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Capítulo 6 Roger Carbury y Paul Montague

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Roger Carbury, de la casa Carbury, era el dueño de una pequeña propiedad en Suffolk, y era el cabeza de la familia Carbury. Desde la guerra de las Dos Rosas, los Carbury habían vivido en Suffolk, y siempre habían llevado una vida digna, pero no precisamente elevada. No había constancia de que ninguno hubiera alcanzado el título de caballero antes de sir Patrick, que incluso había superado ese nivel, pues le habían hecho barón. Sin embargo, habían conservado sus tierras, y estas les habían seguido allá donde iban, durante los peligros de las guerras civiles, la Reforma, la Commonwealth y la Revolución, y el cabeza de la familia Carbury siempre había sido dueño de y había residido en la casa Carbury. A principios del siglo actual, el señor de Carbury era un hombre notable; si no sus tierras, al menos su papel en la vida del condado sí lo era. Las rentas de las tierras le permitían vivir con comodidad y hospitalidad, beber oporto, montar un fornido caballo de caza, y mantener un viejo carro para que su esposa lo utilizara cuando iba de visita. Contaba con un mayordomo casi centenario, que nunca había vivido en otra casa, y un muchacho del pueblo cercano que era el aprendiz del mayordomo. También había una cocinera, a la que no le dolían prendas para lavar ella misma los platos, y un par de jóvenes doncellas, si bien la señora Carbury se ocupaba de llevar la casa, planchar y limpiar su propia colada, preparar mermelada casera y supervisar el curado de los embutidos. En el 1800, las tierras de los Carbury eran más que suficientes para mantener la residencia Carbury. Desde ese entonces, el valor de la propiedad había subido notablemente, y también los alquileres. Hasta el terreno había crecido, ganando nuevos campos colindantes. Pero los ingresos ya no bastaban para sufragar los gastos de la residencia de un caballero inglés. Hoy en día, cuando un hombre recibe la herencia de un terreno, lo primero que debe averiguar es hasta qué punto le perjudicará eso, hasta que esté seguro de que con las tierras llegan también rentas suficientes para mantenerlo todo. La tierra es un lujo, de todos ellos el más caro. Ahora los Carbury solamente tenían tierras. Suffolk no tenía ni carbón ni hierro, y ninguna gran ciudad había crecido en las cercanías de la propiedad de los Carbury. Ninguno de sus hijos mayores se había dedicado al comercio, ni se había abierto paso profesionalmente, añadiendo algún ingreso a la riqueza de los Carbury. No se había celebrado ninguna alianza con una rica heredera. No se habían arruinado, ni tampoco les habían acometido las desgracias. Pero en el momento de escribir estas líneas, el caballero de Carbury era un hombre pobre, simplemente a causa de la riqueza de los demás. Se suponía que sus tierras rendían unas dos mil libras al año. Si se hubiera contentado con abandonar la casa familiar, residir en el extranjero y que un agente de la propiedad lidiara con los inquilinos de sus tierras, sin duda habría tenido más que suficiente para vivir con lujos. Pero no: vivía en su propia tierra, con su familia, y al igual que todos los Carbury antes que él, era pobre porque estaba rodeado de vecinos ricos. Los Longestaffe de Caversham, de los cuales Dolly era el primogénito y la gran esperanza de su generación, tenían fama de ser muy ricos, y además el fundador de la familia había sido alcalde de Londres y canciller durante el reinado de la Reina Ana. Los Hepworth, que hacían gala de la más irreprochable nobleza, habían acogido entre sus filas a más de una heredera. Los Primero, que disfrutaban de un título respetuoso, Caballero Primero, gracias a la bondad de las gentes de la campiña, comerciaban con españoles hacía cincuenta años, y habían comprado la residencia Bundlesham de manos de un duque. Las propiedades de los tres caballeros, junto con las tierras del obispo de Elmham, rodeaban las de Carbury, y las ensombrecían.

Al señor Carbury no le importaba que el obispo fuera más rico que él. Deseaba que los obispos poseyeran riquezas, y se contaba entre los que creían que la legislación había perjudicado al campo al transformar los terrenos de la Iglesia en estipendios. Pero la grandeza de los Longestaffe y la fortuna obscena de los Primero sí le causaban sinsabor, aunque era un hombre incapaz de confesar dicho malestar ni al más querido de sus amigos. Era su opinión, y no la expresaba contundentemente, pero todos los que vivían con él la conocían: el lugar de un hombre en el mundo no debería depender de su riqueza. Los Primero estaban sin duda por debajo de él en la escala social, aunque los jóvenes de la familia poseyeran cada uno tres caballos, y mataran legiones de faisanes cada año, a diez chelines la cabeza. Hepworth de Eardly era un buen tipo, que no se daba ningún aire de grandeza y comprendía perfectamente cuáles eran sus deberes como caballero de la campiña inglesa; pero estaba a la par con los Carbury de Carbury, aunque supuestamente disfrutaba de siete mil libras esterlinas al año. Los Longestaffe, en cambio, eran asfixiantes. Sus lacayos llevaban pelucas blancas, incluso en el campo. Poseían una casa en la ciudad, y era propiedad suya, no de alquiler, y vivían como magnates. La señora de la casa era lady Pomona Longestaffe. Las hijas, francamente bonitas, estaban destinadas a casarse con jóvenes poseedores de un título nobiliario. El único hijo, Dolly, poseía o había llegado a poseer una fortuna propia. La familia al completo era excesiva, para un vecindario de campo. Y por si fuera poco, además de ser insoportablemente ricos, nunca lograban pagar sus deudas a nadie. Seguían viviendo con todos los privilegios de la riqueza. Las chicas siempre montaban a caballo, tanto en Londres como en el campo. El lector ya conoce a Dolly, que era un pobre hombre aunque de natural bondadoso; su energía se agotaba en una sola dirección. Se peleaba tozudamente con su padre, que solamente cobraba una pequeña renta de sus tierras. La casa de Caversham Park estaba llena de criados durante seis o siete meses al año, cuando no de invitados, y todos los comerciantes de los pueblos de alrededor, desde Bungay a Beccles pasando por Harlestone, sabían que los Longestaffe eran la familia principal del condado. Aunque ocasionalmente se quejaban por el impago de las cuentas pendientes, siempre ejecutaban las órdenes y los pedidos de los Longestaffe con puntualidad sumisa, porque todos creían ciegamente en la solidez de la fortuna Longestaffe. Y además, al fin y al cabo el dueño de tamaña fortuna no siempre puede detenerse en todas y cada una de sus facturas pendientes.

El señor Carbury de Carbury jamás había dejado a deber ni un chelín que no pudiera pagar, y su padre había seguido escrupulosamente la misma regla. No solía mandar pedidos excesivos a los comercios de Beccles, y se preocupaba de comprar solamente lo que le hacía falta, al precio justo. En consecuencia, a los comerciantes de Beccles no les gustaba mucho el señor Carbury; aunque tal vez uno o dos de los más ancianos aún mostraban cierta reverencia hacia la familia. El señor Roger Carbury de la casa Carbury era un Carbury de pura cepa, una distinción de la que, por naturaleza, no podían alardear ni los Longestaffe ni los Primero, y que por supuesto tampoco pertenecía a los Hepworth de Eardly. La mismísima parroquia en la que se erigía la mansión Carbury —o la Finca Carbury, como se la conocía más correctamente— era la parroquia de Carbury. Y luego estaba el coto de caza Carbury, a caballo entre Carbury y Bundlesham, pero que por desgracia pertenecía por completo a la circunscripción de Bundlesham.

Roger Carbury estaba solo en el mundo. Sus parientes más cercanos eran sir Felix y Henrietta, pero no eran más que primos segundos. Tenía hermanas, que hacía tiempo se habían casado y se encontraban con sus maridos muy lejos de Inglaterra: una en India y otra en el lejano oeste, en Estados Unidos. Carbury no estaba lejos de los cuarenta y permanecía soltero. Era un hombre fornido y de aspecto agradable, con un rostro firme y cuadrado, facciones afiladas, una boca pequeña, buenos dientes y una barbilla contundente. Era pelirrojo y de pelo rizado, aunque empezaba a perder cabello en la coronilla. Tenía unas finísimas, casi invisibles patillas y no llevaba barba. Sus ojos eran pequeños pero brillantes, y era alegre cuando estaba de buen humor. Medía casi dos metros de altura, y exudaba fuerza y una salud de hierro. Era todo un hombre. Caía bien de entrada, en parte porque al verlo, uno llegaba a la inconsciente convicción de que sería tozudo llevarle la contraria; y en parte por la convicción igualmente fuerte de que se llevaría bien con los amigos.

Cuando sir Patrick había vuelto inválido de India, Roger Carbury se había apresurado a viajar a Londres para visitarle, y se había portado amablemente con el anciano, invitándole a él y a sus hijos a venir al campo y pasar unos días en Carbury. A sir Patrick la residencia familiar le importaba un higo, y así se lo dijo a su primo, con esas palabras. Así pues, durante el resto de la vida de sir Patrick la relación entre él y Roger había sido más bien escasa. Pero cuando el violento y malcarado anciano murió, Roger visitó la casa por segunda vez, y volvió a ofrecer a su viuda y sus hijos la hospitalidad de su residencia. El joven barón por aquel entonces acababa de alistarse y no tenía ganas de visitar a su primo en Suffolk; pero lady Carbury y Henrietta habían ido a pasar un mes allí, y Roger se había desvivido por hacerlas felices. El esfuerzo, en lo relativo a Henrietta, había tenido éxito. En cuanto a la viuda, había que reconocer que Carbury no era precisamente del gusto de la dama, que ya apuntaba a la gloria literaria y profesional. O a una profesión de algún tipo, lo bastante provechosa como para compensarle los sinsabores de su juventud. «Mi querido primo Roger», como lady Carbury le llamaba, no tenía aspecto de estar en situación de ayudarla con ese objetivo. Además, a lady Carbury no le gustaba el campo. Había intentado charlar animadamente con el obispo, pero este era demasiado simple y sincero para ella. Los Primero eran odiosos y los Hepworth, estúpidos; los Longestaffe, arrogantes. Eso decía lady Carbury, después de intentar hacerse amiga de lady Pomona. Su conclusión, que había enunciado a Henrietta, era que «Carbury era muy aburrido».

Pero de repente, había sucedido algo que cambió radicalmente su opinión acerca de Carbury, y sobre su dueño. Después de unas pocas semanas, este las siguió hasta Londres, y muy pragmáticamente, pidió la mano de la hija a la madre. En ese momento tenía treinta y seis años de edad, y Henrietta no había cumplido los veinte. Era un hombre tranquilo, hasta flemático en su manera de cortejar a la joven. Henrietta le dijo a su madre que no se lo esperaba en absoluto, pero Roger tenía prisa y se mostraba muy persistente. Lady Carbury se puso de su parte sin dudarlo. Aunque la Finca Carbury no era precisamente de su agrado, le parecía un lugar ideal para Henrietta. Y en cuanto a la diferencia de edad, como ella tenía más de cuarenta años, un hombre de treinta y seis se le antojaba un jovencito. Pero Henrietta exhibió opiniones propias. Su primo le gustaba pero no estaba enamorada de él. Le sorprendió la petición de su mano, e incluso se molestó un poco. Le había alabado tanto, a él y a la casa, frente a su madre —pues en su inocencia ni se le había ocurrido que quisiera casarse con ella— que ahora le resultaba difícil darle una razón para rechazarlo. Sí, había dicho que su primo era encantador, pero no quería decir encantador en ese sentido. Rechazó la oferta de plano, pero al parecer no lo hizo tajantemente. Cuando Roger sugirió que se tomara un tiempo para pensarlo, y su madre asintió vigorosamente con la cabeza, Henrietta solamente pudo decir que no creía que fuera a cambiar de opinión. Su primera visita a Carbury tuvo lugar en septiembre. Tuvo que volver el febrero siguiente, casi contra su voluntad; una vez allí se había enfriado, se había sentido impotente y hasta adormecida en presencia de su primo Roger. Antes de que se marcharan, Carbury volvió a pedir su mano en matrimonio, pero Henrietta declaró que no podía ceder a sus deseos. No era capaz de darle ninguna razón, solamente que no le quería como a un marido. Pero Roger volvió a dejar claro que no pensaba abandonar. Que la amaba verdaderamente, y que el amor era algo muy serio para él. Todo sucedió en el curso de un año, antes del principio de nuestra narración.

También sucedió algo más. Durante la segunda visita a Carbury, se presentó allí un joven del cual Roger Carbury había hablado mucho a sus primas: Paul Montague, del cual hablaremos brevemente durante este capítulo. El caballero, pues así se llamaba siempre a Roger Carbury en su propia casa, no adivinó lo que sucedería al coincidir sus primas y Paul Montague. El resultado no podía ser más nefasto. Paul Montague se había enamorado de la prima de su anfitrión, y de ahí había brotado una gran infelicidad general.

Lady Carbury y Henrietta llevaban casi un mes en Carbury, y Paul Montague apenas una semana, cuando Roger Carbury se dirigió como sigue a su amigo:

—Tengo algo que decirte, Paul.

—¿Pasa algo grave?

—Muy grave para mí. Es lo más grave que ha sucedido nunca, en toda mi vida. —El dueño de Carbury había asumido inconscientemente la mirada determinada, que su amigo entendía bien, del que ha decidido llevar a cabo su deber, y luchar por él si es necesario. Montague lo conocía mucho, y percibió que sin querer había hecho algo para perjudicar la grave decisión de su amigo. Miró hacia arriba sin decir nada.

Roger prosiguió, con expresión seria:

—He pedido la mano de mi prima Henrietta.

—¿La señorita Carbury?

—Sí; Henrietta Carbury. No ha aceptado mi ofrecimiento. De hecho, me ha rechazado dos veces, pero aún tengo esperanzas de convencerla. Quizá no tengo derecho, pero no me daré por vencido. Te lo digo claramente. Mi vida y mi felicidad dependen de ello. Creo que puedo contar con tu buena voluntad.

—¿Por qué no me lo has dicho hasta ahora? —preguntó Paul Montague, con voz ronca.

A lo cual había seguido un repentino y rápido intercambio de palabras entre ambos hombres, cada uno de ellos contando su verdad, declarando que tenía razón y que el otro se había comportado abominablemente; los dos con voz cada vez más elevada, igual de generosos e irracionales. Montague afirmó al momento que él también amaba a la señorita Carbury. Declaró su seguridad de la manera más escueta e incompleta posible, pero sus palabras no dejaban lugar a las dudas. No, no le había dicho nada a la dama. Había pensado en hablar primero con el propio Roger Carbury; tenía pensado hacerlo en uno o dos días, quizá en ese mismo día si Roger no hubiera abierto fuego.

—No tienes ni un centavo para abrirte paso en el mundo —dijo Roger—, y ahora que sabes cuáles son mis sentimientos, debes abandonar tus intenciones.

Montague declaró que tenía todo el derecho a hablar con la señorita Carbury, aunque no tenía ningún indicio de que la joven sintiera nada por él. No, nada le hacía pensar eso. Era imposible, de todo punto. Pero aun así tenía derecho a su oportunidad, que significaba un mundo para él. En cuanto al dinero, no pensaba admitir que fuera pobre de solemnidad y además, era capaz de ganarse la vida como cualquiera. Si Carbury le hubiera dicho que la señorita estaba predispuesta a recibir sus atenciones, es decir, las de Roger, Paul desaparecería de escena en un santiamén. Pero al no ser así, no se atendría a la verdad si decía que estaba dispuesto a abandonar sus esperanzas.

La conversación duró más de una hora. Cuando terminaron, Paul Montague hizo las maletas y Roger le acompañó a la estación de tren, sin que tuviera ocasión de ver a ninguna de las dos damas. Se habían cruzado palabras muy fuertes, pero lo último que le dijo Roger a su rival en el andén no fue hostil.

—Que Dios te bendiga, amigo —dijo, apretando la mano de Paul. Los ojos de este brillaban, rebosantes de lágrimas, y por toda respuesta apretó a su vez la mano de su amigo.

Los padres de Paul habían fallecido hacía tiempo. El padre había sido abogado en Londres, y quizá dispusiera de una pequeña fortuna propia. En cualquier caso, le había dejado a su hijo, entre otros herederos, una cantidad suficiente como para establecerse por su cuenta. Paul llegó a la mayoría de edad y descubrió que poseía seis mil libras. Por ese entonces estaba en Oxford, y quería cursar derecho y ser abogado. Un tío suyo, hermano más joven de su padre, se había casado con una Carbury, la hermana más pequeña, aunque mayor que Roger. Ese tío se había instalado desde hacía años en California, y allí había adquirido la nacionalidad americana. Poseía extensas tierras, comerciaba con lana, grano y fruta; pero ni los Montague ni los Carbury supieron nunca a ciencia cierta si le iba bien o no. La relación entre las dos familias había establecido un lazo de afecto entre Paul Montague y Roger, ya desde que Paul era joven, a pesar de que no tenían ningún grado de parentesco, como le habrá quedado claro al lector. Roger, aún joven en esa época, se había hecho cargo de la educación del chico, y le había enviado a Oxford. Pero el plan de que Paul terminara sus estudios y luego se hiciera abogado, e hiciera carrera como juez en algún destino del país no había terminado bien. Paul se había visto envuelto en un altercado en Balliol, le habían propinado una paliza, luego se había peleado de nuevo y finalmente le habían expulsado. Desde luego, tenía talento para meterse en embrollos aunque como Roger Carbury sostenía, ninguno de esos incidentes era censurable, o al menos el papel de Paul en ellos no lo era. El chico tenía ya veintiún años, y con sus seis mil libras se fue a California, con su tío. Tal vez acariciaba la idea —basada en información escasa— de que los embrollos no eran un problema en California. Al cabo de tres años descubrió que no le gustaba la vida de granjero en California, y que tampoco le gustaba su tío. Así que regresó a Inglaterra, pero a su vuelta no pudo recuperar las seis mil libras invertidas en la granja de California. Efectivamente, se había visto obligado a volver sin su dinero, sin apenas lo bastante como para viajar de vuelta a casa; pero su tío le había asegurado que le enviaría un diez por ciento de rentas sobre su capital como un reloj, cada cuatrimestre. Debía ser un reloj estropeado, pues las cosas habían ido muy mal. Al final de los primeros cuatro meses llegó la cantidad prometida; luego, la mitad, y se produjo un largo intervalo sin un centavo. De repente, algún que otro pago irregular, aquí y allá; y luego se sucedieron doce meses sin nada. Al final de ese año, volvió a California con el dinero que Roger le había prestado para el viaje. Ahora volvía a encontrarse en Londres, con algo de efectivo y la garantía adicional de una hipoteca a su favor a nombre de un tal Hamilton K. Fisker, un socio de su tío, con el que habían montado una fábrica de harina. De acuerdo con ese documento, sus ingresos ascendían al doce por ciento de su capital, y además habían añadido su nombre al de los dueños de la empresa, que ahora se llamaba Fisker, Montague y Montague. Sus dos socios habían abierto oficinas en Fiskerville, a unas doscientas cincuenta millas de San Francisco, y los ánimos de Fisker y el tío de Paul estaban muy altos. Paul odiaba horriblemente a Fisker, no quería demasiado a su tío, y hubiera preferido con mucho recuperar sus seis mil libras. Pero no podía, y por eso regresó a Londres como uno de los dueños de Fisker, Montague y Montague, no del todo descontento pues había logrado recuperar lo bastante de su inversión inicial como para pagar lo que le debía a Roger, y vivir unos meses sin pasar penurias. Ahora quería decidir hacia dónde encaminar sus pasos, profesionalmente hablando, y hablaba diariamente con Roger acerca de ello, cuando repentinamente Roger se había dado cuenta de que el joven se estaba enamorando de la muchacha con la que él tenía intención de casarse, y de ahí la escena que acabamos de narrar.

No se le dijo nada a lady Carbury ni a su hija acerca de la verdadera razón que había causado la súbita desaparición de Paul. Simplemente, era necesario que viajara a Londres. Cada una de las damas probablemente adivinó algo de la verdad, pero ninguna de las dos mencionó el tema a la otra. Antes de que dejaran Carbury, el caballero volvió a pedir la mano de la joven, pero todo fue en vano. Henrietta estuvo más fría que nunca, pero pronunció una frase desafortunada, que acabó con todo el impacto de su frialdad. Le dijo a Roger que era demasiado joven como para pensar en el matrimonio. Ella quería decir, en realidad, que la diferencia de edad entre ambos era demasiado grande, aunque no sabía cómo explicarlo con delicadeza. A Roger le resultó fácil recordarle que en doce meses sería mayor, pero fue imposible convencerla de que con el transcurso de varios periodos de doce meses, la disparidad de edades de su primo y de ella desaparecería. Sin embargo, ni siquiera esa diferencia era el principal motivo que la empujaba a no querer casarse con Roger Carbury.

Al cabo de una semana, tras la partida de lady Carbury de la Finca Carbury, Paul Montague volvió, y fue recibido como un buen amigo. Se había comprometido a no ver a Henrietta durante al menos tres meses, pero nada más. «Si no acepta casarse contigo, no hay razón para que yo no lo intente», había sostenido. Roger ni siquiera quiso ceder en eso. Estaba convencido de que Paul debía retirarse completamente, en parte porque no disponía del menor ingreso, y en parte porque Roger había sido el primero en fijarse en Henrietta; y también en señal de gratitud, aunque sobre esta última razón, Roger jamás dijo palabra. Si Paul no se daba cuenta de ello, entonces su amigo no tenía el carácter que Roger le había atribuido.

Paul sí lo veía, y sentía numerosos escrúpulos. Pero, ¿por qué su amigo debía ser como el perro del hortelano? No dudaría en dejarle el camino libre a Roger si la muchacha le aceptaba, desde luego; entonces Paul no tendría la menor posibilidad. Roger contaba con la ventaja de las tierras de Carbury, mientras que él solamente poseía la dudosa participación en Fisker, Montague y Montague, en un pueblecito dejado de la mano de Dios, a doscientas cincuenta millas de San Francisco. Pero si ni aún con esa ventaja de su lado, Roger conseguía nada, ¿por qué iba él a dejar de intentarlo? Lo que Roger decía acerca de su falta de estabilidad económica era una sandez. Paul estaba seguro de que no habría objetado lo mismo si su amigo no hubiera estado interesado por la misma mujer. Se dijo que tenía dinero, aunque estuviera en manos dudosas, y que no pensaba renunciar a Henrietta por esa razón.

Volvió a Londres en varias ocasiones en busca de los empleos que algunos conocidos le habían prometido a medias, y después del plazo de tres meses, visitó constantemente a lady Carbury y a su hija. Pero de vez en cuando tenía que prometerle de nuevo a Roger Carbury que no declararía su pasión a la joven: durante dos meses, luego seis semanas, y aún otro mes. Mientras tanto, los dos hombres conservaban su amistad, y tanto era así que Montague se pasaba la mayor parte del tiempo como invitado de Roger. La amistad se mantenía, si bien con el tácito entendimiento de que Roger Carbury explotaría en un arrebato de hostilidad si Paul alguna vez lograba hacerse con el puesto del pretendiente oficial de Henrietta Carbury, y que todo seguiría sin el menor altercado si alguien convencía a Henrietta de convertirse de una vez por todas en dueña de Carbury. Así siguieron las cosas hasta la noche en que Montague se encontró con Henrietta en el baile de los Melmotte. El lector debería saber, llegados a este punto, que Paul Montague ya había mantenido un romance previamente: con una viuda, la señora Hurtle, con la que había tratado desesperadamente de casarse antes de su segundo viaje a California. Roger Carbury había impedido el enlace, al considerar que se trataba de una locura de su joven amigo, ofuscado por la pasión.

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