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Capítulo 4 El baile de madame Melmotte

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Dos noches después del intercambio monetario que tuvo lugar en el Beargarden, se celebró un gran baile en Grosvenor. Se trataba de una velada de tan magnífica escala que se hablaba de ella desde que el Parlamento se había reunido, hacía cosa de quince días. Ciertas personas habían expresado la opinión de que un baile de esas características no podía celebrarse con éxito en el mes de febrero. Otros declararon que lo que costaría —una cantidad que marcaría un hito en los anales de los bailes de la temporada— convertiría la velada en todo un éxito, por pura necesidad. Y lo cierto es que había costado mucho más que dinero. Se habían desplegado esfuerzos increíbles para conseguir el apoyo de los pares del reino, y dichos esfuerzos se habían visto recompensados con creces. La duquesa de Stevenage se había desplazado desde el mismísimo castillo de Albury para estar presente, y traía también a sus hijas, aunque no era costumbre de la duquesa viajar a Londres durante esos meses tan inclementes. Sin duda, la persuasión que la había convencido no había sido poca. Era bien sabido que su hermano, lord Alfred Grendall, se encontraba en apuros económicos, que, según decían, se habían resuelto como por arte de magia gracias a ciertas oportunas ayudas pecuniarias. Y también se sabía que uno de los jóvenes Grendall, el segundo hijo de lord Alfred, había encontrado un buen empleo en la actividad mercantil, gracias al cual recibía un salario para el que hasta sus amigos más íntimos creían que no estaba cualificado. Sin duda era cierto que iba a la calle Abchurch, en el centro económico de la ciudad, cuatro o cinco días a la semana, y que no ocupaba su tiempo de manera tan desacostumbrada para nada. Y allá donde iba la duquesa de Stevenage, allá iba la gente. En el último momento, un día antes de la fiesta, también se supo que asistiría un príncipe de sangre real. Cómo se había logrado, nadie lo sabía; pero corrieron rumores de que se habían recuperado las joyas de cierta dama, que llevaban tiempo en una casa de empeño. Todo se hizo con la misma magnífica escala. Era cierto que el primer ministro había declinado que su nombre apareciera en la lista de asistentes; pero un ministro del gabinete y dos o tres subsecretarios habían aceptado la invitación, pues se presentía que el organizador de la velada pronto poseería una notable influencia en el Parlamento. Se creía que estaba dotado para la política, y siempre es aconsejable tener a los dueños de grandes fortunas de parte de uno. Pero desde el principio, se dedicó mucho tiempo a la planificación de la velada, y muchas horas de angustia e ideas, porque cuando los grandes planes fallan, el fracaso es desastroso y puede acarrear la ruina. Este baile ya había superado dicho escollo; estaba más allá de la posibilidad del fracaso.

El caballero, Augustus Melmotte, era el anfitrión del baile, y también el padre de la joven con quien sir Felix Carbury deseaba casarse, así como el marido de la dama de la que se decía era una judía de Bohemia. Así era como se conocía al caballero, aunque durante los dos últimos años que había pasado en Londres, llegado de París, su nombre había sido sencillamente señor Melmotte. Pero había hecho saber a todo el que quisiera prestar atención que había nacido en Inglaterra, y que era un inglés. Admitía que su esposa era extranjera, confesión necesaria puesto que la dama hablaba muy poco inglés. El propio Melmotte hablaba bien su idioma «nativo», pero con un acento que delataba, por lo menos, un largo período como expatriado. La señorita Melmotte, a la cual durante un breve lapso de tiempo se la conocía como mademoiselle Marie, hablaba muy buen inglés, pero como lo haría una extranjera. En lo que a ella respectaba, la familia reconocía que había nacido fuera de Inglaterra; algunos decían que en Nueva York. Pero madame Melmotte, que debía estar informada de la localización geográfica del nacimiento, había declarado que tuvo lugar en París.

En cualquier caso, era un hecho establecido que el señor Melmotte había amasado su fortuna en Francia. Sin duda mantenía estrechas relaciones comerciales en otros países, respecto a las cuales circulaban rumores que sin duda eran exagerados. Se decía que había construido un ferrocarril que cruzaba toda Rusia, que era el proveedor del ejército sureño en la Guerra Civil americana, que vendía armas a Austria, y que, en un momento determinado, había comprado todo el hierro fabricado en Inglaterra. Podía hundir o elevar cualquier empresa al cielo del éxito financiero comprando o vendiendo acciones, y hacer que el dinero fuera barato o caro según le apetecía. Todo esto se decía de Melmotte, en tono de elogio; aunque también se murmuraba que en París le consideraban el mayor estafador que jamás hubo, y que había tenido que abandonar la ciudad a toda prisa; que después de intentar instalarse en Viena, la policía le había pedido que se fuera de la ciudad. Y que finalmente, había encontrado en la libertad británica el derecho a disfrutar, sin temor a la persecución, los frutos de su esfuerzo. Ahora estaba instalado en una residencia en Grosvenor, y poseía unas oficinas en Abchurch, y todo el mundo sabía que un príncipe de sangre real, un ministro del gabinete, y la más selecta duquesa de la sociedad londinense iban a asistir a su baile. Y lo había logrado todo en doce meses.

Los Melmotte solamente tenían un vástago, una heredera de toda su riqueza. El propio Melmotte era un hombre voluminoso, de tupidas patillas y espesa caballera, cejas marcadas y una maravillosa expresión de poder en su boca y su mentón. Eran características que redimían su rostro de una cierta vulgaridad innata; pero aun así, el aspecto y la apariencia del hombre eran en conjunto desagradables, y si se me permite, despertaban desconfianza. Parecía un hombre rico y avasallador. Su esposa, por contraste, era gordita y de pelo claro, un color no muy habitual en las mujeres hebreas; pero sí poseía una nariz afilada. La señora Melmotte no era precisamente guapa, pero siempre estaba dispuesta a gastar dinero en cualquier objeto que sus nuevas amistades le recomendaran comprar. A veces, hasta parecía que recibiera una comisión por parte de su marido, pues no cesaba de ofrecer regalos a todo el que quisiera aceptarlos. El mundo había recibido a Augustus Melmotte como caballero y así se dirigía a él, en las numerosas cartas que recibía diariamente, y que le procuraban un cargo en el consejo de dirección de las tres docenas de empresas a las que pertenecía. Pero su esposa aún era madame Melmotte. La hija disfrutaba de su rango con nomenclatura inglesa, es decir que en todo momento, la llamaban señorita Melmotte.

Felix Carbury había descrito correctamente a Marie Melmotte a su madre. No era hermosa, no era lista y no era una santa. Pero tampoco era fea, estúpida o especialmente mala. Era poca cosa, apenas había cumplido los veinte, no se parecía a su madre ni a su padre, su rostro no denotaba ninguna herencia hebrea; daba la impresión de que su propia posición la superaba. Con gente como los Melmotte, las cosas iban muy deprisa, y era de todos sabido que la señorita Melmotte había tenido un pretendiente al que la familia casi había aceptado. Sin embargo, su romance había tenido un final abrupto. Nadie culpaba a la señorita de dicho final, ni tampoco le tenían lástima. No suponían que la hubieran dejado por otra, ni que ella a su vez hubiera abandonado a su galán. Como en los consortes reales, los intereses de estado mandan desde una reconocida ausencia, e incluso proclamada imposibilidad, de predilecciones personales, el dinero se comportaba de la misma manera. Es decir, que el matrimonio con el referido pretendiente no fue aprobado, según las importantes disposiciones pecuniarias inevitablemente ligadas a la señorita Melmotte. El joven lord Nidderdale, el hijo mayor del marqués de Auld Reekie, había pedido la mano de la joven, y le había ofrecido el título de marquesa, a cambio de medio millón. Melmotte no había puesto ninguna objeción a la suma, según se decía, pero sí había requerido que el dinero se invirtiera en un fondo, para asegurarlo. Nidderdale lo quería ya y sin ataduras, y no aceptaba ningún otro término. Melmotte quería hacerse con el marqués, para darle a su hija el título de marquesa; por aquél entonces no había entrado en contacto todavía con la duquesa. Pero al final perdió la paciencia, y le preguntó al abogado de lord Nidderdale si le parecía probable que le entregara alegremente esa cantidad de dinero a un hombre como su futuro yerno. «Piensa usted entregarle a su hija», señaló el abogado. Melmotte lanzó una furibunda mirada a su interlocutor durante unos segundos, desde sus pobladas cejas, y luego le dijo que su respuesta era una tontería, y que eso no tenía nada que ver; y procedió a abandonar la estancia. Así fue como el romance llegó a su abrupto final. Dudo que lord Nidderdale dirigiera una sola palabra de amor a Marie Melmotte, o que siquiera la pobre muchacha la esperara. Sin duda le habían explicado claramente cuál era su destino.

Otros habían intentado lo mismo, y habían fracaso de la misma manera. Todos trataban a la chica como un escollo que superar, a un alto precio. Pero a medida que la vida mejoraba para los Melmotte, y que los príncipes y duquesas aparecían en sus salones gracias a otros procedimientos —costosos, sin duda, pero no ruinosos—, el casamiento inmediato de Marie se convirtió en un objetivo menos necesario, y Melmotte redujo sus ofertas. La chica también empezó a desarrollar una opinión propia. Se decía que había rechazado de plano a lord Grasslough, cuyo padre estaba en bancarrota, y que no tenía ningún ingreso propio y era feo, malvado, de mal carácter y sin la menor virtud que lo redimiera. Marie había tenido algunas experiencias desde que lord Nidderdale, con una carcajada en voz baja, le dijo que quizá la convertiría en su esposa. Ahora, de vez en cuando, la muchacha dedicaba tiempo a reflexionar sobre su propia felicidad y su estado. La gente que la rodeaba empezó a decir que sir Felix Carbury podía ser el elegido, si jugaba bien sus cartas.

Además, no todos estaban seguros de que Marie fuera realmente la hija de madame Melmotte, y por lo tanto hebrea. Se habían hecho pesquisas infructuosas acerca de la verdadera fecha de la boda de los Melmotte. En el extranjero se rumoreaba que Melmotte había conseguido dinero casándose con su primera esposa, y que no hacía mucho de eso. Y había otros que decían que Marie no era hija de Melmotte en absoluto. El misterio era agradable, casi tanto como que el dinero existía. El dispendio cotidiano no dejaba lugar a dudas: la casa, los muebles, el carruaje, los caballos, los sirvientes con librea y peluca, y los que no llevaban más que chaquetas negras y no tenían derecho a llevar pelucas. También estaban las joyas y los regalos, y todas las cosas bonitas que se pueden comprar con dinero. Celebraban dos veladas diarias, una a las dos de la tarde, y una cena a las ocho. Los comerciantes ya tenían suficientes datos como para estar tranquilos, y en los círculos económicos de la ciudad de Londres, el nombre del señor Melmotte equivalía a un tesoro, si bien su carácter no valía demasiado.

Hacia las diez de la noche, la gran casa en la parte sur de la plaza Grosvenor tenía todas las luces encendidas. La extensa galería se había convertido en un invernadero, cubierta con paneles que imitaban una enredadera, y se mantenía cálida con aire caliente y decorada con exóticos objetos de precio fabuloso. Desde la puerta se había erigido un paso cubierto, hasta la calle y me temo que había policías sobornados para apartar a los paseantes y convencerles de que dieran un rodeo. Una vez dentro, la residencia había sufrido tal revolución decorativa, que uno dudaba de en qué país se hallaba. El vestíbulo era un paraíso, la escalera el país de las hadas. Los recovecos de los pasillos, pequeñas grutas desde las que asomaban helechos y plantas. Había arcos nuevos y donde era menester, se habían derribado paredes. Las columnas se habían afianzado y recubierto, forrado o decorado. El baile tenía lugar en la planta baja y en el primer piso, y la casa parecía no tener fin. «Le ha costado sesenta mil libras», le dijo la marquesa de Auld Reekie a su viaje amiga, la condesa de Mid-Lothian. La marquesa había decidido asistir al baile a pesar del desgraciado final del romance de su hijo con la señorita Melmotte. Había tomado esa decisión al enterarse de que la duquesa de Stevenage estaría presente. «Y una cantidad tan malgastada nunca ha tenido mejor destino», dijo la condesa. «Por lo que se dice, también la ganó de mala manera», replicó la marquesa. Luego las dos nobles damas, una después de otra, dedicaron elaboradas declaraciones de admiración a madame Melmotte, la hebrea de Bohemia, que estaba en pie en el país de las hadas, para recibir a sus invitados, casi a punto de desmayarse ante la grandeza de la ocasión.

Los tres salones del primer piso, o el piso destinado a los salones, estaban preparados para acoger el baile, y allí era donde se encontraba Marie. La duquesa, no obstante, había decidido que alguien debía abrir el baile y le había encargado la tarea a su sobrino Miles Grendall, un joven caballero que ahora frecuentaba las compañías de la City. La misión del muchacho consistía en dar órdenes a la banda de música y en general, ser útil a la velada. Efectivamente, las relaciones entre los Grendall —es decir, la rama de lord Alfred— y los Melmotte se habían estrechado, y no podía ser de otra manera, pues ambas partes daba y recibía mucho fruto de esa circunstancia. Lord Alfred no tenía ni un chelín a su nombre; pero su hermano era duque, y su hermana duquesa, y durante los últimos treinta años el pobre y querido Alfred había constituido una perpetua fuente de ansiedad y preocupación. Su matrimonio no le había aportado ni un centavo, se había gastado ya su propio y moderado patrimonio, tenía tres hijos y tres hijas, y llevaba mucho tiempo viviendo de las reticentes donaciones de sus parientes nobles. Melmotte podía mantener a toda su familia, con lujos y sin apenas notarlo. ¿Y por qué no hacerlo? Hubo un tiempo en que flotaba la idea de que Miles debía pedir la mano de la heredera, pero pronto se desechó tal propuesta. Miles no poseía título ni dinero, y no era suficiente para ocupar ese puesto. En todos los aspectos, era mucho mejor que las aguas de ese río regaran a toda la familia Grendall; y por eso, Miles encaminó sus pasos a la City.

Lord Buntingford, el hijo mayor de la duquesa, abrió el baile con una cuadrilla a la que invitó a Marie. Era uno de los detalles que se había arreglado de antemano. Se podría incluso decir que formaba parte del trato. Lord Buntingford había emitido alguna que otra débil protesta, pues era un joven caballero dedicado a sus negocios, que gozaba con el orden, bastante tímido, y al que no le gustaba bailar. Pero había cedido ante la voluntad materna.

—Por supuesto que son vulgares —había dicho la duquesa—, y lo son tanto que la cosa ya no es de mal gusto, puesto que es de todo punto absurda. Ya podemos decir lo que queramos, y que no nos gusta, pero ¿qué vamos a hacer con los niños de Alfred? Miles recibirá unas quinientas libras al año, todo lo más, y se pasa la mitad del tiempo en casa. Y entre tú y yo, tienen las facturas de Alfred, y dicen que no les importa si se quedan en la caja fuerte hasta que a tu tío le apetezca pagarlas.

—Pues se quedarán allí durante un buen rato —observó lord Buntingford.

—Claro, y esperan algo a cambio; así que haz el favor de bailar una vez con la muchacha —replicó su madre.

Lord Buntingford expresó su desaprobación con un ligero gesto de incomodidad, e hizo lo que su madre le pedía.

Todo fue bastante bien. En una de las salas de la planta baja, había tres o cuatro mesas de juego, y en una de ellas se sentaron lord Alfred Grendall y el señor Melmotte, con otros dos o tres jugadores, que entraban y salían al final de cada mano. El único logro de lord Alfred era jugar al whist, y se dedicaba casi enteramente a dicha actividad. Empezaba cada día en su club a las tres de la tarde, y seguía jugando hasta las dos de la mañana, con un intervalo de un par de horas para cenar. Lo hacía durante unos diez meses al año, y durante los otros dos frecuentaba alguna población con balnearios donde también se jugaba al whist. No jugaba grandes cantidades de dinero, sino que siempre se ceñía a la apuesta media del club. Pero sí se concentraba enteramente en la tarea, y siempre superaba a sus adversarios de juego. Pero la fortuna era tan cruel con lord Alfred que ni siquiera del whist era capaz de extraer ganancias significativas. Melmotte quería obtener acceso al club de lord Alfred, los Peripatéticos. Le gustaba ser testigo de la elegancia con la que lord Alfred perdía su dinero, y la suave intimidad con la que le llamaba Alfred. A lord Alfred aún le quedaba algo de orgullo, y le hubiera gustado propinarle una buena patada. Aunque Melmotte era un hombre más corpulento que él, y también más joven, lord Alfred no hubiera tenido la menor dificultad. A pesar de su habitual pereza y su inutilidad general, aún poseía un arrebato de vigor, y a veces pensaba que le daría el puntapié a Melmotte y terminaría de una vez por todas con el asunto. Pero luego pensaba en sus pobres hijos, y las facturas que Melmotte guardaba en su caja fuerte. Y además, Melmotte perdía con regularidad, ¡y pagaba sus apuestas con tan buen humor! «Venga y tómese una copa de champán, Alfred», decía Melmotte, cuando ambos se levantaban de la mesa de juego. A lord Alfred le gustaba el champán, y seguía a su anfitrión; pero mientras lo hacía, seguía pensando que un día le daría una lección.

Esa noche, Marie Melmotte bailaba un vals con Felix Carbury, mientras Henrietta estaba de pie hablando con el señor Paul Montague. Lady Carbury también estaba allí. No le gustaban los bailes, ni las personas como los Melmotte; a Henrietta tampoco. Pero Felix había sugerido que para no perjudicar sus posibilidades con la heredera, todos tenían que aceptar la invitación que su proximidad con la familia Melmotte les había procurado. Así lo hicieron, y entonces Paul Montague también recibió una invitación, lo cual no le gustó demasiado a lady Carbury. Sin embargo, era una mujer capaz de cumplir con su deber, y soportar las penalidades sin quejarse.

—Es el primer gran baile al que asisto en Londres —le dijo Hetta Carbury a Paul Montague.

—¿Y le gusta?

—No, en absoluto. ¿Cómo iba a gustarme? No conozco a nadie. No entiendo cómo se conocen todas estas personas, o si es que se dedican a bailar entre sí sin conocerse.

—Precisamente. Supongo que una vez han bailado, se presentan y terminan conociéndose, y luego va todo tan rápido como les apetezca. Si desea bailar, puede hacerlo conmigo.

—Ya hemos bailado, dos veces.

—¿Acaso hay alguna ley que prohíba bailar tres veces?

—Es que tampoco tengo muchas ganas de bailar —dijo Henrietta—. Creo que iré a consolar a mi pobre madre, que no tiene a nadie con quien hablar.

Pero justo en ese momento, lady Carbury no estaba sola, sino que un amigo inesperado había acudido a hacerle compañía.

Sir Felix y Marie Melmotte estaban dando vueltas y vueltas durante el largo vals, disfrutando de la animada música y de los movimientos del baile. Para ser justos con Felix Carbury, hay que reconocer que la actividad física se le daba bien. Bailaba, montaba a caballo y cazaba con animación, y durante esos instantes se sentía feliz. No se trataba de calcular o de reflexionar, sino de organizar físicamente sus esfuerzos. Y Maria Melmotte también se había sentido feliz. Le gustaba bailar, con todo su corazón, siempre que podía sin perjudicarse.

La habían advertido sobre ciertos hombres, con los que nunca debía bailar. Casi la habían arrojado a los brazos de lord Nidderdale, y se habría casado con él si su padre así se lo hubiera pedido. Pero no disfrutaba cuando se encontraba en sociedad, y aún no era absolutamente desgraciada porque todavía no era consciente de que poseía una identidad propia, y que debía tener derecho a opinar acerca de su destino. Desde luego, sabía que no le gustaba bailar con lord Nidderdale. Y lord Grasslough tampoco bailaba bien, aunque al principio Marie no se había atrevido ni a sugerirlo. Uno o dos de los demás caballeros se habían portado horriblemente de distintas maneras, pero al final habían desaparecido de su horizonte, por un motivo u otro. En aquel momento, no había ningún pretendiente a quien su padre la empujara a aceptar. Simplemente, le gustaba bailar con sir Felix Carbury. No era solo que fuera un caballero apuesto, sino que tenía el poder de modificar su expresión, como si fuera un actor, contradiciendo sus verdaderos pensamientos. Podía parecer enamorado y sincero, hasta que llegaba el momento de ofrecer de veras su corazón, o como mínimo intentarlo. Entonces es cuando fracasaba, pues nada sabía de decir la verdad. Pero no se le daba mal cortejar íntimamente a una joven. Casi había logrado su objetivo con Marie Melmotte, pero Marie aún no había advertido las deficiencias de carácter del joven. A sus ojos, Felix era un dios. Si permitían que sir Felix la cortejara, y podía entregarse a él, creía que alcanzaría una feliz satisfacción.

—Qué bien baila usted —dijo sir Felix, en cuanto recuperó el aliento.

—¿De verdad? —Marie hablaba con un ligero acento extranjero, y eso le daba un cierto atractivo a su entonación—. Nadie me lo había dicho antes. Pero es que nadie me habla de mí.

—Me gustaría decírselo todo de su persona, de principio a fin.

—Pero no lo sabe.

—Lo averiguaría. Creo que puedo adivinar unas cuantas cosas. Le diré lo que más le gustaría en el mundo entero.

—¿Y qué es?

—Alguien a quien usted le gustara más que el mundo entero.

—Ah, cierto. Pero, ¿quién?

—La única manera de saberlo, señorita Melmotte, es creer.

—No, esa no es la única manera. Si una chica me dijera que le gusto más que las demás, no lo sabría. Ella simplemente habría dicho eso. Yo tendría que asegurarme de que es así.

—¿Y si se lo dijera un caballero?

—Entonces le creería aún menos, y no me preocuparía de averiguarlo. Pero sí me gustaría tener una buena amiga, alguien a quien querer diez veces más que a mí misma.

—A mí también.

—No me diga que usted no tiene amigos.

—Me refería a una joven a quien amar diez veces más que a mí mismo.

—Se está usted burlando de mí, sir Felix —dijo la señorita Melmotte.

—¿Cree que eso terminará en algo? —le dijo Paul Montague a la señorita Carbury. Habían regresado al salón, y observaban las acometidas y zalamerías del barón.

—Quiere decir lo de Felix y la señorita Melmotte. No me gusta pensar en ese tipo de cosas, señor Montague.

—Sería una espléndida oportunidad para él.

—Casarse con la hija de unos nuevos ricos vulgares, ¿solo porque ella va a heredar mucho dinero? No creo que le importe un ardite, solamente le importa su dinero.

—¡Pero le gusta tanto el dinero! Sospecho que la única manera en que Felix puede enfrentarse al mundo es siendo el marido de una heredera.

—¡Qué cosa tan espantosa acaba de decir!

—Pero es cierto, ¿verdad? Se ha vendido al mejor postor.

—Ay, señor Montague.

—Y usted y su madre tendrán el mismo destino.

—No me importa lo que me pase.

—A otros sí les importa —Lo dijo sin mirarla, hablando entre dientes, como si estuviera furioso consigo mismo y con ella.

—No le creía capaz de hablar tan duramente sobre Felix.

—No soy duro con él, señorita Carbury. No he dicho que fuera culpa suya. Hay gente que parece nacida para gastar dinero; y como esta joven tendrá mucho dinero para gastar, creo que para él sería bueno casarse con ella. Si Felix tuviera veinte mil libras al año, todo el mundo pensaría que es un hombre bueno.

Al decir esto, el señor Paul Montague se demostró poco apto para adivinar la opinión de la sociedad londinense, pues ya fuera rico o pobre, el mundo, con su negro corazón, jamás consideraría a sir Felix un hombre bueno.

Lady Carbury llevaba sentada una media hora en soledad, sin emitir ninguna queja y oculta bajo un busto, cuando la aparición del señor Ferdinand Alf le arrancó una sonrisa.

—¿Usted aquí? —saludó.

—¿Por qué no? Melmotte y yo somos hermanos de aventura.

—No habría creído que una velada como esta le divirtiera.

—Acabo de encontrarla a usted, y además de eso, he coincidido en abundancia con duquesas y con sus hijas. ¡Esperan al príncipe Jorge!

—¿De verdad?

—Y Legge Wilson, del Departamento de la India, ya está aquí. Acabo de mantener una conversación con él acerca de un tocador enjoyado. Todo un éxito. ¿No le parece, lady Carbury?

—No sé si habla en serio o en broma.

—Jamás bromeo. Digo que es todo un éxito. Los anfitriones han gastado miles de libras para agasajarnos a usted, a mí y a todos sus invitados, y lo único que piden es un poco de apoyo.

—¿Y piensa dárselo?

—Eso hago.

—Me refiero al apoyo del Evening Pulpit. ¿Piensa darles el apoyo de su periódico?

—Bueno, nuestra línea editorial no es precisamente la crónica social ni enumerar los nombres y los atuendos de las damas invitadas. Quizá nuestro anfitrión incluso agradecería que su nombre no apareciera en los periódicos.

Después de una breve pausa, lady Carbury preguntó:

—¿Piensa ser severo conmigo, señor Alf?

—Jamás somos severos con nadie, lady Carbury. Allí está el príncipe. ¡Lo que harán con él, ahora que está aquí! Oh, van a pedirle que baile con la heredera. ¡Pobrecita!

—¡Pobre príncipe! —dijo lady Carbury.

—No, al contrario. Es una niña bonita y no será molestia para él. ¿Pero cómo hará ella, pobrecilla, para dirigirse a alguien de sangre real?

Ciertamente, ¡pobre! El príncipe fue conducido a la sala donde Marie seguía hablando con Felix Carbury, y al momento comprendió que debía ponerse en pie y bailar con el vástago real. La presentación se llevó a cabo de manera muy profesional. Miles Grendall llegó primero, y encontró a la víctima femenina; la duquesa apareció con la víctima masculina. Madame Melmotte, que llevaba de pie toda la noche y estaba a un tris de caer derrumbada, le seguía a duras penas, pero no se le permitió que tomara parte en la ceremonia. La banda estaba tocando a toda marcha, pero les mandó parar de repente, para gran confusión de los asistentes que estaban bailando. En dos minutos, Miles Grendall lo había organizado todo: él en pie frente a su tía, la duquesa, acompañando a Marie y al príncipe, hasta que hacia la mitad del baile, encontraron a Legge Wilson y le obligaron a ocupar su lugar. Lord Buntingford se había esfumado, pero aún estaban presentes las dos hijas de la duquesa, que pronto fueron atrapadas en el baile. Sir Felix Carbury, que era guapo y tenía título, fue asignado como pareja a una de ellas, y lord Grasslough bailó con la otra. Había otras cuatro parejas, todos dueños de un título nobiliario, como si la intención fuera que este baile en especial terminara en las páginas de sociedad, si bien quizá no en las del Evening Pulpit, sí en las de un periódico menos serio. En la residencia se encontraba un periodista, con la tarea de salir corriendo hacia la redacción con la lista de participantes en el baile del príncipe, en cuanto este hubiera concluido. El propio príncipe no sabía muy bien cuál era su papel, pero los que conducían su vida le habían llevado hasta allí. Probablemente, no sabía nada de los diamantes rescatados de la dama, o de la considerable donación que el señor Melmotte había realizado al hospital de San Jorge. La pobre Marie pensó que otra hora de penitencia era más de lo que podía soportar, y tenía aspecto de desear estar a mil millas de distancia, si ello fuera posible. Pero el apuro pasó rápidamente, y no fue realmente difícil. El príncipe pronunció una o dos frases entre movimientos, sin que diera la impresión de esperar respuesta. Le sacaba mucho partido a unas pocas palabras, pues tenía pericia en la tarea de facilitar la carga de su propia grandeza a los que la soportaban. Cuando terminó el baile, le permitieron escapar tras la ceremonia de tomarse una única copa de champán con la anfitriona. Hasta que el príncipe se marchó, hubo denostados esfuerzos para ocultarle la presencia del personaje de sangre real al propio dueño de la casa. A Melmotte le hubiera gustado servirle una copa de vino con sus propias manos, para solaz del paladar de Su Alteza Real, y la escena probablemente hubiera sido bochornosa y problemática. Miles Grendall se hacía cargo de todo esto, y había manejado la situación con mano izquierda.

—Por Dios, ¿que Su Alteza Real se ha ido ya? —exclamó Melmotte.

—Usted y mi padre estaban tan inmersos en la partida de whist que no he tenido valor de interrumpirles —contestó Miles.

Melmotte no era ningún idiota, y lo captó a la perfección. No solamente que no se le había permitido hablar con el príncipe, sino que el motivo era porque se consideraba que era lo mejor. No podía tenerlo todo, al fin y al cabo. Tener a Miles Grendall a su lado le resultaba muy útil, y no pensaba pelearse con él, al menos por ahora.

—¿Otra partida, Alfred? —le dijo al padre de Miles mientras los carruajes iban llevándose a los invitados.

Lord Alfred había tomado mucho champán y por un momento se olvidó de las facturas guardadas en la caja fuerte, y de las cosas buenas que sus hijos sacaban del acuerdo.

—Qué tontería —exclamó—. Debería llamar a la gente por su título.

Y se largó de la casa sin dirigirle ni una palabra más a su dueño.

Esa noche, antes de retirarse a dormir, Melmotte le preguntó a su cansada esposa por el baile, y especialmente, por la conducta de Marie.

—Se ha portado bien, pero sin duda ha mostrado una clara preferencia por sir Carbury, antes que cualquier otro joven.

Hasta ahora, el señor Melmotte apenas había oído hablar de sir Carbury, exceptuando el dato de que era un barón. Aunque sus ojos y sus orejas siempre estaban alerta, y aunque estaba siempre pendiente de todo, y era un hombre de aguda inteligencia, aún no entendía bien el significado y la importancia de los títulos nobiliarios ingleses. Sabía que para su hija tenía que conseguir un primogénito, o un joven que fuera dueño absoluto de su fortuna. Sir Felix, según había averiguado, solamente era barón; pero era dueño absoluto de sí mismo. También había descubierto que la progenie de sir Felix seguiría ostentando el título de «sir». Por lo tanto, aún no estaba dispuesto a darle órdenes concretas a su hija con respecto al joven caballero. Sin embargo, no se le había pasado por la cabeza que sir Felix se hubiera dirigido ya a su hija con las palabras que había empleado al despedirse de ella:

—Ya sabe usted —había susurrado— quién la prefiere por encima de todas las cosas.

—Nadie lo sabe, sir Felix.

—Yo sí —dijo él, mientras sostenía la mano de Marie entre las suyas, durante un minuto. La miró fijamente, y ella pensó que era muy tierno. Se había aprendido las palabras de memoria, y como las repitió igual, no lo hizo mal. Lo bastante, en cualquier caso, como para enviar a la pobre chica a la cama con la dulce convicción de que por fin podría enamorarse del hombre que se había dirigido a ella.

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