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Capítulo 21 Todos los frecuentan
ОглавлениеCuando los Melmotte se fueron de Caversham, la casa quedó desolada. La tarea de entretenerlos había llegado a su fin y si el regreso a Londres estuviera fijado para una fecha cercana, las mujeres de la familia podrían estar tranquilas, pero como el jueves y el viernes llegaron y se fueron sin novedades, lady Pomona y Sophia Longestaffe empezaron a experimentar un pánico atroz. Georgiana también estaba impaciente, pero afirmaba con descaro que una traición como la que apuntaban madre e hija era del todo imposible. Su padre no se atrevería a proponerlo. Cada día, en tres o cuatro ocasiones, dejaban caer sutiles comentarios e indicaciones en presencia del señor Longestaffe. Pero este se negaba a fijar la fecha hasta que no llegara una carta en concreto y no quería oír hablar del tema.
—Supongo que, en cualquier caso, nos podemos ir el martes —dijo Georgiana el viernes por la noche.
—No sé porqué ibas a suponer nada parecido —replicó su padre.
La pobre lady Pomona, empujada por sus hijas, le rogó que fijara una fecha para su regreso a Londres. Pero no lo hizo con tanta audacia como su hija, ni tampoco estaba tan ansiosa por la respuesta de su marido. El domingo antes de ir a misa se produjo una gran discusión en el piso de arriba. El obispo de Elmham iba a pronunciar el sermón en la iglesia de Caversham y las tres damas se habían puesto sus mejores tocados. Estaban en la habitación de su madre, justo después de arreglarse. Se suponía que la carta en cuestión había llegado. Lo que sabían a ciencia cierta era que el señor Longestaffe había recibido una nota de su abogado, pero aún no había mencionado cuál era su contenido. A la hora del desayuno había guardado un ominoso silencio, y según Sophia, más desagradable que nunca. La cuestión había surgido a raíz de los sombreros.
—Llevadlos sin miedo, porque no creo que os los vean en Londres —dijo lady Pomona.
—No lo dirás en serio, mamá.
—Así es, querida. Tu padre tenía un aspecto muy serio cuando se guardó esos documentos en el bolsillo. Y lo conozco bien.
—No es posible. Lo prometió —dijo Sophia— y, a cambio, nosotras aguantamos a esa gente horrenda.
—Bueno, querida, si tu padre dice que no podemos volver, supongo que tenemos que creerle. La decisión es suya. Quiero decir que si pudiera, estoy segura de que no nos lo negaría.
—¡Pero, mamá! —exclamó Georgiana, escandalizada de que la traición se extendiera no solo al adversario natural, pues se había comprometido con un pacto que ahora violaba, sino también a su propia madre.
—Querida, ¿qué podemos hacer? —dijo lady Pomona.
—¡Hacer! —exclamó Georgiana—. Pues hacerle comprender que no puede aplastarnos así como así. Sí, haré algo, vaya si lo haré. Si piensa tratarme así, me fugaré con el primer hombre que me acepte, y no me importa quién sea.
—Georgiana, por el amor de Dios, no digas eso. Me vas a matar a disgustos.
—Le romperé el corazón, eso es lo que haré. A él no le importamos nada, ni si somos felices o desgraciadas, pero el nombre y la reputación de la familia sí le importan, ¿verdad? Le diré que no pienso ser una esclava. Me casaré con un comerciante de Londres antes de quedarme aquí enterrada.
La joven señorita Longestaffe estaba ya perdida en las garras de la pasión indignada que la perspectiva de quedarse en Caversham despertaba en ella.
—Ay, Georgey, no digas cosas tan espantosas —suplicó su hermana.
—A ti todo te parece bien, Sophy. Ya tienes a Whitstable.
—No tengo nada.
—Sí que lo tienes, cazado y bien atado. Dolly hace lo que le apetece y gasta el dinero como y cuando quiere. Y a mamá no le importa dónde se encuentre, claro está.
—Eres muy injusta —se lamentó lady Pomona— y estás diciendo cosas horribles.
—No soy injusta. A ti no te importa, y Sophy ya tiene la vida arreglada. ¡Yo soy la que se sacrificará! ¿Cómo voy a conocer a alguien en este agujero inmundo? Papá me lo prometió y debe cumplir con su palabra.
Entonces se oyó una voz aguda desde el vestíbulo que gritaba:
—¿Pensáis venir a la iglesia o vais a tener el carruaje esperando todo el día?
Por supuesto que irían a la iglesia, pues era lo que hacían cuando estaban en Caversham; y con mayor motivo hoy, porque el obispo era el encargado del sermón, y por los sombreritos. Bajaron todas en tropel hasta donde esperaba el carruaje, con lady Pomona abriendo camino. Georgiana las seguía y pasó frente a su padre sin dirigirle una mirada. Tampoco cruzaron palabra de camino a la iglesia ni a la vuelta. Durante el servicio, el señor Longestaffe se quedó de pie y repitió las respuestas con voz tajante. Siempre había sido un ejemplo para la vida de la parroquia. Las tres damas se arrodillaron con elegancia y se sentaron durante todo el sermón sin manifestar la más pequeña señal de cansancio ni de atención. No entendían el significado de las frases que pronunciaba el obispo ni les importaba. Aguantaban y esa era su fuerza. Si el obispo hubiera hablado durante cuarenta y cinco minutos en lugar de media hora, tampoco se habrían quejado. Era el mismo tipo de resistencia que le permitía a Georgiana esperar año tras año la llegada de un marido adecuado. Asumía cualquier cantidad de tedio a cambio de la oportunidad justa de que llegara su momento. Pero quedarse en Caversham todo el verano sería tan malo como asistir a un sermón eterno del obispo. Después de misa volvieron a casa a comer, y también esa comida se desarrolló en silencio. Cuando hubieron terminado, el cabeza de familia se instaló en un sillón, evidentemente buscando la soledad. De ser así, habría meditado acerca de sus penurias a solas, se habría quedado dormido y habría pasado la tarde en paz. Pero no iba a ser así. Sus dos hijas se quedaron hasta que los criados retiraron la comida y aunque lady Pomona trató de irse, volvió al descubrir que sus hijas no la habían seguido. Georgiana le había dicho a su hermana que pensaba vérselas con su padre y, por supuesto, Sophia se había quedado a petición de su hermana. Cuando la última bandeja desapareció de la mesa, Georgiana abrió fuego:
—Papá, ¿no crees que deberías fijar el día en que vamos a regresar a Londres? Nos gustaría saberlo por los compromisos, como te puedes imaginar. La fiesta de lady Monogram es el miércoles y le prometimos que íbamos a ir.
—Ya puedes escribir a lady Monogram y decirle que no asistiréis a su fiesta.
—¿Por qué no, papá? Podemos irnos el miércoles por la mañana.
—No será posible.
—Pero, querido, entiéndenos: nos gustaría saber cuándo volveremos —dijo lady Pomona.
Hubo una pausa. Hasta Georgiana, en su actual estado de ánimo, habría aceptado una fecha indefinida, distante, como compromiso.
—Pues no puede ser —zanjó el señor Longestaffe.
—¿Cuánto crees que tendremos que quedarnos aquí? —preguntó Sophia en voz baja y tensa.
—No sé lo que quieres decir con tener que quedarte aquí. Esta es vuestra casa, y aquí vais a vivir.
—Pero, ¿volveremos? —preguntó Sophia. Georgiana permanecía quieta, en silencio, esperando.
—No, esta temporada no volveremos a Londres —decretó el señor Longestaffe, abriendo con violencia el periódico que sostenía en sus manos.
—¿Ya está decidido? —dijo lady Pomona.
—Así es —declaró el señor Longestaffe.
¡Qué gran traición! En la mente de Georgiana, la indignación se hacía virtud al pensar en la falsedad de su progenitor. De no ser por su promesa, no se habría ido de Londres ni se habría dejado contaminar por los Melmotte. Y ahora le decían que esa promesa se rompía total y absolutamente, que no podría regresar nunca a Londres, ni siquiera a la casa de los despreciables Primero, ¡que la única opción que le quedaba era huir de la casa de su padre!
—Entonces, papá —dijo con supuesta calma—, has roto la palabra que nos diste con premeditación y alevosía.
—¡Cómo te atreves a hablarme así, niña descarada!
—No soy una niña, papá, como bien sabes. Soy dueña de mi propio destino, por ley.
—Pues ve y sé dueña de ese destino. ¡Mira que decirme que te mentí premeditadamente, a mí que soy tu padre! Si vuelves a decir algo así, no volverás a comer en el salón, sino que te quedarás castigada en tu habitación, o no volverás a comer en esta casa.
—Prometiste que volveríamos si veníamos a Caversham y tratábamos bien a esos horribles…
—No pienso discutir con una niña insolente, malcriada y desobediente como tú. Si tengo algo que decir al respecto, se lo diré a tu madre. A ti debería bastarte que yo, que soy tu padre, te dijera que vamos a vivir aquí. Ahora vete y pon la cara que quieras, no me importa. Pero que no te vea.
Georgiana miró a su madre y a su hermana con majestuosidad y abandonó la estancia. Aún estaba meditando cuál sería su venganza, pero su ira se había apagado un poco y no se atrevió a seguir reprochándole a su padre el incumplimiento de lo pactado. Se encerró en su habitación, donde generalmente vivía, y allí se quedó, temblando de ira. Más tarde siguió la conversación entre las damas.
—¿Piensas aguantar esto, mamá?
—¿Y qué podemos hacer, querida?
—Yo pienso hacer algo. No voy a dejar que me tomen el pelo y me engañen cuando es mi vida lo que está en juego. Siempre me he portado bien con él, he hecho lo que quería sin quejarme y no he gastado más de la cuenta. —Esto iba por su hermana mayor, que sí era más manirrota—. Jamás he permitido que hubiera rumores sobre mí, siempre estoy dispuesta a ayudar si hace falta. ¡Le llevo su correspondencia, y cuando estuviste enferma jamás le pedí que nos hiciera compañía más allá de la dos y media! Y ahora me dice que me vaya a comer a mi habitación porque le recuerdo su promesa, firme, de que regresaríamos a Londres. ¿O no fue así, mamá?
—Eso creo, querida.
—Sabes que lo prometió, mamá. Y ahora si hago algo, tendrá que cargar con la culpa. No voy a portarme como la santa de la familia y luego aguantar que me traten así.
—Se suponía que lo hacías porque te parecía bien —intervino su hermana.
—Es más de lo que tú has hecho por nadie —dijo Georgiana, aludiendo a un flirteo de hacía mucho tiempo, durante el curso del cual la hija mayor había hecho el ridículo, decidida a fugarse con un oficial de dragones de modesta fortuna. Habían pasado diez años desde eso, y nadie mencionaba jamás el tema excepto en momentos de gran amargura, como el que les ocupaba.
—Me he portado tan bien como tú —dijo Sophia—. Es fácil ser buena cuando no te importa nadie y a nadie le importas.
—Queridas, ¿qué voy a hacer si vosotras también os peleáis? —preguntó su madre.
—Soy yo la que está condenada a sufrir, al parecer —dijo Georgiana—. ¿Cómo espera que encuentre a nadie aquí? El pobre Whitstable no es gran cosa, pero es mejor que nada.
—Quédatelo si tanto te gusta —dijo Sophia despectivamente.
—Gracias, querida, pero no me gusta en absoluto. No he caído tan bajo.
—Acabas de decir que te fugarías con el primero que te aceptara.
—Pero no con George Whitstable, te lo garantizo. Mira, te diré qué voy a hacer. Le escribiré una carta a papá, que espero se avenga a leer. Si no piensa llevarme a Londres, entonces que me deje quedarme con los Primero. Lo que más me enfurece es que hayamos tenido que tragar con la presencia de esos horribles Melmotte aquí. En Londres ya se sabe que hay que codearse con todo tipo de gente, ¡pero que los hayamos tenido en esta casa de invitados! Es el colmo.
Durante toda la tarde no se habló más del asunto, solamente cruzaron las palabras precisas para el inmediato sustento de la vida. Georgiana había sido muy dura con su hermana, tanto como con su padre, y a Sophia, a pesar de su estilo callado, le había dolido. Ya casi estaba reconciliada con la idea de permanecer en el campo, porque en primer lugar era un castigo para Georgiana y, en segundo, la presencia del señor George Whitstable a menos de diez millas no era motivo para estar descontenta. Lady Pomona se quejó de dolor de cabeza, que siempre era una buena excusa para no hablar, y el señor Longestaffe se retiró temprano a dormir. Durante toda la tarde, Georgiana se dedicó a redactar la misiva que el cabeza de familia se encontró en su mesita de noche al día siguiente y que decía así:
Querido papá:
No creo que debiera sorprenderte tanto que nos importe volver a Londres. Si no vamos a la ciudad durante la temporada, no tendremos tratos con nadie, y por supuesto tú ya sabes lo que eso significa para mí. A Sophia no le importa realmente quedarse en Caversham, y aunque a mamá le gusta Londres, tampoco es una cuestión de vida o muerte para ella. Pero para mí es muy duro. No es que quiera ir para pasármelo bien; no me gusta precisamente pasearme por los salones de Londres. Ahora bien, enterrarme aquí en Caversham… Más me valdría estar muerta. Si hubieras decidido cerrar las dos casas durante un año, o dos, para ir al Continente, no me hubiera quejado en absoluto. Hay gente muy interesante en el extranjero, y quizá las cosas allí serían más fáciles que en Londres. No gastaríamos en caballos, vestiríamos más frugalmente, podríamos repetir ropa. Nada está más lejos de mi intención que gastar de forma innecesaria. Pero piensa en lo que significa Caversham para mí, sin nadie que valga la pena a menos de veinte millas a la redonda: no puedes pedirme en serio que me quede aquí.
Dijiste, muy claramente, que si recibíamos a los Melmotte como anfitriones aquí en Caversham, volveríamos a la ciudad, y no puede sorprenderte que esté decepcionada al descubrir que, después de todos nuestros esfuerzos, debemos quedarnos aquí de todos modos. Me hace pensar que la vida es tan dura que no vale la pena. Veo que las demás muchachas tendrán su oportunidad, pero yo no, y a veces no sé qué será de mí. [Esto era lo más cercano a la amenaza de huir que había proferido con su madre delante que Georgiana se atrevió a consignar en la carta.] Supongo que ahora no servirá de nada pedírtelo, aunque también lo prometiste, pero si me das lo bastante para ir a pasar unos días con los Primero, me contentaré. Solamente seríamos yo y mi doncella. Julia Primero me invitó a pasar unos días con ellos cuando dijiste por primera vez que no volveríamos, y no me costaría nada recordárselo, pero tendría que ser rápido. Tienen una casa muy grande en Queen’s Gate y sé que les sobra al menos una habitación. Todos montan, y me haría falta un caballo, eso sí; pero nada más, porque tienen muchos carruajes extras, y el mozo que cuida del caballo de Julia podría cuidar del mío. Por favor, papá, respóndeme cuanto antes.
Tu hija, afectuosamente,
Georgiana Longestaffe
El señor Longestaffe se dignó a leer la carta. Aunque había reñido a su hija rebelde con severa rigidez, también estaba en cierta medida intimidado ante su fiera reacción. Un estallido súbito contra su autoridad no era un problema y sabía cómo hacerle frente y asumir su posición de dignidad paterna, pero temía terriblemente la tensión sostenida de una disputa doméstica a largo plazo. Lo cierto es que Georgiana era un poco melodramática; le gustaban las discusiones o, de lo contrario, no se producirían tantas en la casa. El señor Longestaffe, por su parte, odiaba el conflicto. No tenía ningún interés en especial: no leía demasiado ni hablaba mucho. No le gustaba beber o comer en exceso. No jugaba y la granja le importaba más bien poco. Lo que más le gustaba en el mundo era estar de pie en los vestíbulos y las salas de los clubes a los que pertenecía y escuchar a los demás hablar de política y de escándalos. Pero también estaba dispuesto a sacrificar este pequeño placer por el bien de su familia. Si tenía que soportar largos y aburridos días en Caversham y cuidar de su propiedad, lo haría; si es que su hija se lo permitía. El señor Longestaffe había llevado una vida de una cierta pompa, había vestido con elegancia a sus sirvientes y comprado pelucas caras para los criados domésticos. Había imitado las costumbres de los que pertenecían a una nobleza más pudiente, sin llegar a pertenecer a ella, y no le había resultado beneficioso ni a él ni a sus hijas, pues se había endeudado gravemente. Ambicionaba un título, y pensó que así lo obtendría. Su hijo había heredado una propiedad separada, procedente de la madre de su esposa, que generaba entre dos mil y tres mil libras anuales de renta, aunque se decía erróneamente que los ingresos eran el doble. Durante un tiempo, sabedor de este detalle, se había tranquilizado y le había parecido que sus cuitas financieras tenían solución. Estaba seguro de que su hijo, al llegar a la mayoría de edad, aceptaría vender la propiedad de Sussex para mantener la de Suffolk. Pero ahora Dolly también se había endeudado y aunque en algunos aspectos era un idiota descuidado, en lo relativo a las propuestas de su padre siempre estaba ojo avizor. Había dicho claramente que no aceptaba la venta de la casa de Sussex a menos que la mitad de la cantidad que se obtuviera se le entregara de inmediato, en mano. El padre no podía aceptar, pero durante su negativa descubrió que el mundo y sus problemas se habían agravado mucho. Melmotte le había echado una mano, pero lo había hecho de manera dura y tiránica. En Caversham, el hombre de negocios había analizado el estado de sus cuentas y le había dicho claramente que con una casa así en el campo no podía mantener otra en Londres. El señor Longestaffe había balbuceado algo sobre sus hijas, en especial sobre Georgiana, y el señor Melmotte le había hecho una sugerencia.
Cuando leyó la carta de su hija, el señor Longestaffe sintió algo de pena por ella, a pesar de que seguía furioso. Pero si había una persona a quien odiaba por encima de todas, esa era su vecino el señor Primero y, en segundo lugar, su mujer. Primero era un advenedizo, según la opinión de Longestaffe, y para nada un caballero. No le debía un centavo a nadie, pagaba puntualmente a sus proveedores y siempre que se cruzaba con él en Caversham parecía que hiciera un especial despliegue de su virtud financiera. Se había gastado varios miles de libras en su partido para las elecciones locales y ahora era miembro del distrito metropolitano. Era un radical, claro está, o según el punto de vista del señor Longestaffe, actuaba y votaba como radical porque no tenía nada que ganar en el otro lado. Y ahora se rumoreaba en Suffolk que el señor Primero podría conseguir un título nobiliario. Había quien no daba crédito a ese rumor, pero el señor Longestaffe sí lo creía, y eso era equivalente a una cruel agonía. Que Primero se convirtiera en el barón Bundlesham era más de lo que podía soportar. No, era imposible que su hija fuera una invitada de los Primero en Londres.
Pero había otra opción. Habían dejado la carta de Georgiana en la mesa de su padre el lunes por la mañana. A la mañana siguiente, a pesar de que no había habido tiempo de que llegara correspondencia de Londres, lady Pomona llamó a su hija y le entregó una nota para que la leyera.
—Papá acaba de dármela. Por supuesto, decides tú.
Mi querido señor Longestaffe:
Puesto que parece decidido a no regresar a Londres en un tiempo, quizá una de sus hijas acepte pasar unos días con nosotros. La señora Melmotte estaría encantada de recibir a Georgiana durante los meses de junio y julio. Si acepta venir, solamente tendría que avisarla con un día de antelación.
Suyo,
Augustus Melmotte
En cuanto Georgiana echó un vistazo a la nota, buscó la fecha en que se había redactado. No la vio y comprendió al momento que se trataba de una misiva que su padre guardaba en su poder desde hacía unos días, y que se la habían entregado para que la utilizara si lo precisaba. Respiró profundamente. Tanto su padre como su madre sabían la opinión que había expresado, en términos inequívocos, de los Melmotte. La mera sugerencia era insolente. Pero no dijo nada al principio. Solo preguntó:
—¿Por qué no puedo quedarme con los Primero?
—Tu padre no quiere. No le gustan nada.
—Y a mí no me gustan nada los Melmotte. Los Primero tampoco, claro está, pero no son tan malos. Los Melmotte… Eso sería horrible.
—Decides tú, Georgiana.
—¿Es eso o quedarme aquí?
—Creo que sí, querida.
—Si es papá quien lo ha decidido, no seré yo quien le lleve la contraria. ¡Pero será horrendo, desagradable, totalmente repugnante!
—La hija parecía una chica callada.
—¡Mamá! ¡Callada! Era porque nos tenía miedo. No está acostumbrada a frecuentar la buena sociedad. Si tengo que vivir de prestado con ellos, seguro que se le pasarán las manías. Además, ¡es tan vulgar! Debe haber barrido alcantarillas como mínimo. ¿No te diste cuenta, mamá? No me extraña que con esa madre haya salido una hija tan rara. Me estremezco solo de pensarlo. ¿Alguna vez has visto algo tan horrible?
—Todos los frecuentan —dijo lady Pomona—. La duquesa de Stevenage los visita continuamente, y también lady Auld Reekie. Todos van a su casa.
—Pero solamente de visita, no se quedan a vivir con ellos. Ay, mamá, ¡tener que desayunar cada día con esa gente durante diez semanas!
—Quizá te dejen desayunar en tu habitación.
—Tendré que salir con ellos, entrar en los salones después de ellos. ¡Piensa en eso!
—Pero si tenías muchas ganas de ir a Londres, cariño.
—Y sigo teniéndolas, claro está. ¿Qué oportunidades tengo de casarme si no voy a Londres? Dios mío, estoy tan cansada. ¡Un placer, sí! Papá dice que es por placer. Si supiera, si se hiciera a la idea de lo que tengo que hacer, me pregunto qué pensaría. Bueno, supongo que no me queda otra opción que aceptar. Me empiezo a encontrar mal solo de pensarlo. ¡Qué gente más horrenda! Y que papá sea quien lo propone, él que es tan orgulloso, que siempre ha dado tanta importancia a la gente que frecuentábamos.
—Las cosas cambian, Georgiana.
—Cambian mucho, desde luego, si es mi padre quien me empuja a ser la invitada de gente como los Melmotte. ¡El farmacéutico de Bungay es un caballero comparado con el señor Melmotte y su mujer, una dama de la corte al lado de la señora Melmotte! Pero bueno, iré. Si papá acepta que me vean en público con ellos, será culpa suya lo que pase con mi reputación. No creo que ningún hombre decente pida la mano de una muchacha que ha pasado por ese antro de casa que tienen. Tú y papá no debéis sorprenderos si termino casada con una criatura de esas que pueblan la Bolsa. Papá ha cambiado de opinión, y supongo que también yo debo cambiar mis ideas.
Georgiana no habló con su padre esa noche, pero lady Pomona informó al señor Longestaffe de que aceptarían la invitación del señor Melmotte. Lady Pomona se ofreció a escribirle una nota a la señora Melmotte para avisarla de que Georgiana estaría allí el viernes de la semana siguiente. «Espero que le guste», dijo el señor Longestaffe sin el menor asomo de ironía. No estaba en su naturaleza ser tan cruel. Pero a lady Pomona la reflexión sí le pareció cruel. ¡Cómo iba a gustarle a nadie vivir en casa de los Melmotte!
La mañana del viernes, las dos hermanas apenas intercambiaron cuatro palabras poco antes de que Georgiana se fuera a la estación. La joven había intentado conservar la dignidad, pero era inútil. Lo que se disponía a hacer era humillante y no podía fingir ni en presencia de su hermana.
—Sophy, qué envidia te tengo: te quedas aquí.
—Pero si eras tú la que querías ir a Londres sí o sí.
—Sí, quería y quiero ir. Tengo que lograr establecerme de un modo u otro, y eso no puedo hacerlo aquí. Pero tú no vas a perder tu reputación.
—Georgey, eres una invitada, no hay ninguna vergüenza en eso.
—Sí que la hay. Creo que Melmotte es un estafador y un ladrón, y de ella pienso lo más bajo que se te pueda ocurrir. En cuanto a sus pretensiones de grandeza, me parecen monstruosas. Nuestros criados y las doncellas tienen más categoría que ellos.
—Entonces no vayas, Georgey.
—Tengo que ir. Es la única oportunidad que me queda. Si permanezco en Caversham, la gente empezará a decir que soy una solterona. Tu vas a casarte con Whitstable y te irá bien. No es rico ni su casa grande, pero no tiene deudas y es buena persona.
—Ah, ¿ahora es buena persona?
—Claro que no es gran cosa; siempre está en su casa. Pero, bueno, es un caballero.
—Es cierto, lo es.
—En cuanto a mí, voy a dejar de pensar en caballeros a partir de ahora. Al primero que se presente, con una renta de entre cuatro y cinco mil libras anuales, le diré que sí, ya venga de Newgate o de Bedlam. Y será culpa de papá.
Con esta frase, Georgiana Longestaffe se fue a Londres para ser la invitada de los Melmotte durante la temporada.