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Capítulo 15 «Debes recordar que yo soy su madre»
Оглавление—Qué amable eres —exclamó lady Carbury, aceptando la mano de su primo para salir del carruaje.
—Lo mismo digo —dijo Roger.
—Lo pensé mucho antes de atreverme a escribirte. Pero tenía tanta nostalgia por volver al campo y amo tanto a Carbury. Y…, y…
—En efecto, ¿dónde escaparía un Carbury de la contaminación de Londres, si no es aquí? Pero me temo que a Henrietta le parecerá aburrido.
—No, no —dijo Hetta sonriendo—. Recuerda que nunca me aburro en el campo.
—El obispo y la señora Yeld vendrán a cenar mañana, con los Hepworth.
—Qué alegría ver al obispo de nuevo —dijo lady Carbury.
—Todo el mundo debe estar contento de verlo, porque es un hombre entrañable y muy bueno. Su esposa es igual que él. Y también vendrá un caballero al que no conocéis.
—¿Un vecino nuevo?
—Sí, exactamente. El padre John Barham, que ha venido para ejercer de párroco en Beccles. Tiene una casita a una milla de aquí, en esta parroquia, y cubre tanto Beccles como Bungay. Hace tiempo conocí un poco a su familia.
—¿Es un caballero, entonces?
—Desde luego. Estudió en Oxford y luego se convirtió en lo que suelen llamar un joven perverso, y luego converso. No posee un chelín en este mundo, más allá de su estipendio religioso, que creo que es más o menos lo que cobra un campesino. El otro día me dijo que se ve obligado a comprar ropa de segunda mano para poder vestirse.
—¡Qué escandaloso! —exclamó lady Carbury, llevándose las manos a las mejillas.
—A él no le parecía ningún escándalo cuando me lo contaba. Nos hemos hecho bastante amigos.
—¿Y crees que al obispo le gustará?
—¿Por qué no? Ya le he hablado de él, y tiene especial interés en conocerlo. No creo que le caiga mal. Pero quizá a ti y a Hetta os aburra.
—Estoy segura de que no será así —dijo Henrietta.
—De hecho, hemos venido aquí para escapar de esas eternas veladas sociales de Londres —declaró lady Carbury.
Sin embargo, a lady Carbury no le había gustado saber que vendrían más invitados a Carbury. Sir Felix había prometido llegar el sábado, con la intención de regresar el lunes, y lady Carbury esperaba que en el ínterin fuera posible organizar una visita a Caversham para que su hijo disfrutara de las oportunidades que la proximidad de Marie Melmotte le brindarían.
—También he invitado a los Longestaffe para que vengan el lunes —dijo Roger.
—¿Sabes si han llegado ya?
—Creo que se disponían a salir ayer. Siempre hay una alteración en el ambiente y una perturbación en el condado cuando la familia Longestaffe viene y va, y me pareció percibir sus efectos alrededor de las cuatro de esta tarde. Aunque creo que no aceptarán mi invitación.
—¿Por qué no?
—Nunca lo hacen. Probablemente tienen la casa llena de invitados, y saben que la mía no es muy grande. Seguro que nos invitan a visitarlos el martes o el miércoles, y si quieres podemos ir.
—Sí, ya sé que tienen invitados —dijo lady Carbury.
—¿Qué invitados?
—Los Melmotte —declaró lady Carbury, y al anunciarlo notó que le fallaban la voz y la templanza; no podía mencionar el hecho sin que se le notase lo mucho que le importaba.
—¡Los Melmotte en Caversham! —dijo Roger, mirando a Henrietta, que se ruborizó al recordar que la habían traído a rastras a casa de su pretendiente solo para que su hermano tuviera la ocasión de cortejar a Marie Melmotte fuera de Londres.
—Sí, la señora Melmotte me lo dijo. Supongo que las dos familias se tratan con frecuencia.
—¡El señor Longestaffe ha invitado a los Melmotte a Caversham!
—¿Por qué no?
—Antes de que lo hicieran los Longestaffe, sería más probable que lo hubiera hecho yo. Y sabes lo lejos que estoy de hacer algo así.
—Creo que el señor Longestaffe precisa de una pequeña ayuda monetaria.
—¡Y así es como piensa obtenerla! Supongo que pronto no importará a quién conoce uno o a quién no. Las cosas ya no son como eran, por supuesto, ni volverán a serlo. Quizá el cambio sea para bien, no diré que no. Pero que un hombre como el señor Longestaffe acepte a alguien como Melmotte en los salones de su esposa… —Henrietta se ruborizó aún más. Hasta lady Carbury lo hizo, porque se acordó de que Roger Carbury sabía que había llevado a su hija al baile de la señora Melmotte. El propio Roger cayó en la cuenta en cuanto hubo hablado y trató de excusarse—: No es que en Londres no me parezcan mala gente, pero desde luego en el campo son mucho peores.
Los preparativos para que las damas se instalaran interrumpieron la conversación. Los criados las acompañaron a sus habitaciones mientras Roger volvía a salir al jardín. Empezó a comprenderlo todo. ¡Lady Carbury había venido a su casa para estar cerca de los Melmotte! Algo que le costaba no encontrar reprochable. No habían venido porque quisieran verlo. Roger opinaba que Henrietta no debía estar en la casa, pero podría haber perdonado la situación fácilmente, porque la muchacha le encantaba. Podría haber perdonado la situación incluso aunque creyera que su madre la había traído para que la conquistara con más facilidad. Porque, de ser así, los objetivos de la madre coincidirían con los suyos, y por eso podría haber perdonado la maniobra, aunque no la aprobara. Hasta cierto punto, era un bálsamo para su amor propio herido. Ahora caía en la cuenta de que su casa y su persona eran meros instrumentos para que el vil proyecto de casar a dos personas viles llegara a buen puerto, y eso le indignaba.
Mientras reflexionaba sobre este descubrimiento, lady Carbury salió a buscarlo al jardín. Se había cambiado de vestido y se había acicalado, como tan bien sabía hacerlo. Y ahora su rostro había mudado a la más dulce de las sonrisas. Su mente también estaba ocupada con los Melmotte, y deseaba explicarle a su ceñudo y terco primo todas las bondades que lloverían sobre ella y los suyos si lograban la alianza con la heredera.
—Roger, entiendo que no te guste esa gente —empezó mientras lo cogía del brazo.
—¿Qué gente?
—Los Melmotte.
—No me desagradan. ¿Cómo van a desagradarme, si ni siquiera los he visto? Simplemente me disgusta la gente que quiere codearse con ellos porque se rumorea que son ricos.
—Es decir, te refieres a mí.
—No, prima. No me refiero a ti. Tú no me disgustas, como bien sabes, aunque no me complace que persigas a esa gente. Pensaba más bien en los Longestaffe.
—¿Acaso crees que los persigo, como dices, por placer? ¿Crees que visito su casa porque me gusta contemplar el esplendor con el que viven? ¿O que he venido hasta aquí tras ellos porque espero obtener algo a cambio?
—Yo no los habría perseguido en absoluto.
—Desde luego que regresaré a Londres si tú me lo pides, pero déjame que te explique lo que quiero decir. Sabes cuál es el problema de mi hijo, mucho mejor, me temo, que él mismo. —Roger asintió en silencio—. ¿Qué puede hacer? La única oportunidad para un joven en su posición es casarse con una heredera. Y es guapo; no puedes negarlo.
—La Naturaleza ha sido generosa con él.
—Debemos aceptarlo como es. Lo enviaron al ejército cuando era muy joven y heredó una pequeña fortuna cuando aún no había madurado. Quizá podría haberle ido mejor, ¿pero cuántos jóvenes como él, colocados frente a las mismas tentaciones, habrían salido incólumes? La cuestión es que no le queda nada.
—Me temo que no.
—Y por lo tanto, ¿no es imperativo que se case con una muchacha con dinero?
—Eso equivale a robarle el dinero a su futura esposa, lady Carbury.
—Ay, Roger, ¡qué duro eres!
—Un hombre debe ser duro o blando. ¿Qué te parece más adecuado?
—Con las mujeres creo que un poco de suavidad es mejor. Quiero que entiendas lo de los Melmotte. Está claro que la joven no se casará con Felix a menos que ella lo ame.
—Pero, ¿la quiere?
—¿Por qué no habría de hacerlo? ¿Es que no puede amarla nadie, solo porque tiene dinero? Por supuesto que busca marido, ¿y por qué no habría de tener a Felix si es quien le gusta? ¿No entiendes mi preocupación por brindarle un lugar que no sea una vergüenza para su nombre y para la familia?
—Mejor no hablemos de la familia, Lady Carbury.
—Pero pienso tanto en ello.
—Nunca lograrás que admita que nuestra familia se vería beneficiada por un matrimonio con la hija del señor Melmotte. Lo considero peor que el barro que hay en la cuneta. A mi anticuado modo de ver, todo su dinero, si lo tiene, no representa ninguna diferencia. Cuando hay un matrimonio en juego, las personas deberían conocerse, saber algo el uno del otro. ¿Quién sabe algo de este hombre? ¿Quién puede estar seguro de que ella es su hija?
—Le dará su fortuna cuando se case.
—Sí, todo se reduce a eso. Hay gente que lo tacha abiertamente de aventurero y de estafador. Ni siquiera fingen que es un caballero. Todo el mundo es consciente de cómo amasa su dinero: no mediante el comercio honrado, sino con triquiñuelas ocultas, como un tahúr. Un hombre que no se merece ni entrar en nuestras cocinas, mucho menos llegar hasta nuestra mesa, por sus propios méritos. Pero ha aprendido el arte de hacer dinero, así que no solo lo aguantamos, sino que nos arrojamos sobre su cuerpo como aves de rapiña.
—¿Quieres decir que Felix no debería casarse con la chica, incluso si se quieren?
Roger sacudió la cabeza, disgustado, seguro de que cualquier idea de amor por parte del joven era una farsa y una pretensión, no solo de cara a él, sino también a su madre. Sin embargo, no podía afirmarlo en voz alta, y al mismo tiempo deseaba que lady Carbury se diera cuenta.
—No tengo nada más que decir al respecto —continuó—. Si hubiera sucedido en Londres, no habría dicho nada. No es asunto mío. Pero al saber que la muchacha en cuestión se encuentra en el vecindario, en una casa como Caversham, y que Felix viene aquí para estar cerca de su presa, cuando se me pide que sea cómplice en la conspiración, solo puedo decir lo que pienso. Tu hijo será bienvenido en mi casa porque es tu hijo y mi primo, aunque no apruebe su modo de vida. Pero desearía que hubiera optado por otro lugar donde llevar a cabo su conquista.
—Si quieres, Roger, regresaremos a Londres. Me resultará difícil explicárselo a Hetta, pero nos iremos.
—No es lo que quiero.
—¡Pero has dicho cosas tan duras! ¿Cómo vamos a quedarnos? Hablas de Felix como si fuera un malvado. —Lady Carbury lo miró con la esperanza de obtener de él una contradicción a dicha afirmación, una retractación, una palabra amable; pero era lo que él pensaba, y Roger no tenía nada que decir. Su prima podía soportar muchas cosas; no era delicada para con la censura implícita o explícita. Había tenido que aguantar palabras mucho más duras y estaba preparada para lo que viniera. Si Roger la hubiera criticado a ella o a Henrietta, lo habría aguantado en nombre de los beneficios venideros. Además, podría haberlo perdonado más fácilmente porque no habrían sido críticas justas. Pero por su hijo estaba dispuesta a luchar. ¿Quién lo defendería, sino ella?
—Me duele, Roger, que nuestra visita te haya incomodado. Pero creo que será mejor que nos vayamos. Eres muy duro y eso me destroza.
—No era mi intención.
—Dices que Felix está en busca de su… presa y que ha venido aquí para estar cerca de ella. ¿Qué palabras pueden ser más duras que esas? En cualquier caso, debes recordar que yo soy su madre.
Expresó muy bien su sentimiento de ofensa. Roger comenzó a avergonzarse y a pensar que había pronunciado palabras excesivas. Y sin embargo, no sabía cómo retirarlas.
—Si te he herido, lo lamento mucho.
—Por supuesto que me has herido. Creo que voy a entrar en casa. ¡Qué duro es el mundo! Vine aquí para gozar de la paz y del sol y de repente se ha desatado una tormenta.
—Me has preguntado acerca de los Melmotte y me he visto obligado a responder. No era mi intención ofenderte.
Caminaron en silencio hasta que llegaron a la puerta que llevaba a la casa desde el jardín y ahí Roger la detuvo.
—Si he sido excesivamente duro contigo, déjame que te pida perdón.
Lady Carbury sonrió y se inclinó, pero su sonrisa no era de perdón. Luego intentó acceder a la casa.
—Por favor, no vuelvas a hablar de regresar a Londres, prima.
—Creo que voy a ir a mi habitación. Me duele tanto la cabeza que casi no lo puedo soportar.
Era última hora de la tarde, alrededor de las seis, y según su costumbre diaria debería haber dado una vuelta por el despacho y las tierras para ver a sus hombres al final de la jornada, pero se quedó quieto unos instantes en el lugar donde lady Carbury le había dejado y se alejó lentamente por el césped hasta el puente. Allí se sentó en el parapeto. ¿Era posible que abandonara su casa en un arranque de ira y se llevara a su hija con ella? ¿Así debía separarse de la única persona que amaba en el mundo? Roger era muy consciente de los deberes de la hospitalidad y estaba convencido de que un caballero en su propia casa debía desplegar una cortesía para con sus huéspedes más dulce, más suave, más amable que en cualquier otro lugar. Y de todas sus huéspedes, las que ostentaban su propio apellido eran las que más derecho tenían a la cortesía en la Finca Carbury. Roger administraba el lugar para el disfrute de otros. Pero si había una persona entre las demás para quien la casa debía ser un refugio, no una morada de problemas, en cuyo nombre, si fuera posible, Roger haría el aire más suave y las flores más dulces que de costumbre, a quien pensaba declarar, si por fin lograba pronunciar esas palabras, que era la dueña de la casa y de él mismo, era a su prima Hetta, quisiera concederle la mano o no. ¡Ahora, su invitada acababa de informarle de que, debido a su actitud, Hetta y ella regresarían a Londres!
Y no podía negarlo. Sabía que había sido duro. Se había expresado en términos inequívocos. También era verdad que no podría haber expresado su opinión sin utilizar palabras duras ni reprimido lo que quería decir sin reprochárselo. Pero en su actual estado de ánimo no podía consolarse para justificarse a sí mismo. Lady Carbury le había hecho recordar que Felix era su hijo; y mientras así hablaba, había actuado como una madre indignada. El corazón de Roger era tan blando que, a pesar de que sabía que su prima era una falsa y su hijo, un inútil, se condenó a sí mismo. No podía consolarse. Cuando llevaba sentado media hora sobre el puente, se volvió hacia la casa para vestirse para la cena y preparar una disculpa, si es que la aceptaban. En la puerta, de pie como si lo esperara, se encontró a su prima Hetta. Llevaba en su pecho la rosa que Roger había colocado en su habitación y cuando se acercó a ella, pensó que en sus ojos había más bondad y cariño hacia él de lo que nunca había visto antes.
—Roger… —dijo ella—. Mamá está tan triste.
—Me temo que la he ofendido.
—No es eso, sino que te hayas enfadado tanto con Felix…
—Estoy enfadado conmigo mismo por haberle causado el menor disgusto a tu madre. Más de lo que puedo expresar con palabras.
—Ella sabe lo bueno que eres.
—No, no es verdad. Me he comportado muy mal. Estaba tan ofendida conmigo que ha hablado de volver a Londres. —Hizo una pausa para que ella hablara, pero Hetta no tenía nada que decir en ese momento—. Me sentiría un miserable si se fuera a Londres disgustada conmigo.
—No creo que lo haga.
—¿Y tú? ¿Estás enfadada?
—No. Nunca me atrevería a estar enfadada contigo. Desearía que Felix se comportara mejor. Dicen que los hombres jóvenes pasan por etapas malas y que luego mejoran a medida que maduran. Ahora Felix tiene un trabajo en la City, un cargo de director, y mamá piensa que eso le hará bien. —Roger no podía expresar ninguna esperanza en este sentido, ni siquiera fingir que respetaba la compañía o la junta directiva—. No veo por qué no debería intentarlo, al menos.
—Querida Hetta, ojalá fuera como tú.
—Las mujeres somos diferentes, ya lo sabes.
No fue hasta bien entrada la noche, mucho después de la cena, cuando Roger pudo presentar sus disculpas formales a lady Carbury, y ella por fin aceptó.
—Creo que fui muy severo contigo, prima, cuando hablamos de tu hijo Felix —dijo—, y te pido disculpas.
—Fuiste firme, eso fue todo.
—Un caballero nunca debe comportarse así con una dama, y menos con sus propios invitados. Espero que me perdones.
Lady Carbury le respondió poniendo la mano sobre su brazo y sonriendo, lo que puso fin a la pelea. Entendía la magnitud de su triunfo y pensaba utilizarlo a fondo. Ahora Felix podía venir a Carbury, y de ahí presentarse en Caversham y seguir con su cortejo, mientras que el dueño de Carbury tendría que contener sus objeciones. Y si Felix venía, no corría el riesgo de tener que irse con la cola entre las piernas. Roger entendería que la cortesía lo obligaba a comportarse correctamente, y la severidad de sus afirmaciones le impulsarían aún más a ser un perfecto anfitrión. Lady Carbury tenía instinto para adivinar esas cosas. Roger también, y aunque su actitud era amable y cortés y se esforzó por que su casa resultase tan cómoda como fuera posible para sus dos invitadas, en cierto modo sentía que le habían robado su derecho a censurar todo lo relativo a los Melmotte. Durante la velada llegó una nota, o mejor dicho, un puñado, desde Caversham. La que estaba dirigida a Roger era una carta. Lady Pomona lamentaba comunicarle que los Longestaffe no tendrían el placer de cenar en la residencia Carbury porque tenían la casa llena de invitados. Esperaba que Roger y sus parientes, pues lady Pomona había oído que se alojaban esa semana en Carbury, tuvieran a bien cenar con ellos bien el lunes o el martes de la semana siguiente, según les conviniera. Esa era la misión de la carta de lady Pomona a Roger. Además, había también tarjetas de invitación para lady Carbury, su hija y para sir Felix.
Mientras Roger leía la carta, le entregó las tarjetas a lady Carbury y le preguntó qué deseaba hacer. El tono de su voz al hablar era estridente, como si aún contuviera parte de su anterior dureza. Pero lady Carbury sabía cómo jugar su triunfo.
—Me encantaría ir —declaró.
—Desde luego, yo no asistiré —dijo Roger—, pero no será ningún problema organizar la velada. Debes contestar cuanto antes: el criado se ha quedado esperando una respuesta.
—El lunes sería mejor —dijo lady Carbury—. Es decir, si no tienes previsto que vengan invitados aquí.
—No, el lunes no.
—Queda claro que Hetta, Felix y yo sí aceptamos la invitación.
—Haz lo que te parezca mejor —dijo Roger, aunque pensaba en lo delicioso que sería que Henrietta se quedara con él mientras los demás partían, y en lo muy pernicioso que le parecía que Hetta se mezclara con los Melmotte de nuevo. La pobre muchacha no podía decir nada. Por su parte, desde luego que no tenía ningún deseo de alternar con los Melmotte, pero tampoco de quedarse cenando a solas con su primo Roger.
—Será lo mejor —dijo lady Carbury después de reflexionar un momento—. Es muy generoso por tu parte.
—Por supuesto, debes hacer lo que te convenga más —replicó, pero su tono aún albergaba el trasfondo de censura que lady Carbury temía.
Un cuarto de hora más tarde, el criado de los Caversham estaba de camino a su finca con dos cartas, una de Roger expresando su desazón por no poder aceptar la invitación de lady Pomona y otra de lady Carbury en la que declaraba que sería un placer para ella y sus hijos cenar en Caversham el lunes.