momentos le calificarían de un hombre agradable, que disfrutaba de los placeres de la vida, y que estaba dispuesto a sacar el mejor partido de lo que esta pusiera en su camino. Bajo los auspicios de sir Felix Carbury se había convertido en miembro del Beargarden, que de entre todos los posibles clubs, era el que poseía un método de entrada más irregular, a la par con sus otras costumbres. Cuando un joven deseaba solicitar la entrada en el club, y no se creía que su estilo de vida encajara con las reglas del establecimiento, se le decía que deberían pasar tres años antes de que pudieran estudiar su solicitud; pero cuando el club deseaba aceptar un nuevo miembro, su nombre saltaba al principio de la lista de espera con velocidad inaudita, facilitando el proceso milagrosamente. A Paul Montague, de repente, se le otorgaba una enorme riqueza y aún mayor influencia comercial. Se sentaba en la misma junta directiva que Melmotte y sus secuaces; y por eso le aceptaron en el Beargarden, sin tener que someterse a los pesados retrasos que los candidatos menos afortunados tenían que arrostrar.
Y admitámoslo, si bien lamentándolo, pues Paul Montague era un hombre honrado y decente: se acostumbró a pasar largos ratos en el Beargarden. Al fin y al cabo un caballero debe cenar en alguna parte, y es bien sabido que cenar en el club es mucho menos costoso que salir a un restaurante. Así razonaba Paul consigo mismo: pero sus cenas en el Beargarden no salían precisamente baratas. Se reunía con sus compañeros de junta: con sir Felix Carbury y lord Nidderdale, recibía a lord Alfred más de una vez, y por dos veces había cenado con su presidente, rodeado de la magnificencia de la hospitalidad del príncipe de mercaderes en Grosvenor. El señor Fisker también le había sugerido que no dejara de apuntar al gran pastel encarnado en la forma de la señorita Marie Melmotte. Lord Nidderdale había reiterado su disposición a entrar en la carrera, debido a la considerable presión que ciertos comerciantes a los que adeudaba dinero habían infligido en su economía, y por eso había aceptado entrar en la junta directiva de la Compañía de Ferrocarril. En el momento de escribir estas líneas, sin embargo, sir Felix seguía siendo el caballo favorito según las apuestas de los círculos de la alta sociedad.
Fisker permanecía en Londres, y ya estaban a mediados de abril. Cuando hay millones de dólares en juego, que quizá incluso pertenecen a viudas y huérfanos, como el propio Fisker hacía notar, un hombre debe dejar a un lado su conveniencia. Pero el sacrificio no iba sin recompensa, pues el señor Fisker se lo pasaba divinamente en Londres. También a él le aceptaron en el Beargarden, como miembro honorífico, y se dedicó a gastar dinero a manos llenas. El consuelo de los negocios de altos vuelos es que no importa lo que uno gaste en sí mismo, la cantidad siempre es una miseria. El champán y la cerveza de jengibre son lo mismo, si uno puede perder o ganar miles de libras; la única diferencia radica en que el champán tiene resultados más perniciosos en la salud que la inocente bebida. La sensación de que la grandeza de estas operaciones los liberaba de la necesidad de vigilar los pequeños gastos, la sintieron tanto Fisker como Montague en lo que se refiere al champán, y el resultado fue dañino. El Beargarden era, sin duda, un lugar más animado que la Finca Carbury, pero Montague descubrió que no era capaz de despertar en estas mañanas de Londres con pensamientos tan satisfactorios como los que asistían a su almohada en la antigua casa solariega.
El sábado 19 de abril, Fisker debía abandonar Londres para regresar a Nueva York, y el día antes se organizó una cena en su honor en el club. Le pidieron al señor Melmotte que asistiera, y para la ocasión el club hizo un despliegue de todos sus recursos. Lord Alfred Grendall también estaba invitado, y el señor Cohenlupe, que solía acompañar a Melmotte. Nidderdale, Carbury, Montague y Miles Grendall eran miembros del club, y los anfitriones de la cena, para la que no se escatimó en ningún dispendio. Herr Vossner se ocupó de las viandas y los vinos, y también los pagó. Lord Nidderdale presidió, con Fisker a su derecha y Melmotte a la izquierda; para un joven lord de vida acelerada, no lo hizo mal. Solamente se hicieron dos brindis, a la salud del señor Melmotte y del señor Fisker, y por supuesto, se pronunciaron sendos discursos. Tal vez fue la ocasión del señor Melmotte de demostrar de una vez por todas la autenticidad de sus orígenes ingleses, tan grande fue su incapacidad para el discurso y la torpeza de la que hizo gala. Se puso en pie con las manos encima de la mesa y con la mirada fija en el plato, barbotó que confiaba en el futuro de la compañía de ferrocarril, que un día sería una de las operaciones comerciales de más éxito a ambos lados del Atlántico. Era una gran empresa, sin duda; muy grande. No dudaba en lo más mínimo: era una de las mayores empresas que operaba en la actualidad. No creía que existiera nada mayor, en suma. Y se complacía en dar toda su humilde ayuda a la consecución de algo tan grande, y así siguió durante un buen rato. Profirió estas afirmaciones, que no variaban mucho entre sí, salpimentadas con tantas interjecciones distintas, esforzándose por mirar a los asistentes uno por uno a la cara, como si en los rostros buscara inspiración para su siguiente intento. No era elocuente, desde luego; pero su audiencia recordaba que se trataba del gran Augustus Melmotte, que probablemente les haría a todos muy ricos, y por lo tanto le jalearon al eco de dichos pensamientos. Lord Alfred ya se había reconciliado con el hecho de que le llamara por su nombre de pila, pues tenía la oportunidad de obtener entre doscientas y trescientas libras sobre el valor de las acciones que le habían asignado, aunque aún no había tenido ni un centavo entre manos. ¡Qué maravillosos son los prodigios del mercado! Basta con introducir la punta del dedo meñique en el pastel, y se pegarán nobles y suculentos pedazos, al sacarlo.
Cuando por fin se sentó Melmotte y llegó el turno de Fisker, habló con elocuencia, rapidez y una prosa florida. Sin repetirla palabra por palabra, lo cual sería tedioso, el narrador no es capaz de dibujar frente al lector la placentera imagen que el señor Fisker pintó del amor y la armonía comercial que se extendería por todo el mundo, gracias al honrado ferrocarril que uniría Salt Lake City con Veracruz, ni tampoco explicar la enorme gratitud que el mundo entero sentiría, y entregaría, a las grandes compañías de Melmotte & Co, de Londres, y Fisker, Montague y Montague, de San Francisco. El señor Fisker agitó grácilmente los brazos. Giraba la cabeza de vez en cuando, de un lado a otro, pero jamás miró su plato. En suma, lo hizo muy bien. Sin embargo, los asistentes tenían más fe en una de las agotadoras frases procedentes de labios del señor Melmotte que en toda la oratoria del americano.
A todos los presentes se les había dado a entender de un modo u otro que iban a ganar una fortuna, no gracias a la construcción del ferrocarril, sino con el aumento de valor de las acciones de la compañía. Todos se susurraban mutuamente su convicción al respecto y ni Montague se engañaba creyendo que era el director de una empresa dedicada a la construcción de un ferrocarril de verdad. A la gente que no participaba en el apaño se les decía que tenían que comprar acciones, y a los que sí estaban metidos en el asunto les quedaba el privilegio de fabricar esas acciones. Esa era su función y todos lo sabían. Pero ahora, como se habían reunido para una celebración, hablaron de la humanidad en su conjunto y de la futura armonía de las naciones.
Después del primer cigarro Melmotte se retiró y lord Alfred con él. Al joven le hubiera gustado quedarse, pues era un hombre que disfrutaba con el tabaco y el brandy con soda, pero llegaban tiempos importantes para él, y pensó que más le valía pegarse a Melmotte. El señor Samuel Cohenlupe también se fue con ellos, pues su papel en la velada no había sido muy lucido. Luego solamente quedaron los jóvenes, y pronto acordaron desplazar la noche a la sala de juegos. Todos esperaban que Fisker se retirara con los de más edad, pero no fue así. Nidderdale, que no sabía demasiado de hombres y razas, tenía dudas sobre si el caballero americano no sería un «chino descreído», como había leído en alguna poesía. Pero al señor Fisker le gustaba pasar un buen rato como al que más y se adentró decididamente en la sala de juegos. Lord Grasslough se unió a ellos, y pronto se pusieron manos a la obra, después de decidir que jugarían al lanterloo. El señor Fisker hizo una alusión al póker como un entretenimiento más deseable, pero lord Nidderdale, recordando su poesía, sacudió la cabeza. «¡Oh, no! Juguemos a algo respetable y cristiano». El señor Fisker procedió a declarar que todos los juegos de cartas le parecían aceptables, sin ningún tipo de prejuicio religioso.
Es necesario precisar que las partidas de cartas del Beargarden habían continuado sin mayores interrupciones y que, en conjunto, sir Felix Carbury había tenido suerte. Por supuesto, se habían producido vicisitudes, pero su estrella estaba en ascenso. Durante algunas noches, se había mantenido con tanta firmeza que el señor Miles Grendall le había sugerido a su amigo lord Grasslough que había gato encerrado. Lord Grasslough, que no estaba muy dotado, al menos no era un hombre suspicaz, y rechazó la idea de plano.
—Le vigilaremos —dijo Miles Grendall.
—Tú harás lo que te plazca, pero yo no pienso vigilar a nadie —replicó Grasslough.
Así que Miles había vigilado y vigilado en vano; y puede decirse que sir Felix, a pesar de sus muchos defectos, no era un esquirol. Ahora ambos le debían a sir Felix una considerable suma de dinero, y también Dolly Longestaffe, que no estaba presente en esta ocasión. Últimamente, muy poco dinero había cambiado de manos, poco en relación a las sumas que estaban inscritas en pagarés, aunque sir Felix aún disponía de suficiente caudal como para sentirse justificado, rechazando ejercer la prudencia que su madre le aconsejaba.
Cuando los pagarés se intercambian con facilidad entre un grupo similar de amigos, como el que nos ocupa, la repentina presencia de un extraño es muy desagradable, especialmente cuando el susodicho se dispone a partir hacia San Francisco a la mañana siguiente. Si se pudiera garantizar que el extraño iba a perder, entonces sin duda le considerarían un regalo de los dioses. Este tipo de extraños tienen los bolsillos llenos de dinero, una porción del cual sería como una dulce lluvia en época de sequía, a ojos del grupo de jóvenes. Cuando uno lleva tanto tiempo jugándose pagarés, los billetes de verdad poseen un encanto hasta entonces desconocido. Pero si ganase el extraño, entonces las complicaciones derivadas de tal hecho conllevan una situación de lo más incómoda, sin solución posible. Llegados a ese punto, la única salida era llamar a Herr Vossner, cuyos términos de préstamo eran también una garantía de ruina. En esta ocasión, desafortunadamente, no hubo un final cómodo. Desde el principio, Fisker se llevó la mano ganadora, y un montón de papelitos cayó en sus manos, muchos de ellos procedentes de sir Felix, aunque también los había con «G», por Grasslough y «N» por Nidderdale, y también un maravilloso jeroglífico que en el Beargarden sabían perfectamente que correspondía a D.L., Dolly Longestaffe, que a pesar de ser el responsable de la firma, no había participado en la velada de esa noche.
Y también estaban los pagarés con la firma de M.G., por Miles Grendall, que era una especie de documento peculiarmente abundante y de escaso atractivo en esas ocasiones comerciales. Hasta entonces, nunca le habían entregado un pagaré a Paul Montague en el Beargarden, ni tampoco lo había hecho nuestro amigo sir Felix. En esta ocasión, Montague también resultó agraciado por la suerte, aunque no tanto como Fisker. Sir Felix no dejó de perder, y se erigió prácticamente en el único gran perdedor de la noche. El señor Fisker fue quien ganó casi todo lo que se había perdido en aquella mesa de juego esa noche. Como tenía que tomar el tren de las 8:30 hacia Liverpool, y a las 6 de la mañana estaba contando todos los pagarés, declarándose poseedor de unas ganancias de seiscientas libras.
—Creo que casi todos proceden de usted, sir Felix —dijo Fisker, entregándole un fajo de pagarés al caballero.
—Efectivamente, así es. Pero son todos buenos, contra el dinero de estos caballeros.
Entonces, de perfecto buen humor, el americano procedió a extraer uno del montón que indicaba que Dolly Longestaffe le debía cincuenta libras.
—Es de Longestaffe —dijo Felix— y por supuesto, lo cambiaré.
De su bolsillo sacó otros pequeños documentos con la firma de M.G., que tenía tan poco valor entre ellos, y así alcanzó la suma.
—Son ciento cincuenta libras de Grasslough, ciento cuarenta y cinco de Nidderdale y trescientas veintidós con diez peniques, de Grendall —declaró el barón. Entonces sir Felix se levantó, como si hubiera pagado su deuda. Fisker, sonriendo y de buen humor, recolocó los pedacitos de papel frente a sí y entonces miró a sus compañeros de juego.
—Eso no es válido, lo sabéis perfectamente —dijo Nidderdale—. El señor Fisker debe recibir su dinero antes de irse. Tú lo tienes, Carbury.
—Por supuesto que lo tiene —dijo Grasslough.
—Pues resulta que no lo llevo encima —declaró sir Felix—, y si lo llevara, ¿qué?
—El señor Fisker regresa a Nueva York de inmediato —dijo lord Nidderdale—. Supongo que seremos capaces de reunir seiscientas libras, entre todos. Llamad a Vossner. Creo que debería ser Carbury quien pague, puesto que ha sido él quien lo ha perdido, y no esperábamos que utilizara nuestros pagarés para saldar su deuda, como ha hecho.
—Lord Nidderdale —dijo sir Felix—, ya he dicho que no llevo el dinero encia. ¿Por qué debería, especialmente si cuento con pagarés por una suma más que suficiente para hacer frente a mis pérdidas?
—En cualquier caso, hay que pagarle su dinero al señor Fisker —dijo lord Nidderdale, agitando de nuevo la campanita.
—No tiene la menor importancia, milord —dijo el americano—. Pueden enviármelo a Frisco, por correo, si les resulta más cómodo.
Y se levantó para ir a buscar su sombrero, para gran alegría de Miles Grendall. Pero los dos jóvenes lords no estaban de acuerdo en absoluto.
—Si realmente debe irse ahora mismo, permítame que vaya a buscarle a la estación para entregarle sus ganancias —dijo Nidderdale.
Fisker declaró que no debía molestarse. Por supuesto, esperaría diez minutos si así lo deseaba, pero la cuestión no tenía la menor importancia. ¿Es que no disponían de correo diariamente? Entonces Herr Vossner se levantó, enfundado en una bata, y mantuvo una discreta conversación en un rincón con los dos lores y con el señor Grendall. En pocos minutos, Herr Vossner extendió un cheque por el dinero adeudado por los dos caballeros, pero lamentaba no disponer de suficiente crédito con su banco como para aumentar la cifra. Así pues, quedó claro que Herr Vossner no pensaba adelantar la cantidad adeudada por el señor Grendall a menos que hubiera otros dispuestos a responder por el caballero.
—Supongo que lo mejor será enviarle el dinero por correo a América —dijo Miles Grendall, que no se había pronunciado sobre el tema mientras estuvo en la misma situación que los dos lores.
—Por supuesto. Mi socio, el señor Montague, le indicará la dirección. —Y despidiéndose con afecto de Paul, estrechó las manos de todos los presentes, con aspecto de no dar la menor importancia a la cuestión del dinero, procedió a irse no sin antes pronunciar un viva por la Compañía de Ferrocarril del Pacífico Sur Central y México.
Fisker no caía bien a nadie, porque sus modales no eran como los de ellos; su chaleco también era distinto. Fumaba su cigarro de manera diferente, y escupía en las alfombras. Decía «milord» demasiado a menudo, e irritaba a todos ya les tratara con familiaridad o con deferencia. Pero se había comportado razonablemente acerca de las deudas de juego, y ellos estaban en falta. Sir Felix era el culpable inmediato, pues debería haber entendido que no podía pagar a un extraño con pagarés que, por un pacto tácito, sí valían para pagar las deudas contraídas entre sí. Sin embargo, ahora no tenía ningún sentido insistir en el tema, aunque algo debía hacerse.
—Vossner debe recuperar su dinero —dijo Nidderdale—. Vamos a llamarle de nuevo.
—No creo que sea culpa mía —dijo Miles—. A nadie se le ocurrió que tendríamos que llamarle para que respondiera por las deudas de esa manera.
—¿Por qué no? —dijo Carbury—. Tú reconociste que tenías esas deudas al firmar los pagarés.
—Pienso que Carbury debería haber satisfecho la cantidad adeudada —dijo Grasslough.
—Grass, querido mío —dijo el barón—, tus intentos de pensar nunca valen demasiado. ¿Porqué iba yo a suponer que jugaríamos con un desconocido? ¿Acaso llevas tú cantidades ingentes de dinero en efectivo encima, para pagar en caso de que hubieras perdido tú? No sé, pero yo no voy por la calle con seiscientas libras esterlinas en el bolsillo; ¡y tú tampoco, no digas lo contrario!
—No sirve de nada quejarse —dijo Nidderdale—. Vamos a conseguir el dinero.
Montague se ofreció a cubrir la deuda con sus propios fondos, argumentando que solía realizar numerosas transacciones financieras con sus socios. Pero los demás no lo consintieron. Acababa de unirse al grupo de amigos, nunca había firmado un pagaré, y era el último que debía responsabilizarse de la falta de pecunio de Miles Grendall. En cambio, el joven cuya falta de liquidez —a la cual se sumaba una escandalosa incapacidad de conseguir crédito— permanecía en silencio, acariciando su espeso bigote.
Tuvo lugar una segunda ronda de conversaciones entre Herr Vossner y los dos caballeros, esta vez en una estancia diferente, que concluyó con la preparación de un documento mediante el cual el señor Miles Grendall se comprometía a pagarle a Herr Vossner cuatrocientas cincuenta libras al cabo de tres meses, y los dos lores, sir Felix y Paul Montague respaldaban su crédito. A cambio, el alemán consintió en entregarles trescientas veintidós libras y diez peniques en billetes y monedas de oro. Eso llevó un cierto tiempo, tras lo cual se sirvió y consumió té; después, Nidderdale, con Montague, salieron hacia la estación de ferrocarril para encontrarse con Fisker.
—No nos costará demasiado: unas cien libras por cabeza, todo lo más —dijo Nidderdale, en el taxi.
—¿Crees que Grendall no pagará?
—Por Dios, claro que no. ¿Cómo podría?
—Entonces, no debería jugar.
—Eso sería muy duro para él, pobre. Supongo que recuperaríamos el dinero si fuéramos a hablar con su tío, el duque. O Buntingford podría arreglarlo también. Quizá algún día gane, quién sabe, y entonces pueda saldar sus deudas. Sería justo con todo el mundo si tuviera dinero, ¡pobre Miles!
No les costó encontrar a Fisker, envuelto en brillantes mantas y un abrigo ribeteado con seda.
—Le traemos el dinero —dijo Nidderdale, acercándose a él en el andén.
—Milord, de veras, lamento muchísimo que se haya tomado tanta molestia por una nadería.
—Un hombre siempre debería cobrar sus ganancias cuando juega.
—Eso son detalles en Frisco, milord.
—Qué buena gente son ustedes en Frisco, vive Dios. Aquí pagamos en cuanto podemos. A veces no es posible pagar rápido, y entonces se produce una situación desagradable.
Volvieron a despedirse, y por fin Fisker salió hacia su destino.
—No es mal tipo, pero no se parece en absoluto a un caballero inglés —decretó lord Nidderdale, saliendo de la estación.